
Durante siglos, la identidad humana se ha definido dentro de una estructura binaria, hombre o mujer, masculino o femenino. Biología, cultura, roles, luchas históricas y derechos ganados han orbitado alrededor de estas categorías que, aunque profundamente humanas, han servido como base para sistemas de representación, discriminación e, incluso, de organización política y jurídica. Con el correr del tiempo, y especialmente en las últimas décadas, ese eje binario fue desafiado por la irrupción de identidades no binarias que reclamaron un lugar dentro del debate público y normativo. Pero en el presente, y con más fuerza hacia el futuro inmediato, otra frontera, más disruptiva, más abstracta, se vuelve impostergable: ya no se trata de definir si alguien es hombre, mujer o no binario, sino si es humano o no humano.
En un mundo cada vez más permeado por inteligencias artificiales que imitan la voz, el rostro, la escritura, e incluso el razonamiento lógico y el afecto, el problema más apremiante no será el género, sino la verificación de humanidad. Las preguntas que nos formulábamos hasta hace apenas unos años -¿cómo se visibiliza la identidad de género?, ¿quién tiene derecho a nombrarse mujer o varón?, ¿qué implica transitar un género?- se enfrentan hoy a un nuevo telón de fondo: la existencia de entidades artificiales que no tienen cuerpo biológico, ni identidad propia, ni experiencia emocional, pero que saben parecer humanas. Nos enfrentamos así al surgimiento de una nueva frontera, aquella que separa a lo humano de lo que solo lo simula. Ya no se trata solamente de asumir una identidad, sino de probarla.
¿Sos humano? Demostralo
Ese es, en definitiva, el nuevo orden. Este eje de discusión, que podríamos llamar el eje humano/no humano, da lugar a la aparición de un nuevo estatus social y político: el humano verificado. No es casual que la virtualidad exija pruebas de humanidad. Plataformas como Instagram, X (antes Twitter) o WhatsApp, ya incorporan sistemas de verificación biométrica mediante selfies, como medida de autenticación y seguridad. Los formularios CAPTCHA, que alguna vez se limitaron a reconocer semáforos o letras distorsionadas, hoy se vuelven cada vez más sofisticados, capaces de detectar comportamientos anómalos. En el ámbito financiero, las billeteras digitales, los bancos y los exchanges de criptomonedas aplican procesos de verificación facial y movimientos oculares bajo estrictas normas KYC.
Incluso los sistemas de inteligencia artificial como los asistentes conversacionales o generadores de texto se ven obligados a advertir “soy una IA”, marcando la diferencia que ya no es visual ni auditiva, sino ética. La proliferación de bots, deepfakes, influencers sintéticos y hasta novias digitales entrenadas para simular afecto, ha convertido la verificación de humanidad en una necesidad transversal, que excede el control de identidad y se instala como cuestión filosófica. El debate no es menor, cuando la inteligencia artificial puede escribir una novela, dirigir un video, construir una narrativa política o sentimental, lo que queda en juego no es el género, sino la condición misma de ser. Verificarse como humano es, en este nuevo escenario, una forma de identidad más profunda que las categorías tradicionales. El género, en tanto construcción histórica y social, no desaparece, pero muta su centralidad.
Si durante décadas las luchas por el reconocimiento de la identidad de género movilizaron agendas legislativas y culturales, el año 2025 impone otro vértice: la defensa de lo humano como diferencia específica frente a lo no humano.
Si una IA puede asumir cualquier nombre, cualquier apariencia, cualquier tono de voz, ¿qué queda que nos defina como humanos? El rastro biológico no basta, tampoco la emotividad.
Los grandes modelos de lenguaje, entrenados con millones de textos, son capaces de replicar emociones, simulando empatía, tristeza, entusiasmo o ira. El rostro tampoco alcanza: las inteligencias artificiales generan imágenes humanas con detalles tan verosímiles que los filtros y avatares ya no pueden distinguirse de lo real. La voz también ha dejado de ser un dato certero. ¿Qué nos queda, entonces, para reclamar la humanidad en la virtualidad?
Tal vez el signo más inquietante de esta época ya no sea la deshumanización, sino su opuesto: la humanización de lo artificial. Mientras seguimos debatiendo si una mujer debe ser llamada presidenta o presidente, si un hombre puede autopercibirse mujer, o si los pronombres deberían cambiar para reflejar identidades no binarias, la inteligencia artificial ya representa todas esas formas sin conflicto, sin historia y sin tomar partido. Por tanto hoy, la discusión sobre el género se encuentra atravesada por una pregunta más vasta: ¿cómo sabemos si quien habla, escribe o seduce es humano? ¿Y qué haremos cuando no podamos distinguirlo?
En definitiva, mientras seguimos debatiendo cuestiones de género, debemos prepararnos para una lucha más abstracta: la de sostener la humanidad como una categoría ética, verificable y viviente. En ese terreno, el humano verificado no es solo un dato técnico, sino el nuevo nombre de una vieja aspiración: seguir siendo humanos en un mundo donde cada vez más entidades pueden parecerlo.
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