
En estos días, una de las series más vistas es la historia de un adolescente de 13 años involucrado en un asesinato, un varón de una familia de clase media trabajadora como cualquiera de las nuestras.
La secuencia de episodios toca varias aristas: pone bajo la lupa a las adolescencias de hoy atravesadas por las redes sociales, a las identidades masculinas y, a su vez, expone a las instituciones, como familia y escuela, sin herramientas para comprender y abordar las problemáticas.
Generalmente, cuando hablamos de adolescencia es común escuchar definiciones unívocas determinadas solo por la edad. Sin embargo, es necesario romper la idea de una mera etapa transitiva -caracterizada históricamente como la edad del pavo- para reemplazarla por la idea de un período sustantivo de constitución subjetiva.
A su vez, adolescencia es un concepto que debe ser entendido desde una perspectiva de construcción sociocultural, que contempla la historia de vida y los contextos en los cuales se constituyen como tales los jóvenes en cuestión. Es fundamental, entonces, desnaturalizar la idea de adolescencia que tenemos e interrogarnos y repensar algunas frases y prácticas.
Es necesario reconocer que, si bien la edad permite delimitar la condición juvenil, no es este criterio excluyente, ya que la misma solo es un referente biológico y no alcanza para definir a la juventud, debido a las distintas interpretaciones que se le deben dar al interior de una misma sociedad. No es lo mismo ser joven en barrio urbano marginal que en pleno centro de la gran ciudad, o vivir en una comuna de 3000 habitantes o en una gran metrópoli. Las costumbres y los estilos de vida se imbrican en esta definición y nos lleva a identificar cientos de maneras de ser joven, diferentes entre sí, que van cambiando según los espacios y los tiempos.
Por tanto, intentando romper con una visión sesgada, es indispensable comenzar a interpelar algunas de las estructuras que han cimentado en nuestras vidas para volver a crear otras que los vean como ciudadanos activos, personas trabajadoras o sujetos políticos. Esto nos permitirá reconocer en ellos las singularidades y las particularidades de sus historias personales.
También es común notar que algunos adultos se refieren al joven desde un lugar adultocéntrico, verticalista, bajo una relación asimétrica. Se establecen como punto de referencia del “deber ser” al que los más jóvenes deberían alcanzar. Cientos de ejemplos en las costumbres cotidianas los ubican en una escala de menor jerarquía; mirada, propia de muchos, que los desprecia y los desvaloriza como sujetos activos de la sociedad.
Muchas de las frases y menciones que hacemos respecto de la juventud encierran ciertos prejuicios que deberían evitarse, como por ejemplo “cuando sea adulto se le van a terminar estas ideas raras”, o “ya vas a poder decidir vos cuando seas grande”, postura que se construye en función de los aspectos normativos esperados.
Pero lo más grave es asimilar a la adolescencia como universal y homogénea, cuando afirmamos “los adolescentes son todos iguales”. O como estigma, al decir “el problema son los jóvenes” o “la juventud está perdida”, partiendo de la idea de que son un problema para la sociedad.
Esta visión también es común en la escuela, una institución desde donde, generalmente, se mira a los adolescentes con una mirada cristalizada y donde cuesta que se contemple su historia biográfica o se reconozca la singularidad.
En cuanto a las familias, muchas de ellas intentan acompañar a los adolescentes en esta etapa, pero la educación en casa suele oscilar entre dos extremos: el autoritarismo o el laissez faire, es decir, la rigidez que caracterizó su propia crianza o el permiso absoluto a que el menor tome todas las decisiones de su vida. Entonces, los padres, por miedo a no repetir costumbres despóticas que marcaron su historia, dejan que el péndulo recaiga en la permisividad absoluta sin acompañamiento parental.
La serie pide a gritos que cada adulto cumpla su rol. Reclama que el padre, la madre, la directora de escuela y el policía armen el rompecabezas, pero no el del esclarecimiento del crimen, sino el que configura la comprensión del entramado adolescente.
Frente a un hecho trágico y conmovedor para todos, los mayores no pueden hacerse cargo de la situación. Mientras el detective camina por los pasillos de la institución escolar diciendo “parece un corral”, la directora, frente a la dispersión de los estudiantes, promete repartir castigos y el profesor de historia sostiene que “estos chicos son imposibles”, como si no pudieran oír lo que estaba atravesando a los adolescentes de esa escuela. Asimismo, en la familia referida hay cierta dificultad para reconocer el problema, para reflexionar sobre su dinámica interna y hacerse cargo de una situación que los ha dejado atónitos.
Es de destacar que, en la miniserie, las redes sociales cobran gran fuerza de análisis, con énfasis en las masculinidades y mucho material para considerar y procesar. Se ve claramente cuánto falta por hacer aún.
“Deberíamos haberlo visto” reza el padre casi al final. Y, más que culpa, creo que siente el peso de la responsabilidad por no haber podido educar.
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