
UCRANIA ORIENTAL - Las tropas se apiñaron alrededor de su dron en la oscuridad, sujetando cuidadosamente la carga de 18 kilos a la base antes de lanzarlo al cielo despejado de agosto.
Desde una base subterránea, un comandante llamado Viktor observaba en una pantalla borrosa cómo el dron se dirigía a un grupo de árboles a lo largo de la línea del frente cerca de Pokrovsk, donde ya ardía un incendio tras un impacto reciente, y luego liberaba su carga.
Los paquetes cayeron al suelo y un soldado ucraniano, que brillaba blanco en la cámara térmica, salió corriendo de su trinchera para recogerlos. “¡Sí, chicos! ¡Buen trabajo!”, dijo Viktor, quien solo se identifica por su nombre de pila de acuerdo con el protocolo militar ucraniano. “Misión completada”.
En un cielo de guerra congestionado por drones de ambos bandos, esta no era una misión de ataque típica para destruir a las tropas enemigas o su equipo. En cambio, la unidad de drones ucranianos había lanzado comida y agua a sus propios soldados de infantería que, bajo la vigilancia constante de los drones rusos, no podían ser reabastecidos por los medios habituales. Estas misiones se han vuelto cada vez más comunes en el frente ucraniano, donde las tropas terrestres suelen desplegarse con suficientes suministros para mantener una posición durante solo unos días, pero, ante la incesante amenaza de los drones, pueden fácilmente quedar atrapadas durante un mes o más. Estas tropas, generalmente armadas únicamente con fusiles de asalto, una ametralladora y granadas, viven una guerra de trincheras similar en muchos aspectos a las miserables condiciones de la Primera Guerra Mundial.

Para mantener a las tropas con vida, Ucrania está desplegando sus propios drones como salvavidas, lanzando de todo: desde munición, cigarrillos y hierbas calmantes hasta raciones con sabor a casa: borscht, rollitos de col, pollo asado.
Estos lanzamientos de suministros ayudan a Ucrania a preservar su recurso más preciado: los soldados que frenan el constante avance ruso. Su tarea se ha vuelto más urgente que nunca a medida que Rusia continúa su violento intento de apoderarse de más territorio ucraniano, incluso mientras el presidente Donald Trump busca un acuerdo de paz. El resultado de la guerra depende de estas trincheras dispersas a lo largo de cientos de kilómetros al este y al sur de Ucrania, en lo profundo de la zona gris bajo constante escrutinio de los drones.
Los soldados en estas trincheras a menudo deben sobrevivir durante semanas sin ser detectados por las fuerzas rusas a solo unos cientos de metros de distancia. El objetivo a menudo ni siquiera es atacar, sino simplemente no retirarse.
Los lanzamientos de drones conllevan sus propios riesgos: cada uno podría revelar una posición ucraniana y exponerla a contraataques.
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Comida, munición, libros
En una pequeña casa de pueblo, a una distancia prudencial del frente, soldados de la 68.ª Brigada Jaeger de Ucrania preparaban paquetes de ayuda para sus compañeros que defendían la línea: envolvían comida, agua, cigarrillos, baterías portátiles y municiones con plástico y cinta adhesiva. Todo debía empaquetarse cuidadosamente para evitar daños durante la larga caída, especialmente las granadas, que las tropas lanzaban separadas de sus espoletas para evitar que explotaran.
Cada pocos días, paquetes como estos viajaban a posiciones a poco más de un kilómetro y medio de la línea del frente. Allí, las tropas los cargaban en drones que antes estaban diseñados para uso agrícola y que ahora estaban adaptados para bombardear posiciones rusas. Ahora también lanzaban paquetes sobre posiciones ucranianas.
Mykhailo, de 34 años, regresó recientemente con otros tres hombres tras una rotación de 38 días en una posición fortificada en primera línea que medía tan solo 12 metros cuadrados. La tarea más peligrosa, comentó, era simplemente llegar y volver de la posición.



Algunas brigadas cuentan con vehículos blindados para su infantería, pero la suya depende únicamente de camionetas comunes. El grupo fue dejado a 380 metros de su posición y luego tuvo que correr el resto del camino. Dentro de sus mochilas, llevaban una pala pequeña, algunas mudas de ropa interior, camisas y pantalones, una docena de granadas, 500 balas y una botella de agua.
“No llevamos mucho porque los chicos nos dejarán comida más tarde”, dijo.
Esos suministros sirven como un tenue vínculo con el mundo exterior durante las agotadoras rotaciones en el frente. Los soldados saben que estarán atrapados allí hasta que el mal tiempo aleje a los drones y cree una oportunidad para que un nuevo grupo pueda rotar.
Mykhailo pidió crucigramas para pasar el rato. Su subcomandante de compañía, Leonid, de 38 años, dijo que otro soldado pidió novelas policiacas. El soldado era hablante nativo de ruso, pero se quejó cuando el equipo dejó caer libros en ruso, diciendo que quería aprovechar el tiempo para mejorar su ucraniano.

