“¿A dónde está mi amiga?”, grita una joven en una feria de barrio mientras mira una taza que incluye esa frase. Todos a su alrededor de inmediato se dieron cuenta a qué se refería. Una escena, un instante, apenas cinco palabras que por 40 años cruzaron generaciones. Una de las tantas frases de Esperando la carroza que ya son parte del ADN argentino.
Lejos del furor que se piensa, en su estreno el 6 de mayo de 1985, la cinta tuvo un debut flojo, pero a fuerza de ponerle el cuerpo a la situación logró que el público se interesara por ir a verla a los cines.
Corría 1984 cuando Alejandro Doria decidió llevar a la pantalla grande la obra teatral de Jacobo Langsner que 12 años antes, en 1972, había presentado en televisión dentro del exitoso ciclo Alta Comedia. “Pensé que era útil hacer una película que hablara de cosas muy serias, en un tono de humor”, explicaría el director tiempo después.
Para ello, el primer cambio con respecto al libro original fue clave: Mamá Cora debía aparecer durante toda la película, el público tenía que saber dónde estaba, ser cómplice de ese momento. Ya que en la versión teatral, luego de la discusión en la casa del hijo, hasta el final del filme no se vuelve a saber nada de ella. Sólo tres minutos aparece en la versión original.

Primero se pensó en que la encarnaría Niní Marshall, pero el tiempo no perdona ni a los más brillantes. Ya tenía 80 años y el público podría sentirse molesto por cómo se la trataba en el filme, empatizar con el actor más allá del personaje. Fue entonces que, descartada Niní, hubo que pensar en otra actriz… o actor.
Diana Frey, productora del filme, recordaría que “Alejandro me decía que no veía ninguna actriz para interpretar a Mamá Cora, y un día le digo ‘¿y si la vieja la hace Antonio Gasalla?’ El tipo se queda congelado y lo único que atina a decir fue ‘hablemos con Jacobo Langsner’, y al buscarlo, lo único que hizo el creador fue comenzar a reír, porque ya veía su obra representada por un hombre".
“Yo ya hacía a la vieja en el Maipo”, rememoraría Gasalla, “en un sketch que eran dos viejitas y lo hacía con Jovita Luna y después con Adriana Aizemberg. Dos viejitas en un banco de plaza sin nombre ni apellido. Hablando. Cuando Doria va a hacelo, decide poner a la abuela esa en la vereda de enfrente mirando todo. Y esa abuela que yo hago no es la misma que estaba con Susana Giménez, porque en la película está perdida de la cabeza, no entiende”, a diferencia de la chispa que tiene la que brilló durante varios años con la conductora.

Pero no todo sería tan fácil, ya que “para la prótesis, eran cuatro horas para ponerla y unas cinco horas para sacarla, porque para no herir la piel se debía ir sacando muy despacio y con un líquido para que afloje”, detalló Gasalla sobre el trabajo de Alex Mathews, quien recuerda que la primera vez que realizó el trabajo sobre la piel del actor, éste se durmió, y que al despertar y mirarse al espejo no entendía si realmente era él u otra persona.
“La inclusión de Gasalla ayudó a hacer la película más digerible. O sea, la gente nunca me preguntó a mí, tampoco ningún crítico, por qué yo había metido a un hombre que en ese tiempo era un hombre de 40 años, un hombre joven haciendo el papel de la vieja. Nadie me preguntó porque todo el mundo entró en el juego, y el hecho de que todas las maldades que le hacen a la vieja uno sepa que no es realmente una vieja, que es un hombre disfrazado, lo hace más digerible”, expresó Doria.
Pero claro, no sólo es Gasalla la película, tal como explicaría el mismo director, ya que el resto del elenco forman cada uno de los engranajes de una maquinaria perfecta, comenzado por China Zorrilla, la única que repetiría el papel respecto de la versión televisiva de 1972. “China es China, es una actriz irreemplazable, que yo querría tenerla siempre en cada cosa que hago. Y afortunadamente he podido trabajar con ella varias veces en televisión y en cine”, explicaría.
Además de detallar: “Brandoni es un actor maravilloso para el grotesco. Mónica Villa fue una actriz fetiche mía y desde que la conozco siempre trabajó conmigo. Betiana Blum, una maravillosa actriz. Darío Grandinetti acababa de ser lanzado por mí en Darse cuenta en un protagónico. Andrea Tenuta, Cecilia Rossetto, Enrique Pinti, no quiero olvidarme de nadie. Pudimos hacer un elenco redondo, lo que requería la obra. Yo creo que mérito mío, y no voy a tener vergüenza en decirlo, es que logré que parezca que todos transitan el mismo camino cuando en la realidad cada uno tenía su propio estilo”.
Sobre su experiencia en el filme, China recordaría: “¿Se imaginan cómo quedé cuando Doria me dijo que se filmaba La Carroza y que Mamá Cora iba a hacer Gasalla? Le dije que estaba loco, ¿cómo iba a poner a un travesti en una comedia costumbrista? Parece que lo pusieron a Gasalla en una esquina de Buenos Aires pidiendo limosna vestido de Mamá Cora, a ver si alguno decía que era Gasalla vestido de vieja. No lo reconoció nadie, y creo que debe haber hecho una buena guita ese día”, comentaría con ese tono tan… China.

