
Kevin está solo en la escalera, con el pijama puesto, mirando cómo la casa se vacía. Ve a sus padres bajar apurados, cargar valijas, cruzar puertas que se cierran demasiado rápido. Escucha motores encenderse, bocinas lejanas, el ruido de una familia que ya está en otra cosa: el viaje, el aeropuerto, la Navidad que empieza en otro lado. Kevin queda atrás. No porque nadie lo quiera, sino porque nadie lo vio a tiempo.
Ese desplazamiento —no del afecto, sino de la atención— es clave para entender lo que hoy revelan las fiestas. La soledad no siempre llega por falta de vínculos, sino por exceso de ruido, de urgencias, de vidas que corren en paralelo. A veces, quedar solo no es quedar afuera: es quedar atrás.
Treinta años después, esa escena de Mi pobre angelito se parece menos a una ficción exagerada y más a una radiografía social. No porque las familias sean peores, sino porque la vida se estiró. La nueva longevidad superpone generaciones, alarga los tiempos del cuidado, acumula cansancios y deja al descubierto algo que antes quedaba disimulado: la familia, por sí sola, ya no alcanza para sostenerlo todo.
Las fiestas de fin de año funcionan hoy como un revelador. No muestran solo quién se reúne, sino quién tiene red, quién cuida y quién queda afuera en una sociedad que vive más años, pero de manera profundamente desigual.

La Navidad como temporada alta de la soledad
La soledad no nace en diciembre. Acompaña trayectorias vitales enteras: duelos que no se cierran, divorcios tardíos, distancias geográficas, amistades que se achican con el tiempo. Pero en Navidad se vuelve más visible. No porque haya más personas solas, sino porque hay menos margen para disimularlo.
En una casa donde se arma la mesa para doce, una silla vacía pesa más que en cualquier otro momento del año. En un departamento pequeño, alguien apaga la televisión después del brindis grabado y se acuesta temprano, no por cansancio, sino para que pase más rápido. El mandato social de estar bien, de celebrar, de reunirse, convierte la soledad en una experiencia amplificada.
La psicología social describe este fenómeno como un proceso de intensificación emocional. Estudios longitudinales publicados en The Journals of Gerontology muestran que las personas mayores reportan niveles significativamente más altos de soledad subjetiva durante períodos festivos, incluso cuando su red social objetiva no cambia. Investigaciones en Health Psychology agregan un dato clave: estas fechas activan mecanismos de comparación social. No se sufre solo por estar solo, sino por sentirse fuera de la norma.
En el Reino Unido, donde la soledad fue reconocida como problema de salud pública, informes del Campaign to End Loneliness y del Parlamento británico registran picos de consultas por malestar emocional en diciembre, asociados a aislamiento, duelo y sensación de exclusión. La Navidad no crea la soledad, pero la deja expuesta. Funciona, cada año, como su temporada alta.

Vivir más años no garantiza vivir acompañado
La nueva longevidad amplió el tiempo de vida, pero no garantizó redes. En la Argentina, los datos del Censo 2022 del INDEC muestran dos movimientos simultáneos: crecen los hogares unipersonales —sobre todo entre personas mayores— y también los hogares extensos, donde conviven varias generaciones bajo un mismo techo. La convivencia se estira en direcciones opuestas.
Según el Observatorio de la Deuda Social de la UCA, alrededor de dos de cada diez personas mayores en áreas urbanas reportan sentimientos frecuentes de soledad, aun cuando no vivan solas. El dato desmonta una idea persistente: no alcanza con estar rodeado para no sentirse solo. La calidad del vínculo importa tanto como su existencia.
Artículos recientes en The New York Times y The Guardian advierten que vivir más años implica, para muchas personas, atravesar períodos prolongados de viudez, distanciamiento familiar o redes debilitadas. La longevidad amplía el tiempo de la vida, pero también el tiempo de la fragilidad. Y las fiestas, con su carga simbólica, vuelven visible esa brecha.
En muchas casas, la mesa de Navidad reúne hoy a abuelos, padres, hijos adultos y nietos. No siempre por elección, muchas veces por necesidad. Una hija que vuelve con sus hijos porque no puede sostener un alquiler. Un padre muy mayor que ya no puede vivir solo. Una convivencia que se estira por razones económicas, sanitarias y afectivas.
El Pew Research Center estima que en Estados Unidos casi el 18% de la población vive en hogares multigeneracionales y que los hogares con tres generaciones se triplicaron desde la década del 70. Los de cuatro generaciones siguen siendo minoritarios, pero crecen impulsados por el aumento de la esperanza de vida y trayectorias vitales cada vez menos lineales. La OECD identifica esta superposición como uno de los efectos estructurales del envejecimiento poblacional.
En América Latina, donde los sistemas de cuidado son frágiles, ese sostén recae casi exclusivamente en las familias. En la Argentina, aunque el INDEC no clasifica formalmente hogares de cuatro generaciones, sí confirma el aumento sostenido de la convivencia intergeneracional. Vivir más años implica compartir más tiempo y más espacio, no siempre en condiciones elegidas. La fiesta condensa esas tensiones: roles superpuestos, silencios acumulados, cansancios que no entran en el brindis.
A esa escena se suma otra, cada vez más frecuente. Padres y madres de más de 85 o 90 años, con limitaciones físicas, pero también con problemas de salud mental: deterioro cognitivo, ansiedad, depresión, demencias. Las fiestas suelen ser particularmente difíciles para estas personas. Cambios de rutina, ruidos intensos, múltiples estímulos, traslados largos.
Guías clínicas de la Alzheimer’s Association y de sociedades europeas de geriatría advierten que estos contextos pueden generar desorganización, angustia o agitación. Incluir no siempre equivale a cuidar. A veces, proteger implica acortar la visita, simplificar el encuentro, aceptar que el ritual ya no será como antes.
La dificultad rara vez es solo médica. Estudios cualitativos publicados en Ageing & Society muestran altos niveles de estrés y culpa en cuidadores familiares durante las fiestas, obligados a decidir entre el deseo de compartir y la necesidad de proteger. La nueva longevidad no solo alarga la vida de los mayores: alarga el tiempo del cuidado y expone la falta de apoyos formales.
En residencias y geriátricos, diciembre tiene otra escenografía. Mesas decoradas, música suave, intentos de celebración puertas adentro. Y una situación que se repite año tras año: algunos reciben varias visitas, otros ninguna. Investigaciones publicadas en Aging & Mental Health y Journal of Aging Studies indican que la prevalencia de soledad en instituciones para personas mayores es elevada y se asocia a mayor riesgo de depresión, deterioro funcional y menor calidad de vida. En fechas festivas, esa desigualdad se vuelve imposible de ignorar. La mayoría de las residencias organizan celebraciones internas para amortiguar el golpe emocional. La institucionalización organiza el cuidado, pero también administra el vínculo. Cuando la longevidad se combina con dependencia y falta de red, la fiesta deja de ser celebración y se vuelve contraste.

