
El rechazo a ciertos alimentos, originado muchas veces en una mala experiencia en el pasado, es un fenómeno que puede persistir a lo largo de los años y afectar nuestras elecciones alimenticias de manera duradera.
Ya sea por una intoxicación, un sabor desagradable o una combinación de factores, hay personas que, tras una única prueba fallida, se niegan a volver a comer un determinado plato.
Este rechazo no solo refleja una aversión al sabor, sino también una asociación emocional profundamente arraigada que vincula el alimento con un mal recuerdo.
Infobae consultó a especialistas para comprender qué hay detrás de esta dinámica.

En primer lugar, el doctor Martín Wainstein, psicólogo, sociólogo, profesor titular consulto de la Universidad de Buenos Aires y director de la Fundación Gregory Bateson (IGB), dijo a Infobae: “Existe una relación importante entre memoria, emociones y la construcción de ciertas realidades. Es una relación profunda y multifacética, involucrando estructuras cerebrales que trabajan en conjunto para priorizar, codificar y consolidar recuerdos con carga emocional. Esta conexión se puede entender a través de varios mecanismos”.
“Por ejemplo -siguió Wainstein-, cuando experimentamos emociones intensas (como miedo, alegría, tristeza o estrés), una estructura cerebral como la amígdala se activa y amplifica la señal enviada a otra estructura llamada hipocampo. Este es responsable tanto de consolidar la memoria a largo plazo como de formar nuevos recuerdos. La activación simultánea de la amígdala y el hipocampo fortalece las conexiones sinápticas, haciendo que esos recuerdos sean más vívidos y duraderos. Es por eso que ciertas ‘experiencias’ se consolidan y persisten más que otras que no quedaron asociadas a impactos emocionales”.
Wainstein ilustró esa conexión con un ejemplo concreto ligado a la alimentación. “También están los registros psicológicos y sociales. Probablemente odiaré la polenta o cualquier otra comida si quedó instalada en mi memoria autobiográfica como una experiencia de rechazo sistemático a la costumbre habitual de comerla en mi casa en la infancia, y sobre todo al conflicto, porque me insistían en probarla y yo no quería”.

Esa reacción, según explicó, no es definitiva: “Esto tiene cierta flexibilidad con el paso del tiempo y nuevas experiencias. Si más adelante en la vida la experiencia polenta se une a vivencias de comerla en otro formato, por ejemplo polenta seca y frita u horneada y en contextos de pares, juveniles y no familiares, es probable que así me guste y la pueda comer”.
“Ciertas cuestiones vivenciales que parecen simples suelen estar constituidas por elementos y relaciones entre esos elementos a distintos niveles: biológicos, psicológicos, sociales, culturales y propios del ciclo vital de la vida humana que a veces los hacen bastante complejos de entender. El ‘gusto por las comidas’ es uno de ellos”, amplió Wainstein en diálogo con Infobae.
Por su parte, la chef María Barrera, especialista en cocina mexicana, conversó con Infobae y reflexionó sobre la relación entre la comida y la memoria: “El ser humano se maneja por recuerdos y por emociones. La primera comida que uno recibe es la leche materna. ¿Por qué es tan importante para nosotros el olor de la madre y el que, si la mamá está cerca de nosotros, nosotros nos calmamos? Vivimos de acuerdo a la temporada del año en la que lo estamos comiendo, las circunstancias que estaban pasando, si estábamos enojados, si estábamos felices. Todo esto son emociones, y las emociones hacen más o menos interesante a un plato”.

A la hora de enfrentar una experiencia alimentaria negativa, Berrera sugiere una estrategia: “Normalmente lo que uno busca en una comida es la textura, el sabor, el color y el olor. Pero si, más allá de todo esto buscado, la gente encuentra una mala experiencia, como ‘exceso de picante’, ‘me causó daño estomacal’, todas estas circunstancias, lo que yo aconsejo es: más que amigarse y volverse a obligar a comerte este alimento, es buscar la manera de probarlo en otras formas. Hay muchísimas formas para poder volver a comer un alimento”.
“Primero hay que acercarse desde otra textura con la que pueda consumirse ese alimento. Si no se puede con la textura, ponerlo en medio de otros alimentos. Siempre se puede volver a comer”, planteó la chef, quien es oriunda de México y llegó a Argentina hace más de 15 años para, entre otras cosas, fundar Cocina mexicana de origen.
A su turno, el chef Pedro Bargero habló con Infobae y compartió su mirada sobre cómo recuperar el vínculo con un alimento que fue rechazado en el pasado. “Lo primero e indispensable es volver a probarlo de a poco, acompañado de otros sabores o de otras texturas. Por lo general, la textura es algo muy importante que puede no gustar, y ese recuerdo queda ahí. Es vital poder comprar el mejor producto disponible, porque muchas veces nos pasa que no nos gusta algo porque hemos probado de mala calidad”.

