En el umbral de un cambio histórico que atestiguamos de lleno en este primer cuarto del siglo XXI, prevalece una presencia protagónica en el horizonte de los avances tecnológicos, y encalla directamente en lo que conocemos como Inteligencia Artificial (IA).
Una serie de preguntas y respuestas al respecto engranan en Maniac, una trilogía del escritor chileno Benjamín Labatut, a partir de cuyas páginas podemos conjeturar: ¿Qué es la Inteligencia Artificial? ¿Cómo surge? ¿Qué coordenadas históricas podemos considerar para su aparición y desarrollo? ¿Qué nombres y disciplinas se vinculan con su surgimiento?
Benjamín Labatut (Países Bajos, 1980) vive en Chile y se admite chileno, aunque con pasaporte italiano y apellido francés. Es autor de los libros La Antártica empieza aquí, su primer libro de cuentos, y Después de la luz, una serie de notas científicas, filosóficas e históricas. También ha publicado La piedra de la locura y Un verdor terrible, libro de relatos por el que ha ganado varios premios, y que coincide con el tríptico Maniac en cuestiones como la indagación en los límites de la razón y de la ciencia, la locura en genios matemáticos, o los linderos de lo extraño, y sin duda satisface una obsesión del autor —evidentemente—, pero también del lector, ya que permite ahondar en el conocimiento e indagar en la (i)lógica del universo.
La primera parte de la trilogía de Maniac es “Paul o El descubrimiento de lo irracional”, que es la parte más corta del libro, en la que el autor narra la historia del físico austriaco Paul Ehrenfest, y la tragedia ocurrida en la madrugada —o al mediodía, pues al parecer hay una inconsistencia en la narración— del 25 de septiembre de 1933, tras un disparo en el que perecieron su hijo Vassily y él, por su propia mano.
Esta parte narra la vida de Ehrenfest al lado de su esposa, la también matemática Tatyana Alexeievna Afanásieva, su vida atormentada, al igual que la de su maestro Ludwig Boltzmann —que como Ehrenfest, también padecía ataques de manía y depresión—, y su amorío con Nelly Posthumus Meyjes, y con ella su descubrimiento de lo irracional y la ausencia de armonía en el mundo.
La manía expresada por Ehrenfest es un hilo conductor que también aparece en otros personajes de gran inteligencia y genialidad que protagonizan las tres historias, y que ciertamente está vinculada a un significado implícito en el título del libro: Maniac, de manera tácita, también resulta un título polisémico.
La figura de Paul Ehrenfest está vinculada con la de Albert Einstein a partir de una amistad muy cercana, tal como se trasluce en varios episodios, como una carta que envía aquél a éste, y que bien podría ser un vaticinio de lo que ocurre en el libro, y por ende en la historia misma de las décadas siguientes: “La razón hoy está desvinculada de los aspectos más profundos y fundamentales de nuestra psique, y temo que nos arrastrará hacia delante por el hocico, como a una mula borracha”.
Interesantes fenómenos de la física, como es la turbulencia, se van devanando en esta historia, acerca de la cual Ehrenfest realizaría por ejemplo una investigación para encontrar “una solución al comportamiento irracional e impredecible de la turbulencia, una ley escondida tras su radical aleatoriedad”.
Por otra parte, la muerte de Ehrenfest —impulsada por su idea de que la ciencia habría sido corrompida por el mismo germen que diera origen al nazismo—, remite a la del escritor, también austriaco, Stefan Zweig, tanto por la época como por el motivo de su muerte, como cuando nos relata Labatut que su protagonista escribió en una carta: “¿Qué pasaría si un grupo de eminentes académicos y artistas judíos se suicidaran de forma colectiva, sin emitir demandas ni hacer ninguna demostración de odio, para aguijonear la conciencia alemana?”
La segunda parte de Maniac, que se sostiene sobre obsesiones similares, se titula “John o Los delirios de la razón”, y es la historia más extensa del libro. Está dividida en tres partes: “Los límites de la lógica”, “El delicado equilibrio del terror” y “Fantasmas en la máquina”. Estas tres partes están subdivididas a su vez en 22 subcapítulos en total, cada uno de ellos narrado en primera persona por distintos personajes de la vida de John von Neumann. Es por ello que se trata en gran medida de un recurso literario construido en un caleidoscopio de voces a partir de las cuales Labatut va narrando, desde distintas perspectivas, una misma historia con muy distintos matices, y que se adentra, como lo señala el epígrafe del capítulo, firmado por Adam Curtis, en “una investigación de las leyes del pensamiento”.
