
Todo el mundo que haya viajado en avión alguna vez sabe lo pesado de todo el proceso. En el mejor de los casos, la persona más paciente lo pasará regular, aun esforzándose para no hacerlo. Poco se puede hacer al respecto: si se quiere subir al avión, hay que resignarse a hacer todo lo anterior que, si bien se ha agilizado en los últimos años con eso de poder hacer el check-in telemáticamente (si no se lleva equipaje que se deba facturar), sigue siendo tedioso, con los controles de seguridad en los que hay que quitarse hasta las botas y el rato inevitable frente a la puerta de embarque.
El ambiente siempre es extraño en los aeropuertos. Cientos, si no miles de personas con mala cara, cansados de esperar, frecuentemente con olor a humano (en el mejor de los casos), y preguntándose si no sería mejor no viajar nunca, o por lo menos hasta que llegue algún listo que invente el teletransporte.
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El propio vuelo puede ser mejor o peor, dependiendo. Por un lado, si se tiene esa suerte, se puede mirar por la ventanilla y disfrutar de unas vistas que el ser humano nunca estaba destinado a ver. Esto último es fácil de olvidar, comprensiblemente, claro, por el estado mental en el que suele poner el volar. Por otro lado, sin embargo, al sentarse en una avión uno renuncia a su derecho a caminar por el rato que dure el trayecto.
El peor de los casos, en términos de procedimientos de seguridad y tiempo en "standby", es un vuelo intercontinental. Si encima, por cualquier incidente - porque en los aviones son, comprensiblemente, especialmente rígidos en cuanto a lo que supone un problema para continuar el trayecto - se retrasa o tiene que dar la vuelta, muchos no podrán sino lamentar el momento que compraron su billete.

Pues bien: un caso reciente que, sin duda, puso a prueba la paciencia de cientos de pasajeros - 461, para ser exactos - tuvo lugar en un vuelo de 11 horas, internacional e intercontinental, desde Los Ángeles (EE.UU.) a Múnich (Alemania). Tuvo lugar el pasado 23 de abril - informa Business Insider - y todo fue culpa de un iPad.
Dar media vuelta en el aire por un iPad atascado
El vuelo llevaba unas tres horas en el aire cuando la tripulación se dio cuenta de que el iPad de un pasajero se había quedado atascado en el mecanismo de un asiento de clase ejecutiva. Los intentos de sacarlo de entre los asientos no sólo fueron inútiles, sino que fueron hasta contraproducentes, porque de la fuerza de los tirones acabaron deformándolo.
El problema aquí no era una tablet doblada, sino su batería de iones de litio: el riesgo, bien conocido por las compañías, llega precisamente cuando se deforman, dañan, perforan o aplastan, ya que pueden desencadenar un fenómeno peligroso - especialmente en espacios cerrados a 10.000 de altura -, una reacción en cadena que hace que la batería se sobrecaliente de forma incontrolada, con el riesgo de provocar incendios o incluso explosiones.
Hizo falta poco más: en cuanto la tableta quedó deformada, los pilotos del vuelo de Lufthansa no dudaron. Tomaron la decisión, por desgracia para los pasajeros - aunque a lo mejor les salvaron la vida -, de abortar la travesía del Atlántico y desviarse al aeropuerto más cercano equipado para manejar la emergencia, el Aeropuerto Internacional Logan de Boston (EE.UU.). Un portavoz de la aerolínea alemana confirmó que el desvío se realizó “para eliminar cualquier riesgo potencial, en particular en lo que respecta a un posible sobrecalentamiento”.
Una vez en tierra, un equipo especializado de Lufthansa Technik abordó el avión para retirar y revisar con seguridad la tableta dañada. Una vez se confirmó que no existían más peligros, el Airbus A380 pudo finalmente retomar su viaje hacia Münich, donde aterrizo el jueves 24 de abril con apenas tres horas de retraso.