Bajar la inflación no es un proyecto político

El recorte del gasto público comenzó a perder la legitimidad inicial sin un plan productivo que compense la contracción económica

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Javier Milei y Luis Caputo
Javier Milei y Luis Caputo

Salir del mal no implica ingresar en el espacio del bien. El ajuste es siempre coyuntural, pero no podemos pensar que sus frutos constituyan una reactivación económica. En rigor, el Gobierno tiene centrada su política en el miedo a la oposición, un temor mucho mayor que la vigencia de su propio programa. Detener la inflación no es un proyecto político en sí, sino una definición que forma parte de él. Hasta el momento, la consecuencia evidente es la baja del consumo, el cierre de empresas y la imposición de los intereses por encima de la renta productiva.

En esa coyuntura, la política se atomiza, se fractura, se divide. Todo describe el fin de una etapa, pero, sin duda, este hecho no implica el surgimiento de un nuevo proyecto cuando el sentido de fondo de la política es dar trabajo, contener al conjunto de la sociedad. En la medida en que hoy los mercados y las encuestas se impongan por sobre la vigencia de las ideas, el resultado es tan simple como brutal: la inexistencia de un futuro.

El proceso es lento, pero aquellos que votaron a Milei, intentando huir del kirchnerismo, descubren ahora que ambos son parte extrema de la frustración, del fracaso. Los gobernadores terminan ocupando el último lugar de poder que resta en nuestra sociedad. Por encima de ellos, son los grupos económicos aquellos que discuten e imponen esta política cotidiana acerca del pensamiento de los mercados, jamás responsables del colectivo social y soberanos de la impunidad más miserable.

La política expresa la meta, el objetivo, la finalidad cuando tiene una concepción integradora, cuando es capaz de pensar lo productivo basándose en las necesidades de su sociedad. Las ganancias no pueden imponer la idea de un propósito más allá del crecimiento de la pobreza y de una marginalidad que no deja de crecer. Lentamente, el ajuste, justificable en un primer momento como recorte del empleo público y del exceso de gastos, ya no lo es dada la ausencia de un rumbo productivo. Mientras el mundo discute, en esencia, los porcentajes de proteccionismo, nuestro absurdo invento consiste en la desprotección y la libre importación de todo cualquiera sea su calidad, por otra parte, ya aparentemente imposible de controlar si Sturzenegger persiste en la desregulación de cualquier tipo de control desde los alimentos y los medicamentos hasta los juguetes plásticos eventualmente perjudiciales para los niños y los termos, aun cuando los dueños de una fábrica norteamericana de su preferencia hayan advertido a sus usuarios del alto riesgo de quemaduras en el empleo de más de dos millones de unidades, adjuntando la devolución integral de lo invertido por esos compradores. Que la ANMAT se ocupara del control de los termos fue altamente risible para el ministro en su ignorancia de las funciones del organismo que está desguazando y cuya desaparición pretende.

Vivimos con la dependencia de una moneda que es hoy más importante que la integración social. Es perverso, pero luego, el INDEC a medida, liderado por Marco Lavagna, y los ministros de Milei, como el siempre acomodaticio Scioli, entre tantos, nos aportan números a partir de los cuales la pobreza estaría bajando y la indigencia también. Imposible asumirlo en una sociedad donde lo que realmente baja es el consumo, y, peor aún, el de alimentos. La sociedad de consumo, en sí misma, define su esencia.

Hoy, el cierre de una gran cantidad de empresas y el consiguiente crecimiento de la desocupación no son coyunturas, son un derrotero que nunca va a detenerse en tanto continúe esta insensata e irracional política de ajuste. En síntesis, la estabilidad de la macro no comprende ni contempla las necesidades de la micro, del ser humano, y el eje de la política del Estado sigue siendo, sin duda, el temor a la vuelta del pasado. Claro que, como ya señalamos, ese miedo no implica, en sí mismo, la capacidad de tener un proyecto de futuro. El actual es un destino sin rumbo; en realidad, es un sin destino en una sociedad que lenta e inexorablemente asume, diariamente, su decadencia.

La división de las fuerzas políticas va marcando el final de una etapa. La aparición de los gobernadores y de algunas rebeldías son los únicos síntomas que tenemos del nacimiento de algo nuevo. Pero, por ahora, eso no configura una opción madura donde recuperemos la democracia, sistema que implica la convivencia entre adversarios, sistema que jamás puede transitar el terreno de la confrontación entre enemigos con sus consabidas agresiones, amenazas e impulsivas descalificaciones sin fundamentos intelectuales, morales ni culturales.

La Argentina sigue reduciendo su consumo y subiendo intereses con la desconcertante voluntad de detener el alza del dólar y la muy creíble, de beneficiar a los “desconocidos de siempre”. En rigor, no logramos, hasta el momento, que la política del Gobierno tenga otro resultado que el crecimiento de la crisis de nuestra ya excesivamente dañada sociedad.