Considerado —por otros dos epígrafes— como “el ser humano más inteligente del siglo XX”, y “un extraterrestre entre nosotros”, Neumann János Lajos —conocido también como John von Neumman, Jancsi von Neumann, etc.— protagoniza esta segunda historia de Maniac, desde su nacimiento después de la Navidad de 1903, hasta su muerte en 1957.
Labatut narra en esta parte la historia de este matemático judío que emigró de Hungría a Estados Unidos en 1937, “el mismo que creó la primera computadora moderna, las bases matemáticas de la mecánica cuántica, la teoría de los juegos y del comportamiento económico y las ecuaciones para la implosión de la bomba atómica, el profeta que anunció la llegada de la inteligencia artificial, las máquinas autorreplicantes, la vida digital y la singularidad tecnológica”.
La primera parte de este capítulo inicia con la voz de Eugene Wigner, amigo muy cercano de John von Neumman, quien conociera su vida familiar de cerca, y los prodigios que atestiguaran respetados matemáticos en torno a von Neumann, así como un halo en el que convergían lo siniestro y una inteligencia deslumbrante. Le siguen las perspectivas de Margit Kann —su madre—, Nicholas Augustus —su hermano—, Mariette Kövesi —su primera esposa—, George Pólya —su profesor—, Klára Dan —su segunda esposa— Marina von Neumann —su hija—, entre muchos más.
Estas voces remiten a numerosos personajes relevantes de la época, como el poeta T. S. Eliot, a quien describe Klára Dan a partir de una visita de dos meses que el poeta hizo a ella y a von Neumann. Klára Dan también describe a Eugene Wigner, por ejemplo, dando el contrapunto a la perspectiva de éste acerca de ella, y también acerca del propio Einstein, una vez más: “Albert tenía otras capacidades (…) su visión era más honda, sus ideas eran más profundas, y al menos según mi punto de vista, también más humanas e iluminadas (…). Su mayor desacuerdo fue sobre la bomba. Albert era una paloma, la cabeza no oficial del movimiento de desarme, mientras que Johnny era un halcón (…). Mi querido esposo fue el autor de una de las ideas más diabólicas en la historia de la humanidad, tan peligrosa y cínica que es un verdadero milagro que hayamos sobrevivido”.
El pensamiento de geniales matemáticos como Georg Cantor —que desarrolló la teoría de conjuntos y de la expansión del infinito— están enhebrados frecuentemente en estas páginas con episodios de manía y profunda depresión, tal como los tendría el mismo von Neumann, que según el subcapítulo narrado en la voz de uno de sus maestros, habría desarrollado “una compulsión monomaniaca por la lógica y los sistemas formales”, a la que también vinculaba una “inteligencia siniestra” con una pulsión por “comprender el fundamento de nuestro universo”.
La obra de Cantor impulsaría, según Labatut, el desarrollo de postulados de gran envergadura como el de Bertrand Russell, acerca de la teoría de conjuntos, que apuntaba a la formulación de la lógica a partir de un tratado de 762 páginas, Principia Mathematica, que sin duda remite al Tractatus de Ludwig Wittgenstein, quien es nombrado en un capítulo posterior narrado por Eugene Wigner, que apunta a “las nuevas teorías que Wittgenstein había propuesto en lingüística y, por supuesto, la crisis de los fundamentos de las matemáticas”.
Wigner se refiere también al matemático austriaco Kurt Gödel, quien descubriría, incluso en contraposición a la genialidad de von Neumann, “lo que parecía ser un límite ontológico más allá del cual no se podía pensar (…) una revelación trascendental, algo que apunta hacia los límites del conocimiento humano”. Esta referencia a Gödel se vincula con su decadencia mental, “pero casi todo el mundo coincide en que su forma particular de paranoia no fue solo la causa de su desgracia, sino también la fuente de sus increíbles descubrimientos”.
