Vivimos en un mundo tan complejo que podemos verlo como un cubo Rubik: impredecible, intrincado y lleno de variables que interactúan entre sí. Esta analogía me resultó tan interesante que decidí investigar un poco más sobre este icónico rompecabezas: tiene 43 quintillones de combinaciones posibles, que, para quienes no tienen idea de la magnitud de este número, representa un 43 seguido de 18 ceros. Sin embargo, lo fascinante es que, pese a la inmensidad de combinaciones posibles, resolverlo requiere 20 movimientos o menos. Esta conclusión fue alcanzada en 2010 por científicos y potentes algoritmos computacionales.
Eso refleja muy bien el nivel de incertidumbre y desafío que define el entorno actual y de nuestras organizaciones. Los líderes nos enfrentamos a la difícil tarea de lidiar con un contexto de extrema complejidad, pero al mismo tiempo tenemos la capacidad de desglosarlas y convertirlas en soluciones claras y efectivas.
El cubo Rubik no solo representa las múltiples alternativas que enfrentamos, sino que también nos recuerda algo crucial: cada movimiento afecta todas sus caras. En otras palabras, las decisiones que tomamos diariamente en nuestras organizaciones tienen impactos sistémicos, incluso en áreas que muchas veces no podemos prever.
Tal como sucede con el cubo, donde no vemos todas las caras a la vez, pero sabemos que cada movimiento impacta en partes que permanecen fuera de nuestra vista, el liderazgo moderno demanda una visión integral: la capacidad de mirar más allá de lo inmediato y prever cómo cada acción puede desencadenar efectos en distintos niveles.
Aquí viene el punto más interesante. ¿Qué pasa si uniformamos el cubo Rubik, es decir, si pegamos stickers del mismo color en cada cuadrado? Las posibilidades de resolverlo disminuyen drásticamente casi al infinito. El mismo permanecería, en la práctica, sin resolver por tiempo indefinido.
Para abordar la complejidad de un cubo, cada pieza del rompecabezas debe tener un único color. Este principio puede trasladarse al ámbito organizacional. Muchas veces pensamos que hablar de diversidad e inclusión se reduce a cumplir con cupos o implementar programas específicos. Sin embargo, cuando las culturas corporativas promueven una forma de pensar homogénea o ignoran el talento de grupos diversos, como las personas con discapacidad, perdemos las perspectivas únicas que impulsan soluciones creativas y efectivas. Es como si la organización cubriera a cada individuo con una etiqueta uniforme. ¿El resultado? La diversidad desaparece, la complejidad se vuelve inmanejable y, eventualmente, el sistema colapsa.
No nos engañemos: la diversidad no es la romántica idea de una organización donde todos sonríen, se escuchan y colaboran en perfecta armonía. La diversidad es incómoda, ya que implica lidiar con conflictos, perspectivas opuestas y desacuerdos. Pero también es la única manera de encontrar soluciones disruptivas en un mundo tan complejo.
La verdadera inclusión no solo se trata de contratar personas diversas, sino de crear espacios donde esas diferencias se valoren, se integren y se utilicen como ventaja competitiva. Como líderes, necesitamos ser capaces de administrar esa diversidad, construir consensos y alinear voluntades en medio de la complejidad.
Liderar en diversidad significa abrazar las diferencias, incluso cuando generan tensión. Es construir equipos que, lejos de ser homogéneos, aprovechen cada color, cada idea y cada experiencia para resolver estos desafíos del mercado laboral actual.