
En estos tiempos de aceleración, recordar a Leticia Cossettini no es mirar hacia atrás, sino abrir camino y soñar que otra escuela es posible. Porque ella —junto a su hermana Olga— no solo pensó una pedagogía distinta, sino que la vivió, la defendió y la convirtió en realidad cotidiana en su escuela de Rosario.
Leticia nació un 19 de mayo, hace 120 años. No concebía la escuela como un lugar de repetición, ni al docente como un mero transmisor de contenidos. Su apuesta era otra: una educación sensible, poética, en diálogo con el arte, la naturaleza, la palabra y el respeto profundo por la infancia. Desde la mítica “Escuela Serena”, junto a Olga, tejieron una práctica pedagógica basada en la confianza, la libertad y el vínculo amoroso entre estudiantes y docentes. Una pedagogía donde la ternura era también una forma de resistencia.
No se trataba de un idealismo ingenuo. Leticia sabía que formar ciudadanos libres implicaba desafiar estructuras rígidas, autoritarismos y moldes que aplastaban la creatividad. Por eso su propuesta fue revolucionaria: abrir las ventanas del aula a la vida, permitir que los chicos opinen, dibujen, canten, piensen, escriban desde sí mismos.
Hoy, cuando vemos que muchos discursos educativos apelan a rankings, evaluaciones estandarizadas y lógicas de mercado, volver a Leticia es una urgencia pedagógica. No para copiar su escuela —que fue única e irrepetible—, sino para recuperar su espíritu: el de una educación con alma, con sentido, con tiempo para escuchar.
Leticia nos recuerda que educar no es domesticar, sino encender preguntas; que enseñar no es disciplinar, sino abrir caminos y que la escuela no debe ser una máquina, sino un espacio de humanidad compartida. A veces, hace falta mirar hacia esas maestras que supieron que educar es, ante todo, un acto de amor y coraje. Y en eso, Leticia Cossettini sigue siendo un faro.
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