Esta es una cuestión interesante en las tres partes del libro, cuando el autor señala —bajo la identidad de Wigner, al referirse a Gödel—, que “la paranoia es una lógica salida de control”, y que el matemático “estaba convencido de que todo aquello que consideramos aleatorio e irracional responde a un orden oculto que no logramos ver debido a nuestra perspectiva limitada”. Es como si la locura y la genialidad —o bien la paranoia y la lógica— convergieran en una esquina de la realidad.
El segundo subcapítulo de esta parte del libro aborda el aspecto medular de la historia de von Neumann: su trabajo en Los Álamos, la física nuclear, la construcción de la bomba nuclear, y por supuesto la historia de algunos protagonistas de ese episodio histórico, como Robert Oppenheimer, el mismo Eugene Wigner o Richard Feynman —cuya voz dirige dos subcapítulos en los cuales Labatut describe el contexto y la participación de von Neumann en la construcción de la bomba y el momento álgido de tintes apocalípticos: “Hubo quienes nos quedamos en silencio, incluso algunos rezaban mientras veíamos esa nube ominosa colgando encima de nosotros, ascendiendo al cielo como un hongo de la muerte, con toda esa radiactividad en su interior, brillando púrpura y extraterrestre, subiendo más y más hacia la estratosfera, mientras un trueno terrorífico producto de la onda de choque rebotaba a lo largo de las montañas y hacía eco una y otra vez, una y otra vez, como si fuese el tañido de una campana anunciando el fin del mundo”.
Ese episodio es narrado a partir de varias voces, como la de Eugene Wigner: “lo que nos atrajo de forma irremediable, lo que nos convenció de fabricar esas armas, no fue el deseo de poder, o el ansia de fama, dinero o gloria, sino el goce indescriptible de llevar a cabo esa ciencia, una emoción que bordeaba el éxtasis. Fue irresistible. Los niveles de presión y temperatura creados por la reacción en cadena, la colosal liberación de energía, esa física tan extraña y esotérica… no se parecían a nada que hubiésemos presenciado antes (…) fue la euforia de pensar lo impensable y de conquistar lo imposible, superando todos los límites humanos al quemar el regalo de Prometeo hasta su máxima incandescencia”.
Estas voces, pues, convergen para mostrar la participación de von Neumann en la construcción de la bomba atómica, que sin embargo apuntaría incluso más alto, más allá, como cuando dice a una de sus esposas: “Yo estoy pensando en algo mucho más importante que las bombas, querida mía. Estoy pensando en las computadoras”.
Y sí, Labatut nos narra el compromiso explícito de von Neumann con el ejército de Estados Unidos, en 1946, de construir “una poderosa computadora que pudiera realizar los cálculos para la creación de la bomba de hidrógeno”. Es entonces cuando, en voz de Julian Bigelow —ingeniero que trabajó con von Neumann—, surge ENIAC, el “Computador e Integrador Numérico Electrónico”, el “primer computador digital de propósito general del mundo. Un verdadero leviatán”, “el descubrimiento más importante del siglo XX”. Este invento sería finalmente llamado Mathematical Analyzer Numerical Integrator and Computer, también conocido como MANIAC por sus siglas en inglés, y que a pesar de —o debido a— su portento, eventualmente sería apagado por el mismo Bigelow en 1958.
MANIAC aparece justo en el centro del libro, y su primera tarea asignada por John von Neumann, en el verano de 1951, fue introducir una operación de cálculo termonuclear durante dos meses, tarea que desemboca con la palabra “Sí”. Siglas de igual envergadura que surgen a la par que MANIAC, son las correspondientes a MAD, abreviatura de Mutually Assured Destruction —Destrucción Mutua Asegurada, a partir de armas letales de alto poder que podían causar el fin del mundo, y cuyos conceptos, derivados de von Neumann y Oskar Morgenstern, serían establecidos en la Teoría de los juegos y del comportamiento económico.