Al ser consultado sobre la relación entre los recuerdos y la comida, Bargero, quien se desempeña en Costa 7070, respondió: “Cuando uno tiene memoria, tiene recuerdos y sensaciones, y la comida es un total conducto de eso. Por ende, pueden ser evocaciones buenas y malas. Depende mucho del contexto y de la forma.
Otro chef consultado por Infobae fue Raúl Padrón. Él se refirió al poder “de los recuerdos en nuestras preferencias alimentarias: la memoria gustativa, que oler o probar algo nos lleve de regreso a ese instante que nos quedó grabado en nuestra memoria”.
Según explicó, muchas de esas asociaciones se forman durante la infancia. “Nuestras experiencias tempranas con alimentos pueden tener un impacto duradero en nuestras preferencias. Si probamos un alimento por primera vez y no nos gustó, es posible que lo vinculemos con una experiencia negativa y lo evitemos en el futuro”.
Pero también señaló que el gusto evoluciona con el tiempo. “Está la maduración de nuestras papilas gustativas desde que somos niños hasta llegar a la adultez, cambiando nuestra percepción en el paladar”.

Padrón compartió un recuerdo personal que ilustra cómo una experiencia puntual puede generar rechazo. “Tengo una experiencia con la sandía, recuerdo que después de una operación, me trajeron un licuado de sandía que estaba horrible. La textura y el sabor eran desagradables, y asocié la sandía con una experiencia negativa. Sin embargo, años después, decidí darle otra oportunidad y descubrí que la sandía fresca y madura era deliciosa”.
Padrón, quien despliega sus recetas en El Taller, propuso una sugerencia para quienes rechazan algún alimento por experiencias del pasado: “Si estás enemistado con un plato o alimento, te aconsejaría que le des otra oportunidad en un contexto diferente. Puedes intentar consumirlo en una preparación distinta, por ejemplo. A veces, la forma en que se prepara un alimento puede cambiar su sabor y textura”.
Finalmente, la psicoanalista Agustina Verde (MN 72893) detalló en conversación con Infobae cómo la relación con la comida puede reflejar aspectos de nuestra vida emocional: “La alimentación se vincula con la manera en la que nos vinculamos con nosotros mismos, actúa como espejo, ya que nos alimentamos con las palabras que nos decimos, con la manera en la que nos tratamos, con la manera en la que nos vinculamos con los otros y por supuesto con la alimentación en sí: qué alimentos elegimos a la hora de nutrirnos y cuáles evitamos. Desde la psicología, podemos entender la comida como un espejo emocional: lo que elegimos y lo que evitamos nos cuenta sobre nosotros y nuestra historia”.

La psicoanalista destacó la importancia de distinguir dos tipos de hambre: “Sentir hambre y tener hambre no es lo mismo. El hambre fisiológica se refiere a la necesidad de ingerir un alimento. En tanto, el hambre emocional qué es la acción de comer para consolar o silenciar una emoción”.
Y añadió una reflexión sobre cómo la comida puede ser utilizada como mecanismo emocional: “Una persona puede evitar o ingerir demasiado un alimento como recurso para retener o evitar alguna experiencia de su pasado, como una forma de revivir, evocar y recordar algún hecho de su vida”.
Justamente con respecto a experiencias del pasado, según ha desarrollado en Psychology Today el doctor William Haseltine, reconocido por sus trabajos sobre la genómica, el cáncer y el VIH/SIDA, cuando alguien sufre una intoxicación alimentaria, “el eje intestino-cerebro entra en acción. Puede que no lo notes de inmediato, pero comer alimentos contaminados desencadena una respuesta inmunitaria en el intestino. El eje intestino-cerebro responde enviando señales de malestar al cerebro, lo que provoca que te sientas mal”.
“Los efectos no son solo físicos. La intoxicación alimentaria también puede provocar ansiedad, cambios de humor y confusión mental. El eje intestino-cerebro no solo ayuda a nuestro cuerpo a recuperarse de una intoxicación alimentaria, sino que también influye en cómo nos sentimos después de la experiencia”, planteó el experto.
Y postuló: “Una intoxicación alimentaria puede convertir tu comida favorita en tu peor pesadilla. Incluso el recuerdo de esa experiencia es suficiente para revolver el estómago”.
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