
Sus posicionamientos políticos en la Argentina de finales del siglo XIX los ubicaron en veredas enfrentadas. Por un lado, Luis Sáenz Peña, representante del régimen político conservador consolidado a partir de 1880. Por el otro, Hipólito Yrigoyen, uno de los fundadores de la Unión Cívica Radical, fuerza política cuyas banderas eran, precisamente, el cuestionamiento radical del sistema imperante.
Tuvieron, no obstante, características compartidas: ambos llegaron a la presidencia de la República ya entrados en años -sobre todo teniendo en cuenta el promedio de expectativa de vida de la época- y fueron patriotas que amaron sinceramente al país y aceptaron los desafíos que se les presentaron, y una vida de entrega por causas que entendían superiores.

Luis Sáenz Peña nació en Buenos Aires el 2 de abril de 1822 en el seno de una familia tradicional del patriciado porteño, hijo del matrimonio formado por Roque Julián y María Luisa Dávila. En 1848, en pleno gobierno de Juan Manuel de Rosas, contrajo matrimonio con Cipriana Lahitte.
Sáenz Peña obtuvo el título de abogado por la Universidad de Buenos Aires y abrazó la política militando en el Partido Autonomista Nacional (PAN), siendo diputado y senador. La crisis de 1890, incluida la revolución de julio de ese año que vio surgir a los radicales como actores políticos de consideración y la renuncia a la Presidencia de Miguel Juárez Celman, fue contemporánea al nombramiento de Luis Sáenz Peña como ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, hecho que podía entenderse como coronación exitosa de una carrera dedicada a la abogacía y la política.

Sin embargo, el destino le tenía preparado otro desafío. El sorpresivo surgimiento del radicalismo como opción electoral para los comicios presidenciales de 1892 forzó un entendimiento entre dos de los hombres fuertes de la política del momento: Julio Argentino Roca y Bartolomé Mitre, quienes dejando de lado sus mutuos recelos, acordaron ofrecer la candidatura presidencial por el PAN al ya anciano Luis Sáenz Peña, personalidad respetada por todos los sectores sociales.
Tras convencerlo de que era el único en condiciones de encauzar la situación (aún convulsionada por la crisis financiera y política iniciada en 1890) y apelando a su sentido del deber y patriotismo innato, lograron que don Luis dejara la comodidad de la Corte y se postulara para la presidencia, tomando posesión del mando el 12 de octubre de 1892.
Una curiosidad que habla de los códigos familiares y políticos de aquellas épocas lejanas: el que también tenía apetencias presidenciales era el hijo de don Luis, Roque Sáenz Peña. Incluso había lanzado su propia candidatura. Pero la sorpresiva aparición de la figura paterna lo obligó a declinar la suya. El tiempo le daría revancha, llegando don Roque a la primera magistratura en 1910.

Pese a su voluntad y patriotismo, Luis Sáenz Peña no pudo soportar las presiones sobre su gobierno. Por un lado, los ministerios eran manejados tanto por Roca como por Mitre, dándose situaciones -algunos ministros consultaban con ellos en vez de hacerlo con el presidente- que deterioraban la investidura propia del cargo. Por el otro, los radicales, entusiasmados con el apoyo popular a su causa, no se resignaban a ser espectadores pasivos y se levantaron en armas en 1893 poniendo en jaque al gobierno.
Cansado por estas circunstancias, Luis Sáenz Peña presentó la renuncia al cargo en 1895. Falleció en Buenos Aires en 1907, a los 85 años, edad muy avanzada para la época y fue sepultado en la bóveda familiar en el cementerio de La Recoleta.
Juan Hipólito del Sagrado Corazón de Jesús Yrigoyen había nacido en Buenos Aires el 12 de julio de 1852 y durante su vida alternó el ejercicio de la docencia con la militancia política, fundamentalmente acompañando a su tío materno, Leando Alem en lo que comenzó como Unión Cívica para convertirse poco después en Unión Cívica Radical, partido de cuyo liderazgo se haría cargo tras el suicidio de Alem en 1896.

En su azarosa vida también destaca el haber sido propietario rural y comisario del barrio de Balvanera. Era desprendido desde el punto de vista material, donando en muchas ocasiones partes de sus ingresos para ayudar a personas necesitadas. Su vida sentimental nos da cuenta de varias relaciones amorosas pero jamás contrajo matrimonio, detalle inusual en la época. Acaso su carácter y temperamento tuviesen algo que ver con ello. Se lo apodaba cariñosamente “El Peludo” en alusión al huidizo animal de nuestras pampas. Él mismo dirá más tarde que el ser consciente del compromiso de vida que implicaba la lucha política tornaba imposible pensar en formar una familia a la cual dedicarle tiempo y responsabilidad.
Otra curiosidad de nuestra historia política: los cuestionamientos radicales sobre la corrupción inherente al sistema de votación utilizado en el país, caracterizado por el voto cantado y la ausencia de padrones oficiales, tuvieron eco en sus adversarios políticos, siendo Roque Sáenz Peña quien se comprometiera con Yrigoyen a impulsar una nueva legislación que le diera transparencia a las elecciones nacionales. Ello derivó en la aprobación de la llamada Ley Sáenz Peña de 1912 que garantizó, entre otras cosas, el sufragio universal y secreto.
El radicalismo accede por primera vez a la presidencia el 12 de octubre de 1916, con la asunción de un Yrigoyen que contaba entonces 64 años. En esa época el mandato duraba 6 años y no existía posibilidad de reelección inmediata. Por eso, terminado su primer mandato, Yrigoyen tuvo que esperar que otro radical, Marcelo Torcuato de Alvear, gobernara entre 1922 y 1928. Fue en ese último año que Yrigoyen se presentó por segunda vez triunfando en los comicios y asumiendo nuevamente la presidencia el 12 de octubre, con 76 años cumplidos. No pudo terminar su nuevo período por ser derrocado por el golpe de estado del 6 de septiembre de 1930, muriendo tres años más tarde.

Es cierto que no tenía en 1928 la misma energía e ímpetu que en 1916, pero en los meses previos al golpe de estado que lo derrocó, los medios de prensa exageraban sobre su supuesta falta de aptitud física y mental para gobernar, dando por hecho que su edad avanzada conspiraba contra la celeridad y lucidez en la toma de decisiones. Pero eso es injusto porque el problema de Yrigoyen no era tanto sus 76 años sino su metodología de trabajo que siempre lo había caracterizado y que pasaba por un personalismo excesivo que le impedía delegar en otros incluso las más nimias de las decisiones gubernamentales.
Dos hombres, con sus condicionamientos y talentos, que demostraron a sus contemporáneos que para los grandes desafíos de la vida no existe, obligatoriamente, una edad de retiro o jubilación.
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