
“Las niñas obedientes tampoco aprendimos que equivocarse era una posibilidad. Nadie nos dijo que el amor sobrevivía a lo mal hecho. Ante cualquier paso en falso todo puede estar perdido. Es terrible esa amenaza al fondo de cada error”, escribe la autora española Laura Casielles en su recién publicado poemario Más adentro (Letraversal).
Mucha gente se identifica con esa concepción de la equivocación como fin de todo, con esa idea de que, si no se cumple una expectativa impuesta o autoimpuesta, no hay manera de enmendarlo. “Si fallo es como si se acabara el mundo, de repente me vienen pensamientos a la cabeza como ‘no vas a llegar a nada en la vida así’, ‘eres tonta’, ‘no eres suficiente’... Me cuesta mucho fallar. Prácticamente no me permito hacerlo”, explica a Infobae España Laura, una joven de 23 años que se enfrenta cada día a la losa del perfeccionismo.
Las personas que llevan esta autoexigencia al extremo suelen plantearse una serie de metas y estándares muy altos y, si no los cumplen, lo perciben como una derrota. Tal y como detalla a este medio la psicóloga Leticia Palomeque, especialista en tratamiento del perfeccionismo (así como de problemas como la ansiedad, la falta de autoestima o la depresión) estas tienden a moverse en “un pensamiento bastante dicotómico: algo está muy bien hecho o es un fracaso, no hay nada entre medias”. Por tanto, la autocrítica es uno de los aspectos que moldean su personalidad: “Se centran más en los errores que han podido cometer o en las cosas que no hacen bien que en los logros que están consiguiendo”.
Y para cubrir esa necesidad de perfeccionismo sienten el impulso de controlar todo: “Son personas que están normalmente en alerta por miedo a cometer un error, a no ser valoradas. Suelen pensar bastante, dedican mucho tiempo a estar pendientes de posibles amenazas”, lo que les lleva a una espiral de agotamiento mental. Esto es lo que durante toda su vida le ha ocurrido a Carmen, otra joven de 23 años que cuenta a Infobae España su experiencia lidiando con el perfeccionismo: “Tengo que tener en cuenta muchísimas cosas. Tengo la cabeza a mil para que todo esté al milímetro. Me ha llevado mucho tiempo, muchos recursos, mucho cansancio, mucha ansiedad y mucho esfuerzo que quizás no era estrictamente necesario. Ha sido un lastre para mí”.
“Me tenía que portar como una señorita”
“Mi madre siempre cuenta una anécdota de cuando yo entré al colegio con tres años”, relata Carmen. “Cuando empecé a pintar en clase, si me salía de la línea, me ponía a llorar mucho”. Pese a que esto se podría haber quedado en una historia de la infancia, “la frustración era tan grande” que los profesores decidieron hablar con sus padres para comprobar si estaban poniendo demasiada presión sobre sus hombros: “Y obviamente no. A esa edad no se suele haber sido expuesto por lo general a ningún contexto en el que se requiera un cierto rendimiento o en el que alguien te vaya a evaluar”.
Sin embargo, reconoce que sus padres también son muy perfeccionistas, algo que posiblemente haya marcado su personalidad: “Creo que es muy complicado no transmitirle eso a tus hijos. Lo veo igual con mis dos hermanas. Tenemos ese mismo patrón y ese mismo rasgo”.
Leticia Palomeque explica que existe una cierta relación entre el estilo de educación y las tendencias perfeccionistas, pero que este no es el único factor que influye en ellas: “La sociedad en la que vivimos” o las redes sociales, que facilitan las comparaciones (muchas veces basadas en cuestiones irreales), juegan un papel fundamental. “Cada vez los niños tienen más exigencias: tienen que hablar más de dos idiomas, tener clases extraescolares de música o deportes… Están bastante sobrecargados y reciben muchos mensajes de que tienen que ser buenos en todo”.
Las altas expectativas pueden estar orientadas a una gran cantidad de ámbitos: el estudiantil, el laboral, el deportivo, el estético o incluso las relaciones sociales. También en la conducta, pues se puede exigir que el hijo mantenga siempre un comportamiento y una educación impecables: “Desde pequeña se me ha concebido como muy buena, por lo que siempre se ha esperado de mí ese nivel. Si yo en algún momento me enfadaba, si me ponía un poco más bruta de lo habitual, también se entendía como un error. Lo estaba haciendo mal y me tenía que portar como una señorita”.