Según otro subcapítulo narrado por Richard Feynman, la MANIAC sería la primera computadora que venció a un ser humano. Y también, según él, Oppenheimer era muy especial, “más grandilocuente y brillante que cualquiera que haya conocido. Aunque todos sus esfuerzos fueron en vano. Es difícil de explicar, pero esas criaturas horripilantes, esas creaciones que exceden lo humano, parecen tener voluntad propia, como si respondieran a una potestad mayor que la nuestra, una extraña forma de la fatalidad tan misteriosa y ajena a nuestro control”.
La operación desembocó, siguiendo con Feynman, en un aparato “tan grande que más que un explosivo parecía una fábrica. Estaba contenido dentro de un hangar en la isla Elugelab, la cual quedó reducida a polvo en menos de un segundo. Desapareció de la faz de la Tierra junto a ochenta millones de toneladas de coral, reemplazadas por un cráter con una profundidad de diecisiete pisos, ‘suficientemente grande para contener catorce edificios del tamaño del Pentágono’, según uno de los informes oficiales (…) algo abominable había ocurrido”, tanto así que Eisenhower habría dicho que “No había ninguna necesidad de construir un poder tan demoledor como para destruirlo todo. La aniquilación total es la negación de la paz”.
Estos subcapítulos de la parte central de Maniac van argumentando, en una exposición polifónica, hechos que sientan bases inamovibles a una historia ya escrita, como es el hecho de que “las bombas de hidrógeno cobraron vida en el interior de los circuitos digitales de una computadora antes de estallar en nuestro mundo”, o que “habría sido casi imposible crear armas termonucleares sin la máquina de von Neumann. El destino de esa computadora estuvo atado a ellas desde su inicio”. Esto es en gran medida porque la carrera armamentista financió a von Neumann para la construcción de la MANIAC, y luego, en un círculo nada virtuoso, esa máquina dio la pauta para la fabricación de las bombas.
Otro de los capítulos da la pauta para reflexionar en lo aterrador que resulta el funcionamiento de la ciencia: “la invención más creativa de la humanidad surgió exactamente al mismo tiempo que la más destructiva”. O bien, que una buena parte “de la civilización que hoy habitamos, con avances tecnológicos que rivalizan incluso con el poder de los dioses, fue solo posible gracias a la monomanía de un hombre, y a la necesidad de construir computadoras electrónicas para calcular si una bomba de fusión iba a explotar”.
La segunda tarea que recibió la MANIAC por parte de von Neumann, capitaneada por Nils Aall Barricelli, “fue crear un nuevo tipo de vida”, cuestión enfatizada por un epígrafe al inicio de la tercera parte de este segundo capítulo, y en palabras del mismo von Neumann: “Insistes en que hay cosas que las máquinas no pueden hacer. Si tú me dices exactamente qué es lo que no pueden hacer, yo siempre seré capaz de construir una máquina que haga exactamente eso”.
En un subcapítulo cuya narración es atribuida a Julian Bigelow, el autor describe a Barricelli, sus ideas radicales, su creencia en la simbiogénesis, a partir de sus ideas como biólogo matemático y genetista viral, quien creía que los números podían adquirir vida propia. Esta es una parte medular del trabajo de von Neumann, y de las tesis tácitas de Maniac, que van introduciéndose en la posiblidad biológica de una nueva vida, autónoma, para la Inteligencia Artificial.
Un subcapítulo narrado por Syndey Brenner, describe “una pequeña máquina que copia partes del ADN y luego las lleva hasta una estructura que utiliza esa información para construir proteínas, los componentes básicos de la vida”; refiere también a un artículo de von Neumann que establece “leyes lógicas detrás de todos los modos de autorreplicación, sean biológicos, mecánicos o digitales”. En ese contexto, pregunta: “¿Somos responsables de las cosas que inventamos”? ¿Estamos atados a ellas por la misma cadena que parece vincular todas las acciones humanas?” —tal vez habría que revisar nuevamente la historia de Frankenstein, argüiría algún lector.
Y también ahí está plasmado que, “En la misma época en que von Neumann se enamoró de la biología y la autorreplicación, Alan Turing empezó a explorar la posibilidad de dar vida a una inteligencia no humana. En su artículo “Maquinaria computacional e inteligencia”, describió un método de aprendizaje que involucraba mutaciones (voluntarias o aleatorias) a un programa computacional”.
