
En los últimos años, la hipertensión, la diabetes y el colesterol elevado se han consolidado como uno de los mayores desafíos de salud pública en nuestro país. Son enfermedades que avanzan de manera silenciosa, sin síntomas evidentes, pero que deterioran progresivamente la salud de millones de personas. La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que el 33 % de los adultos presenta hipertensión arterial, la prevalencia global de la diabetes se ha cuadruplicado entre 1990 y 2022, y el 39 % tiene el colesterol total elevado. En Perú, el panorama es similar: el 19,3 % de los adultos padece hipertensión, el 7 % diabetes y alrededor del 30 % presenta hipercolesterolemia.
Estas tres condiciones no solo coexisten, sino que se potencian entre sí. La diabetes mal controlada, con niveles altos de glucosa en sangre, oxida el endotelio de los vasos sanguíneos y los vuelve más frágiles. El colesterol elevado favorece la acumulación de placas de grasa que obstruyen el flujo sanguíneo, mientras que la hipertensión acelera el deterioro de esos vasos ya dañados. El resultado es un terreno propicio para infartos, accidentes cerebrovasculares, insuficiencia renal y daño ocular, entre otras complicaciones graves que incrementan la carga de discapacidad y los costos sanitarios en el país.
El aumento de estos casos está estrechamente ligado a los cambios en el estilo de vida. Una alimentación basada en productos ultraprocesados, con alto contenido de sal, grasas trans y azúcares, y el bajo consumo de frutas y verduras, son factores determinantes. A ello se suma el sedentarismo, la desinformación y la baja percepción de riesgo: al no causar síntomas inmediatos, estas enfermedades suelen pasar inadvertidas hasta que el daño ya está avanzado.
También intervienen factores estructurales y socioculturales. Nuestras costumbres alimentarias han cambiado con la globalización y la urbanización; muchas ciudades carecen de espacios seguros para realizar actividad física, y comer saludable suele ser más costoso que optar por alimentos industrializados. A ello se añade la escasa educación nutricional y física en las escuelas, y el limitado acceso a controles preventivos, especialmente fuera de Lima, donde la falta de especialistas y de infraestructura agrava las brechas.
Reducir la incidencia y mortalidad asociada a este “trío silencioso” exige una respuesta integral. Desde el ámbito médico, es indispensable fortalecer el primer nivel de atención con profesionales capacitados en la detección y manejo temprano de estas enfermedades. La tecnología puede ser una gran aliada para mejorar el seguimiento mediante aplicaciones, teleconsultas y plataformas digitales.
A nivel institucional, se requiere un compromiso firme con políticas públicas intersectoriales: regulación efectiva del etiquetado de alimentos, advertencias claras en bebidas azucaradas, promoción de entornos saludables como parques, ciclovías, comedores escolares nutritivos, y programas sostenidos de educación alimentaria.
Solo con una estrategia articulada entre Estado, sistema de salud y ciudadanía será posible contener el avance de estas enfermedades que, aunque silenciosas, representan hoy una de las principales amenazas para la salud de los peruanos.