“Es como si nada de lo que hago estuviera bien”
El aspecto en el que más ha influido el perfeccionismo en las vidas de Carmen y Laura es, sin duda, el académico. “Mi padre decía cosas como que hay que ser siempre de los mejores, hay que destacar porque eso lo miran en el curriculum. No me decían directamente que un 8 era una mierda, pero parecía que tenía que sacar un 10 si quería una ‘buena vida’”, relata Laura.
Esa concepción del notable como fallo suele ser uno de los factores que más influyen en las tendencias perfeccionistas de una persona: “Muchas veces se fijaban más en ese notable que en los otros diez sobresalientes. Nunca parecía suficiente”. Son discursos que se repiten: en lugar de la felicitación por una nota alta, el señalamiento de que ha habido errores que no han permitido alcanzar la perfección: “No puedo decir que fuera sistemático, pero sí que muchas veces llegaba con una nota menor de 9 y me decían: ‘Un ocho y medio. ¿Pero qué ha pasado?’”, añade Carmen.
En una educación, especialmente en la universitaria, en la que se potencia tanto el trabajo en grupo, la joven ha llegado a sentirse “un poco aislada y un bicho raro, una persona repelente”: “Las prácticas grupales las he llevado bastante mal porque yo no puedo exigir a la gente lo mismo que yo quiero y tampoco es justo ni lógico”.
Y, además de los problemas en las relaciones sociales que este perfeccionismo puede generar, estas personas se encuentran con un conflicto interno difícil de ignorar, puesto que sienten que nada es suficiente, ni siquiera la propia perfección. En las palabras de Laura se reconoce el síndrome del impostor: “Es como si nada de lo que hago estuviera bien, como si siempre se pudiera hacer más. Si saco la máxima nota es como si no me la mereciera, se me vienen pensamientos a la cabeza como ‘el examen era muy fácil’. No puedo darme la enhorabuena por nada”.

La exigencia del entorno, por tanto, puede derivar después en autoexigencia excesiva y esto tiene consecuencias a nivel personal y emocional, como la necesidad de validación externa (“a veces necesito que me digan si de verdad he hecho bien con una cierta decisión”, dice Laura), el miedo a que te evalúen (“me evalúo mucho a mí misma y tengo mucho miedo de que lo haga el resto”, explica Carmen) o incluso la procrastinación, que es la posposición de ciertas tareas que tienen que realizarse: “El simple hecho de pensar que van a hacer algo que no va a estar tan bien como quieren les lleva a postergarlo por miedo a que no salga perfecto”, indica Leticia Palomeque, reconociendo que esto es compatible, aunque pueda parecer algo contradictorio.
El aprendizaje de los errores y la imperfección como meta
Leticia Palomeque ha podido observar un aumento de las consultas para tratar el problema del perfeccionismo, pero reconoce que mucha gente se niega a dejar de lado estas conductas porque “piensan que son valorados únicamente cuando su rendimiento es muy bueno”. Por tanto, si dejan de ser “perfectos”, también dejarán de ser válidos.
El primer objetivo en su terapia es que la persona con las tendencias perfeccionistas entienda la manera en la que estas influyen en su vida: “En su autoestima, en su rendimiento laboral, en sus relaciones, en su ansiedad, en el agotamiento que suele sentir”. Después de esto, deben ir poniéndose tareas poco a poco para comprobar “que realmente no es tan grave cometer de vez en cuando algún error”; por ejemplo, realizar un trabajo bien hecho en lugar de buscar la perfección absoluta o no revisar tantas veces un correo antes de mandarlo: “Lo que intentamos es que las personas enfoquen su vida en lo que realmente les importa más que en que aquello que hacen sea perfecto. Aprender a disfrutar no tanto de lo que conseguimos, sino también del proceso”.
Carmen y Laura se enfrentan cada día a este intento de superar la (auto)exigencia tan excesiva con la que han convivido a lo largo de toda su vida, una tarea que requiere mucho trabajo personal porque chocan la consciencia de que no necesitan hacer todo impecable y la dificultad de ponerlo en práctica. Instauradas ellas y muchas otras personas en la búsqueda del perfeccionismo, se convierte en un proceso complicado empezar a tolerar sus propios errores, empezar a permitirse ser imperfectas.