El subcapítulo narrado por Nils Aal Barricelli refiere a una “realidad salvaje que la lógica no puede domar, y que se ríe de los venerables principios que los científicos sostienen contra sus pechos con tanta fuerza para resguardar sus cobardes corazones: la vida digital”. Nos habla de una fuerza con gran potencia, ya presente, y con la capacidad de crecer hasta cubrir el universo entero. Barricelli habla de mutaciones, simbiosis, morfogénesis, y ciertos presagios de entornos y ecosistemas digitales por venir.
En voz de Eugene Wigner, von Neumann dejó inconclusa su obra más ambiciosa, si bien trabajó en ella hasta el final de su vida, y trató de desarrollar una plataforma autorreplicable que incluyera a la biología, la tecnología, y la computación, que fuera aplicable a todo tipo de vida, y que llamó la “Teoría de los autómatas autorreplicantes”.
John von Neumann murió el 8 de febrero de 1957, pero antes de morir, según los últimos epígrafes de la segunda parte del libro, afirmaría que, para que una computadora comenzara a pensar y comportarse como ser humano, “tendría que crecer, no ser construida”, “tendría que dominar el lenguaje, para leer, escribir y hablar”, y “tendría que jugar, como un niño”.
Y es esta última sentencia la que sirve de puente para Labatut en el desarrollo de la tercera y última parte del libro: “Lee o Los delirios de la inteligencia artificial”, que se centra en el juego del Go y y su invento por parte del emperador Yao, dirigido a su hijo Danzhu, en la creación de un “modelo a escala del infinito”. Esta parte ahonda en concreto en la historia de Lee Sedol, maestro de Go 9.º dan, “el único ser humano que ha vencido a un sistema avanzado de inteligencia artificial durante un torneo profesional”.
Esta última parte, dividida en nueve subcapítulos, un prólogo y un epílogo, describe la personalidad de Lee Sedol (Corea del Sur, 1983), su trayectoria que a los treinta y tres años le había llevado a la cima, al ganar el segundo mayor número de títulos internacionales en cuanto al Go, y que durante más de una década dominara el contexto mundial del juego; todo ello para desembocar en el desafío que enfrentó en 2016, para jugar un campeonato de cinco partidas frente a AlphaGo, una entidad de Inteligencia Artificial creada por el equipo DeepMind de Google.
Labatut narra también la historia de Demis Hassabis (Londres, 1976), creador de AlphaGo, inglés considerado un prodigio desde su infancia, “poseído por una energía maniaca infatigable” —que nos introduce nuevamente en la polisemia del título del libro—, y que creó su primer programa de inteligencia artificial cuando tenía once años, luego creó “Theme Park” un juego que tuvo gran demanda, antes de entrar a estudiar en Cambridge. Posteriormente fundó una empresa de videojuegos conocida como “Elixir”.
Según Labatut, Hassabis habría estudiado, como candidato a doctorado en neurociencia cognitiva en el University College de Londres, dos manuscritos inconclusos de von Neumann, lo que le llevó a establecer un análisis de los vínculos entre memoria e imaginación: “Mi trabajo investigaba la imaginación como proceso. Quería saber cómo nosotros, los seres humanos, visualizamos el futuro, y luego ver qué es lo que los computadores venideros podrán conjurar”.
En 2010, Hassabis fundó DeepMind, al lado de Shane Legg y Mustafa Suleyman, empresa que tendría el objetivo de “crear la inteligencia artificial general y luego usarla para resolver todo lo demás”.
Deep Blue, de IBM, habría derrotado a Garry Kasparov al final del siglo XX —un episodio narrado cuidadosamente en torno al retiro en 2005 del campeón ruso, de nacionalidad croata desde 2014—, aun siendo el mejor jugador del mundo, lo cual implicaba cierto interés público en torno a los esfuerzos de DeepMind, pero hasta que se unieron Peter Thiel, cofundador de PayPal, y luego, en 2014, Elon Musk de Tesla y Jaan Tallinn de Skype, es que zarpó el buque de DeepMind, que se afianzó aún más cuando Google la adquirió por más de 600 millones de dólares, dejando las decisiones creativas a los fundadores.
