El estudio de Otro día perdido se inundó con una instantánea desacostumbrada. En ella, el Mono de Kapanga, invitado estrella de la noche, aparece vestido de soldado. El uniforme lo muestra serio, casi irreconocible para quienes conocen su energía sobre el escenario. Mario Pergolini detiene el ritmo habitual del programa y, entre risas, lanza el comentario del día: “Te va a quedar Kapanga de apellido, acordate. Alguna vez alguien va a creer que Kapanga es tu apellido”. El Mono, con su humor intacto, responde: “Una vez leí a alguien que dijo: ‘¿De qué trabajás, de Mono de Kapanga?’”.
La charla avanza y se instala en ese tiempo de la vida que tantos argentinos atravesaron: el Servicio Militar Obligatorio. No todos los recuerdos suelen ser gratos, pero para el cantante, ese periodo, con aroma a cuartel y refriega, fue una bisagra definitiva. “A mí me cambió la vida hacer la colimba”, soltó, directo. “¿Para bien o para mal?”, indagó el conductor con tono inquisitivo. “Para bien. Para ser lo que soy hoy, si no hubiese hecho la colimba nunca hubiese escuchado una canción de la Mona Jiménez. Entonces, gracias a la colimba, cambió el destino de mi vida”.
La imagen que proyectan en pantalla debe haber rozado la nostalgia y la incomodidad. Uniforme, juventud y el eco de una época más rígida. ¿Qué pensará hoy aquel chico de diecinueve o veinte años? El Mono lo cuenta sin vueltas: acababa de ingresar a la Fuerza Aérea Argentina, en el Área de Material Quilmes, como parte de la clase 69, y salía de ahí directo a trabajar en un bar, cumpliendo tareas de bandejero y tomando pedidos en las galerías.

La charla entre Mario y el Mono se detiene en el momento exacto de la revelación musical: “Fue ahí, en la colimba, el cabo Fernando Ariel Ledesma. Sigo teniendo relación. Lo he invitado a cantar varias veces. Él escuchaba un cassette, y en un momento me atrajo mucho un sonido particular, que era el del acordeón”.
Ese instrumento que puede ser tanto lamento como fiesta, emblemático de la música cuartetera, detuvo al Mono y le cambió la vida. “Me sentí identificado, pregunté de curioso quién era el que cantaba y el cordobés me explicó un poco quién era y me hice de ese cassette. Y terminé la colimba y armé una banda”.
¿Basta una canción para transformar el rumbo de una vida? El Mono recuerda y tararea las palabras de ese tema que lo cautivaron: “Oh, Señor, ayúdame, ábreme las puertas de la libertad. No quiero cadenas que torturen más mi corazón. Ya pagué las consecuencias del amor que tuve ayer. Quiero vivir, quiero vivir”, cantó de memoria, hilando la letra que lo definió. Tenía diecisiete, dieciocho años. Había sufrido un desamor, y desliza con ironía: “A todos los que hacíamos la colimba, por lo general, si estábamos de novios, las novias nos dejaban. En la primera parte de la canción, dice: ‘Un día me devolvió el anillo que le di...’ Habla de mucho amor y pensé que me la había escrito para mí. Y armé mi primer proyecto musical”.
No sería la primera banda, pero sí la decisiva: “Había tenido uno antes en la escuela que se llamaba Los Electrones de Valencia, pero fue debut y despedida, no duró... Dos shows, nada más. Y en el 89 armé el primer Kapanga y los Yacarés, que hacíamos diecisiete, dieciocho canciones de la Mona Jiménez”. Fue el germen del grupo que dejó varios temas al cancionero popular argentino, entre ellos, unas cuantas versiones de La Mona.
De un cassette y un sonido de acordeón, salió la semi una banda que hoy es bandera de alegría y fiesta. En el relato sencillo, directo y sin adornos se filtra una verdad irrebatible: el azar de la juventud es capaz de torcer un destino entero.
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