Luis Brandoni reconoce como un gran halago el hecho de que lo hayan llamado para trabajar en ese filme, luego de haber sido parte de Darse cuenta y todo lo que ello significó: “No puedo no decir que esa película fue para mí la vuelta al cine después de 8 años de prohibición durante la dictadura, del ostracismo. Que me volviera a llamar para hacer un papel tan distinto para mí fue un gran halago. Y pensamos que iban a andar las cosas muy bien y efectivamente anduvieron bien, pero ninguno de nosotros, ni la productora, ni Langsner imaginaron lo que pasó después”.
Además, en tren de revelaciones destacó que “fue mucho más gracioso lo que le pasó al público que lo que nos pasó a nosotros mientras filmábamos, estábamos muy ocupados en hacerlo de la mejor manera, pero el impacto del público fue sorprendente. Hubo cosas que quedaron marcadas en la memoria de la gente que no sospechamos que fueran a pasar, como la escena de las empanadas, nadie se dio cuenta de que iba a quedar esa frase. Nos dimos cuenta porque el segundo fin de semana fuimos a dar vuelta por los barrios con Doria y con Frey y fuimos al cine de la Av Boedo cuando ya estaba comenzada la función y el acomodador me dice ‘¡Tres empanadas!’, y yo que no le entendía lo que me quería decir. A ninguno de nosotros se nos ocurrió que podía prender así como un chiste el cinismo de ese canalla”.
Estrenada finalmente el 6 de mayo de 1985, “fue una película más”, dice Mariano Frigerio, director del documental “Carroceros” (IG carroceros_documental), al recordar que, aunque tuvo buena recepción, no fue un fenómeno masivo en ese momento. Sin embargo, con el tiempo, se convirtió en un ícono del cine argentino.

La crítica, entonces, fue impiadosa. Porque en su debut no hubo gloria, sino rechazo. Los reproches no eran menores. “Demasiado ruido”, “gritos insoportables”, “una exageración incómoda”. Se hablaba de histeria colectiva, de caricaturas vociferantes sin profundidad. Pero lo que para algunos era un defecto, para otros, retrospectivamente, sería una genialidad. Porque sí: el bullicio familiar, los tonos desaforados, la verborragia sin descanso, tienen parentesco con el neorrealismo italiano y los excesos emocionales de ciertos films de Federico Fellini. ¿Y acaso eso no es también una forma de arte?
En aquel momento, sin embargo, nadie se permitía hacer semejante analogía. “Se dijeron barbaridades”, recordaría más tarde uno de los integrantes del elenco. Pero mientras los críticos la desdeñaban desde sus columnas, el guion recibía distinciones: ganó el Premio Argentores y el Premio Cóndor de Plata a la Mejor Adaptación Cinematográfica otorgado por la Asociación de Cronistas Cinematográficos de Argentina.
La película debutó en el cine Atlas, en el centro porteño. Pero no pasó mucho tiempo hasta que la gerencia del complejo —con apenas una semana en cartel— quiso retirarla de la programación ante la inminente llegada de títulos internacionales más “prometedores” en términos comerciales.