DeepMind se enfocó en el Go, “el juego más antiguo de la humanidad, y el más estudiado de todos”, cuya “complejidad descomunal hace que el método de fuerza bruta sea inviable (…), tras los dos primeros movimientos del ajedrez existen cuatrocientos intercambios posibles”, mientras que “en el Go hay casi ciento treinta mil”, y el número de jugadas posibles daría una cifra tan grande que, para escribirla de forma decimal, “necesitaríamos más espacio del que hay disponible en todo el universo”.
Labatut describe a profundidad las cinco partidas que conformaron el desafío que aceptó Lee Sedol para enfrentarse a AlphaGo. El gran campeón, imbatible, displicente incluso frente a sus adversarios, desde el inicio de la primera partida enfrentó un embate que le llevó a una primera derrota abrumadora, a la que le seguiría una segunda derrota en la cual se manifestó, a través de AlphaGo, una inteligencia ominosa e incomprensible, que el autor detalla así: “Cuando los historiadores del futuro observen nuestra época y traten de encontrar el primer destello de la inteligencia artificial, es muy posible que lo hallen en una jugada de la segunda partida entre Lee Sedol y AlphaGo, que tuvo lugar el 10 de marzo de 2016: el movimiento 37″: “un golpe de genio”, que llevó a Lee Sedol a capitular nuevamente, ante una jugada que sólo uno entre diez mil jugadores de Go habría considerado.
Ese movimiento 37, DeepMind aceptaría no haberlo incluido en la memoria de AlphaGo —cuyos movimientos eran autónomos, sin directiva humana—; ¿quizá se trató de una especie de lógica desarrollada por el programa de manera autónoma? Sería una pregunta que atribularía a propios y extraños al libro.
Lo que arguye Labatut es que “AlphaGo estaba basado en el aprendizaje por refuerzo y en su capacidad de aprender jugando por cuenta propia, lo que significaba que, en esencia, era casi un autodidacta, pues se había enseñado a sí mismo a jugar”, luego de aprender a imitar al ser humano, por supuesto, para vencerlo en todas las potenciales posibilidades.
Tras el resultado de los enfrentamientos con Lee Sedol, DeepMind resaltó el sentido común, o “red de políticas” que utilizó AlphaGo, también se refirió a una “red de valor”, que daría nombre a una base de datos que dio la oportunidad a DeepMind de entrenar una red “neuronal”, lo cual le permitió, a partir de millones y millones de partidas contra sí mismo, encontrar un incomprensible modo de juego y estrategia radical imbatible, hasta perfilar “un porvenir que inspira terror y esperanza”.
Eppur si muove —”y sin embargo se mueve”—, la famosa sentencia atribuida históricamente a Galileo Galilei, reverbera hacia el antepenúltimo subcapítulo del libro, justo cuando, a los once minutos de que terminara su tiempo, Lee Sedol propinara “El dedo de Dios”, “una jugada de los dioses”, en un momento en que su derrota pareciera inminente frente a AlphaGo en la cuarta de las cinco partidas.
La piedra 78 rompió la fortificación de la computadora, tan genial, o incluso más, que el movimiento 37 de AlphaGo en la tercera partida. El movimiento, tan divino que descolocó definitivamente a la máquina en ese partido, llevó a Lee Sedol a la victoria de esa partida, y a AlphaGo a un delirante desconcierto, e incluso a la locura, así como condujo a la humanidad a una esperanza fincada en una jugada divina con tintes sobrenaturales.
Si bien ganó con un apabullante vitoreo la cuarta partida, Lee Sedol se rindió en la quinta y última, a pesar de que se trató de un enfrentamiento de más de cinco horas, con 280 movimientos, y prácticamente un empate en el cual AlphaGo le superó por sólo dos puntos y medio. Aunque Sedol perdió cuatro de las cinco partidas que conformaban el juego, el movimiento genial de su piedra 78 en la cuarta le llevó a ganar no sólo ese enfrentamiento, sino que le reivindicó frente al mundo, y trajo con ello un alivio generalizado, cual vindicación de la inteligencia humana frente a las máquinas.
Sedol recordaría así este final: “…la gente sintió miedo y desamparo. Parecía que nosotros los seres humanos éramos tan frágiles, tan débiles. Y esa victoria significó que aún podíamos defendernos, podíamos dar batalla. Con el paso del tiempo, será más y más difícil vencer a la inteligencia artificial. Pero ganar esa única partida… fue suficiente. Una vez fue suficiente”.
