
Datos de Our World in Data estiman que entre el cuatro y cinco por ciento de la población mundial sufre algún trastorno de ansiedad en un momento determinado. Esta prevalencia hace que la ansiedad sea la condición de salud mental más habitual, y su impacto se extiende tanto de forma directa como a través de personas cercanas a lo largo de la vida.
La complejidad del problema se incrementa por la dificultad para obtener información precisa, sobre todo en países de ingresos bajos, donde el estigma y la falta de registros formales pueden esconder numerosos casos.
El alcance de la ansiedad trasciende fronteras y niveles socioeconómicos. En Estados Unidos, encuestas longitudinales muestran que cerca de un tercio de la población experimenta un trastorno de ansiedad alguna vez a lo largo de la vida.
Además, se calcula que uno de cada seis adultos estadounidenses utiliza medicación para tratar la ansiedad u otros problemas de salud mental cada año. Our World in Data advierte que, aunque estas cifras resultan elevadas, lo más probable es que no reflejen la totalidad de los casos, debido a la reticencia de muchas personas a admitir sus dificultades emocionales.
La evolución de los tratamientos para la ansiedad ha pasado por distintas etapas desde la década de 1950. El primer gran avance se produjo con los tranquilizantes como el meprobamato (Miltown), popularizado en Estados Unidos durante los años 50. Considerado el primer medicamento psiquiátrico de gran consumo, mitigaba los síntomas físicos de la ansiedad sin inducir una sedación total. Su uso, sin embargo, acarreaba riesgos de sobredosis y adicción, lo que motivó la búsqueda de alternativas más seguras.

Desde los años 60 hasta mediados de los 80, las benzodiacepinas como el diazepam (Valium) y el alprazolam (Xanax) se establecieron como referencia en el tratamiento de la ansiedad. Estos fármacos potencian el efecto del neurotransmisor GABA, lo que reduce la actividad cerebral y proporciona alivio rápido. Su eficacia para episodios agudos, como los ataques de pánico, está bien documentada. Sin embargo, el riesgo de abuso, dependencia y aparición de síntomas de abstinencia generó preocupación entre los profesionales de la salud, provocando una disminución en su uso a medida que surgieron nuevas alternativas terapéuticas.
Un cambio importante se produjo en los años 90 con los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS), diseñados inicialmente para tratar la depresión, pero efectivos en varios trastornos de ansiedad. Medicamentos como la sertralina (Zoloft) incrementan la disponibilidad de serotonina en el cerebro, con efectos reguladores sobre el miedo y la ansiedad. Aunque requieren varias semanas para mostrar resultados, los ISRS presentan menor riesgo de dependencia y se consideran una opción sostenible a largo plazo. Revisiones sistemáticas de Cochrane confirman la eficacia de los antidepresivos para el trastorno de ansiedad generalizada, con beneficios más limitados en casos concretos como la ansiedad social.
De forma paralela, los inhibidores de la recaptación de serotonina y noradrenalina (IRSN) ampliaron las opciones a finales de los 90 y principios de la década del 2000. La última aprobación en Estados Unidos de un medicamento específico para la ansiedad correspondió a la duloxetina, un IRSN, en 2004. Desde entonces, no se han autorizado nuevos fármacos específicos, aunque se han comercializado formulaciones adaptadas como liberaciones prolongadas.

La falta de innovación reciente en el desarrollo de medicamentos ha conducido a que muchos especialistas prescriban tratamientos “off-label”, es decir, medicamentos no aprobados expresamente para la ansiedad, pero que pueden ser útiles según la valoración clínica. Our World in Data identifica al menos una docena de estos casos, aunque la falta de aprobación restringe su disponibilidad y cobertura por parte de los seguros médicos.
A pesar de esta ralentización, la investigación farmacológica sigue en marcha. Existen fármacos en ensayos clínicos que intentan mejorar los mecanismos de los ISRS e IRSN, así como otros que exploran vías completamente distintas. No todos llegarán a comercializarse, pero algunos tienen potencial para ofrecer alternativas más eficaces.
Además de la terapia farmacológica, han ganado terreno enfoques no farmacológicos como la terapia cognitivo-conductual, la neuroestimulación no invasiva y la exposición con realidad virtual. Estas alternativas surgen ante la necesidad de tratamientos más efectivos y accesibles, dado que el acceso y los resultados continúan siendo retos a nivel mundial.
Aunque los tratamientos actuales pueden transformar la vida de quienes padecen ansiedad, el desafío persiste: garantizar que todas las personas con trastornos de ansiedad dispongan de opciones eficaces y accesibles es una meta central para el futuro de la salud mental, según señala Our World in Data.
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