Fue entonces cuando ocurrió lo impensado.
Los actores del film, solidarios, combativos, convencidos del material que habían creado, comenzaron a peregrinar por las salas. Charlaban con los espectadores, firmaban autógrafos, invitaban al público en la puerta del cine. Querían salvar la película. Entre ellos, Antonio Gasalla, ya en la piel de Mamá Cora, se presentaba en Badía y Compañía, el mítico programa de canal 13, para promocionar la historia, sin descanso ni vergüenza. Iba con su bata floreada, su peluca blanca y su andar trémulo. Como si supiera, como si presintiera, que ese personaje le daría la eternidad.
El público, primero desconcertado, comenzó a descubrirla. Lentamente, como quien se acostumbra a una melodía extraña, fue repitiendo sus frases, reconociendo sus personajes, compartiéndola. El boca a boca hizo lo que la prensa no quiso hacer. La historia comenzó a cobrar vida por fuera de las salas, por fuera de los márgenes del guion.
Las familias argentinas, en los años de transición democrática y crisis económica, encontraron en esa historia de miserias domésticas un espejo exacto. Las frases —“Tres empanadas”, “Yo hago puchero, ella hace puchero”, “Ahí lo tenés al pelotudo”— dejaron de ser líneas de diálogo para convertirse en parte del idioma popular.
Y así, la película que casi es levantada de cartel a la semana, se transformó en mito. Uno que no se gestó en el momento del estreno, sino en los años posteriores, en la memoria afectiva, en las repeticiones televisivas, en las VHS prestadas, en los grupos de fanáticos que hoy —cuarenta años después— todavía peregrinan a la casa de Versalles, donde se filmaron las escenas más inolvidables.
Corría el año 1987 cuando el recordado ciclo Función Privada pasaría por tercera vez el filme, atento a los buenos números de audiencia conseguido en las emisiones anteriores. Por ello, citaron a Betiana Blum y a Gasalla, quien no dudó en dar su punto de vista sobre ese revés de la crítica especializada al momento de su llegada a las salas.
“Discúlpenme ustedes dos, que son críticos, pero no le encontré sentido todavía a las críticas”, comenzó el cómico, con un tono firme, pero sereno. “Algo que está destinado a sobrevivir, sobrevive. Nadie de la gente que la está mirando en su casa se puede acordar de lo que dijo un diario, o al menos a mí, no me importa”.
Tras ello, intentó desandar las razones del posterior fenómeno: “La película entró tanto en la gente porque refleja muy bien una parte de la sociedad, de cómo somos nosotros. Y de pronto eso de ‘refleja tu aldea y reflejarás el mundo’ es verdad. Es decir, hay toda una franja social que es igual en todos lados, las envidias, los amores y los odios de las familias es una cosa que se refleja en la película y que tiene un patrón en distintos países”, explicó.
Incluso, se tomó un minuto para recordar una anécdota vivida en el exterior: “Una vez que estaba hablando sobre teatro en Nueva York, y el cónsul le dice al traductor si no podía ir vestido de la abuela al consulado a las 10 de la mañana. No lo había llevado, además de que hacía -5° y el vestidito es nada, finito, me iban a tener que envolver",
Betiana Blum, por su parte, destacaría que “no te digo que me haya cambiado la vida, sí que fue un éxito que disfruté mucho acá y en otros países y es maravilloso, además de lo que la gente te da y recibe, imaginate que fui a El Cairo a ver las pirámides y me hablaban de la película”.
“Antonio Gasalla amaba Esperando la Carroza. Todos los años había una excusa para festejarla”, recuerda Frigerio, director del documental que funciona como un testimonio apasionado sobre el fenómeno que despertó la película más insólita y querida del cine argentino. “Cuando le propusimos participar, nos sorprendió su generosidad: nos recibió con material inédito que había guardado por años. Era un apasionado de su trabajo”.
“Es increíble ver cómo jóvenes de 20 años pueden recitar escenas enteras de memoria”, dijo el documentalista. “La película se convirtió en un fenómeno más allá del cine, pasó a ser parte de nuestra identidad, de nuestra idiosincrasia. Y Gasalla fue clave en eso”.
Las frases del filme se volvieron emblemas, los memes hicieron lo suyo, y cada uno de los personajes resurgió en las redes, en los teatros, en los actos escolares.
Carroceros fue posible gracias a la devoción de una comunidad que idolatra la película. Durante la investigación, se acercaron a Gasalla sin saber qué esperar. Pero el actor los sorprendió: los recibió, los acompañó, les ofreció material que había guardado durante años, como videos inéditos del proceso de maquillaje y de ensayos. “Era un tipo reservado, pero ese día se emocionó. Nos contó anécdotas, nos mostró su archivo, nos hizo reír”, dijo.
El fenómeno traspasó fronteras. Los “carroceros”, fanáticos organizados, se encargan de mantener viva la llama. Organizan reuniones, recorren las locaciones del film, citan diálogos como mantras. Para Frigerio, es “lo más parecido a lo que ocurre con Star Wars, pero con un tono bien argentino, absurdo, cotidiano y entrañable”.
Suena el teléfono en la casa de Rosaura, interpretada por Angelita Pardo, y atiende su hijo Felipe (Enrique Pinti) en momentos en que ella, medio sorda, se encuentra ocupada cantando el tema Amor de madre, preparando vino, el mismo que él toma con afición. Confundido por la borrachera y sin saber quién lo llama, acude a la mujer al grito de ‘¡Mamá! ¿Conocés algún Sergio vos?” y la respuesta llega de inmediato: “¿Quién no conoce algún Sergio?”. La llamada se corta, y Rosaura recién entonces entiende de qué se hablaba: “¡Sergio! ¡El hijo de Cora!”.
La segunda aparición de Rosaura en escena es ya en el velorio: “¡Qué tragedia me acabo de enterar!¿Por qué Cora hizo eso?”, para luego repetir, insistentemente: “¿A dónde está mi amiga? ¿A dónde está mi amiga?”, sin escuchar que en realidad allí descansaban los restos de otra mujer. Al acercarse al cajón, sus palabras también dejaron una frase que no pasó inadvertida en el tiempo: “¿Qué te hicieron? ¿Quién te dejó así?”.
Porque hasta las más nimias dejaron de ser líneas de diálogo para convertirse en parte del idioma popular. Y lo que parecía un fracaso era, en realidad, una semilla de eternidad.