Incluso en esta posición más fortificada, construida cuando los rusos aún estaban a 24 kilómetros de distancia, las condiciones son desalentadoras. Los soldados defecan en bolsas de plástico y luego las arrojan lo más lejos posible de sus posiciones. Agregan pastillas de cloro a los charcos de orina para calmar el hedor. En invierno, queman desinfectante de manos para calentarse sin generar humo. Se turnan para dormir y observan los alrededores con binoculares o un periscopio. Las radios son su único medio de comunicación. Envían mensajes codificados sobre los movimientos rusos y solicitan drones para que lancen nuevos suministros.
“Al principio, simplemente te comprometes. Haces tu trabajo lo mejor que puedes”, dijo Mykhailo. “Pero cerca de los 30 o 35 días, empiezas a pensar en tu vida”.
Por mucho que intentaba acallar los recuerdos, a veces le asaltaban visiones de tiempos más sencillos: el trabajo en un almacén de comestibles o su esposa, Iryna, y sus dos hijos: un niño, Yaroslav, que pronto cumplirá 13 años, y una niña, Inessa, de casi 4, que lo esperaban en su casa en el centro de Ucrania.
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“Estaremos aquí para siempre”
Oleksandr, de 39 años, también intenta no pensar en su familia, pero lleva una imagen de ellos grabada en una placa metálica alrededor de su cuello. La posición fortificada de Mykhailo era lujosa comparada con la trinchera que Oleksandr debía defender, la cual describió como poco más que un agujero de tierra unido a un túnel construido a toda prisa.
Pasó un mes allí este verano, consciente de que cada vez que él o un compañero salían de la posición para recoger un paquete de suministros, corrían el riesgo de ser detectados. Rusia asaltaba la línea varias veces al día, buscando su posición exacta. Los cuatro soldados que defendían la trinchera disparaban a las tropas que avanzaban y luego, por turnos, arrastraban los cuerpos de los muertos hasta la línea de árboles para evitar que los drones rusos detectaran su posición. Después de semanas, una gran pila de cadáveres se pudría cerca, recordó Oleksandr.



Entonces, un día, los rusos los encontraron. Su refugio fue bombardeado con morteros y drones, enterrando al amigo de Oleksandr, conocido como Tarakan, o “cucaracha”, bajo dos metros de tierra. Oleksandr cavó desesperadamente durante 20 minutos mientras los ataques continuaban, pero solo logró descubrir las piernas de su amigo. Por radio, el comandante les ordenó a él y a los otros dos supervivientes que se retiraran. Tuvieron que dejar atrás a Tarakan, enterrado vivo.
“Los tres pensábamos: ‘Esto es todo. Estaremos aquí para siempre’”, recordó.
Enfrentando la escasez de personal y el peligro extremo a diario, la subcomandante del batallón de Oleksandr, Ira, de 37 años, dijo que recurre a pedirles a los soldados que “se esfuercen al máximo”.
“Tienes que besarles los pies”, dijo.
Lo mínimo que sus compañeros pueden hacer por ellos es brindarles un respiro de normalidad.

Valerii, de 41 años, quien se formó como panadero, regresó recientemente de 32 días en una trinchera. Cada día, después de la medianoche, él y los otros tres soldados se turnaban para marcar un día en el calendario. Intentaba no pensar en su familia. “Simplemente lo apartas”, dijo. “Como cualquier otro soldado, piensas en sobrevivir y en esperar que el enemigo no te alcance”.
El 25 de julio, llamó por radio a su puesto de mando. Era su cumpleaños, dijo, y además de sobrevivir, solo tenía dos deseos. El primero era que alguien llamara a su madre y le dijera que estaba vivo. El segundo era un trozo de chocolate. “Solo quería algo dulce con mi café”, dijo. “Eso es todo”.
Ese día, un dron sobrevoló su posición y dejó caer barras de Snickers del cielo; suficientes para los cuatro hombres en la trinchera.
© 2025, The Washington Post.
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