Labatut describe ese momento como “un verdadero milagro, un instante hermoso y singular que jamás habría que olvidar (…). Al enfrentarse, Lee y la máquina habían superado los límites del Go, creando una belleza nueva, un raro fulgor que obedece a una lógica más poderosa que la razón, y que pronto iluminará zonas insospechadas del mundo y de nosotros mismos”.
Lee Sedol encarnaría en estas partidas la presión de representar al género humano en un enfrentamiento directo contra la inteligencia artificial, a lo cual arguyó: “Creo que aún hay mucho que los seres humanos pueden hacer contra la inteligencia artificial”. También mencionaría, ya cerca de su retiro definitivo: “Con la llegada de la inteligencia artificial, el concepto mismo del Go ha cambiado. Es una fuerza devastadora. AlphaGo no me venció, me destruyó (…). Incluso si me convirtiera en el mejor jugador de toda la historia, existe una entidad a la que no es posible derrotar”.
En el epílogo de esta última parte de Maniac, Labatut nos habla de una nueva inteligencia artificial que se desarrollaría más allá de la experiencia humana, aprendiendo de jugar contra sí misma, y que evolucionaría hasta ser una entidad poderosa que ganaría en el Go, el ajedrez y el shogi, conocida como AlphaZero.
En sus tres partes, Maniac nos lleva por los entresijos de la inteligencia humana, que cual Fausto, se encontrara hipnotizada por un Mefistófeles creado por ella misma. Maniac ahonda en las capacidades llevadas a los límites de los genios que rayan en una locura deslumbrada, que supera con creces las capacidades de sus pares, y que les impulsa a la creación desaforada de potencias inabarcables, que finalmente cobran una vida propia que supera necesariamente al género humano, de tan descomunales.
Este tríptico nos lleva a recorrer, con bases históricas y científicas, los caminos de la genialidad en el ámbito de las matemáticas y sus umbrales hacia la segunda mitad del siglo XX; la creación de la primera computadora moderna, las bases matemáticas de la mecánica cuántica, los procesos para la implosión de la bomba atómica, el vaticinio de la vida digital y la inteligencia artificial. Pero sobre todo, nos introduce en una reflexión acerca de los límites de la inteligencia humana, y su obsesiva pulsión desmedida por pergeñar el más bello y poderoso fuego de Prometeo, sin anticipar las pesadillas en torno a un potencial incendio del futuro.
SEMBLANZA:
* María Vázquez Valdez. Poeta, editora, periodista y traductora mexicana. Autora de once libros publicados, entre los cuales se encuentran los poemarios Caldero, Estancias, Kawsay, la llama de la selva, y Geómetra. También es autora de Voces desdobladas / Unfolded voices (libro bilingüe de entrevistas a mujeres poetas de México y Estados Unidos, 2004), Estaciones del albatros (ensayos, 2008), y de cinco libros para niños y jóvenes.
Doctora en Teoría Crítica, maestra en Diseño y Producción Editorial, y licenciada en Periodismo y Comunicación. Ha traducido varios libros del inglés al español, y ha recibido becas y apoyos del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca), del Fideicomiso para la Cultura México-Estados Unidos y de la Secretaría de Cultura de México.
En distintas etapas, colaboradora en diversos medios, entre ellos las revistas Mira y Memoria de la CDMX; los periódicos Tiempo (San Cristóbal de las Casas), El Nuevo Mexicano (Santa Fe, Nuevo México), La Opinión (Los Ángeles, California), y el colectivo Bedröhte Volker, de Viena, Austria.
Ha sido parte del equipo editorial de la Academia Mexicana de la Lengua, y de diversos medios, entre ellos la revista GMPX de Greenpeace y la Editorial Santillana. Fue jefa de publicaciones de la Unión de Universidades de América Latina (udual), cofundadora y directora editorial de la revista Arcilla Roja, miembro del consejo editorial de la revista de poesía Alforja desde su fundación, y directora de la Biblioteca Legislativa y de la Biblioteca General del H. Congreso de la Unión.