Cuando la mesa está llena, pero el cuidado no alcanza
En las casas, mientras tanto, la mesa está servida. Los platos se multiplican, las sillas se acomodan como se puede. Desde afuera, la escena parece completa. Desde adentro, alguien está calculando tiempos, regulando emociones, sosteniendo equilibrios frágiles. La fiesta ocurre, pero también se gestiona.
Mientras unos charlan, alguien controla que el padre no se levante solo, que la madre no se altere, que el tío no tome de más, que el nieto no se vaya sin avisar. Ese trabajo —invisible, constante— no se reparte de manera equitativa. Según la Organización Internacional del Trabajo, las mujeres realizan más del 75% del trabajo de cuidado no remunerado a nivel global. En sociedades cada vez más longevas, ese trabajo no disminuye: se intensifica y se extiende en el tiempo.
UN Women y la OECD advierten que esta sobrecarga impacta directamente en la salud física y mental de quienes cuidan, especialmente en períodos de alta demanda emocional como las fiestas. La Navidad no suspende la desigualdad del cuidado. La exhibe. Y deja en evidencia un límite incómodo: la mesa llena no garantiza cuidado.
Estudios sociológicos publicados en American Sociological Review muestran que la cantidad de interacciones no asegura bienestar ni vínculo. Estar juntos no siempre es estar cuidados. La multigeneracionalidad puede ser riqueza, pero también desgaste, cuando el sostén recae siempre sobre los mismos cuerpos. Al final de la noche, cuando los platos se levantan y la música se apaga, alguien queda exhausto. No por falta de afecto, sino por exceso de responsabilidad.

Es imposible conseguir taxi en Nueva York casi cualquier día. En Navidad, todavía más. La ciudad está vacía y saturada al mismo tiempo: pocas luces encendidas, calles largas, autos que no paran. Carrie sale igual. Se tira un tapado divino, baja a la vereda corriendo sobre sus tacos, levanta la mano. Espera. Vuelve a intentarlo. Finalmente, uno frena.
El viaje es corto, pero pesa. No hay mesa armada ni plan festivo. Solo la certeza de que del otro lado de una puerta alguien va a pasar la noche sola. Carrie toca el timbre. Cuando la puerta se abre, no hay discursos ni explicaciones. Hay alivio. Abrazo. Miranda ya no está sola. Hay dos personas sentándose juntas, sin guion, sin mandato.
La escena condensa algo que las estadísticas confirman y las fiestas dejan al descubierto: el cuidado no siempre llega en forma de familia ni de rituales heredados. A veces llega como un gesto mínimo y deliberado. Ir. Estar. No dejar a alguien solo.
La nueva longevidad obliga a repensar también las fiestas. Porque vivir más no debería implicar atravesar diciembre en soledad, culpa o agotamiento. Y porque las celebraciones, como la vida larga, muestran con claridad que vivir más no es un privilegio automático: es una experiencia profundamente desigual.
A veces, la diferencia no está en cuántos se sientan a la mesa, sino en quién cruza la ciudad para que el otro no pase la noche solo.
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