De entre las páginas de Brujo, el vademécum del éxito (de Abelardo De La Espriella), cita una frase que “resuena con fuerza” en este tramo de su historia. “La vida se divide en tres partes: La primera es para aprender; La segunda es para ganar; La tercera es para devolver. Y en eso estoy, transitando esta última”, asegura. No solo se refiere a cuestiones de la experiencia y de la gratitud, sino también a todo eso que, según dice, “me debía a mí mismo y desde hace tiempo”.
Adrián Suar está “más revisador”. Y con Mazel Tov, film que sella su segunda gran experiencia como director, no hace más que dar pistas de la “madurez introspectiva” efectivamente impresa en el género que define “comedia emocional”. Y de esas claras e íntimas conclusiones se valdrá este encuentro.

Con su mirada sobre los textos de Pablo Solarz, candidateado al Goya 2017 por El último traje, y coequiper responsable de Un novio para mi mujer y Me casé con un boludo, Suar dice haber encontrado el punto “hacia donde ir rumbeando”. Es más, “voy viéndome parecido a aquel Adrián productor de unitarios que tocaban hebras sensibles como Verdad/Consecuencia, Vulnerables o Tratame bien” (eltrece). Y así como en “30 noches con mi ex (su primera dirección), apuntó a la conciencia sobre salud mental”, en Mazel Tov (con estreno el 17 de abril), el también protagonista eligió una base clave: “Yo quería hablar de los vínculos familiares. Buscaba una película que copiase la vida. Que nos identificase a todos. Que nos reúna en emociones comunes. Y encontré mi centro en las ceremonias, que siempre son hechos movilizantes: un nacimiento, un casamiento, un funeral, una distribución de herencia”.
Siempre le gustó esa expresión. Mazel Tov (מזל טוב), del hebreo “buena suerte”, encajaba a la perfección en significancia y en ocasión: “Porque soy un muchacho judío y nunca me había metido en la entraña de la colectividad, aunque (y lo subraya) esta puede ser la familia de cualquiera.”

Entonces admite que la fibra con la que eligió contar la historia de los hermanos Roitman, es la resultante de cierta “madurez emocional” que este Adrián más “alerta” de sí, ha sabido alcanzar a lo largo de una vida “que inevitablemente nos moldea como masa”. Y según cuenta, “la terapia tiene mucho que ver cuando se está dispuesto a entender y a avanzar”. Alguna vez escuché algo que me gusta repetir: Todo depende de cuán acertado sea el diagnóstico respecto del proceso que se esté viviendo. Y yo me tomé en serio ese trabajo.
Es por eso que hoy asegura sentirse “mucho más gozador, disfrutador, agradecido y, por sobre todo, tranquilo”. Estoy apasionadamente liviano. Porque los apasionados densos… ¡Uy, qué plomas o plomos resultan! ¿No? Y, finalmente, creo estar estableciendo solo vínculos muy sanos. Ya más atento de quienes me rodeo.

Tal vez, algo de esa deuda que salda en este tramo de “devolución” según plantea en el trinomio mencionado a principio de este texto. Y consecuente, además, de la etapa de ganancia. Porque, en las reglas del éxito, para ganar, también hay que perder. “Y yo perdí mucho hasta reaccionar: ‘¿Cómo no vi todo lo que no vi? ¿Cómo descuidé eso? ¿Dónde tenía puesta la cabeza? Me refiero a las relaciones, a mis hijos, a mí mismo… ¿Cómo dejé entrar a esta persona en mi vida? Porque como hay gente que te ilumina, también hay gente que te oscurece. Y entonces, a la distancia, te ves oscuro y pensás: ‘Qué fea versión de mí había en aquella época’”, reflexiona.
“Y hoy, mirando hacia atrás, me gusta decirme: ‘Che, qué bueno. Porque después de los aplausos y de tantos golpes que he vivido, puedo reconocerme. Puedo ver mis resortes, mis mecanismos, mis miserias y mis aciertos. Y ahí voy. Ahí voy…’”.


Respecto de esta trama de rencores, perdones y varias confesiones, forjada a la vera de la ausencia de Salomón Roitman (el gran faro familiar del film), se hace inevitable trazar paralelismos. “Por supuesto que la memoria de papá sobrevoló cada escena”, dice Suar. Es entonces que hablaremos de él: Yehuda Leibele Kirzner Schwartz, hijo de artistas polacos de una camada que emigró de Brodi (Galitzia) escapando de las atrocidades del nazismo; Niño prodigio del canto (a los ocho ofreció su primer recital), figura prominente de la música (con tan solo diecinueve) en Nace una bandera junto a Berta Guershtein y Jacob Ben Ami (reconocidas figuras del teatro judío), en Radio Belgrano, y sobre escenarios del Teatro Catalinas, junto a Norman Erlich, y del Tabarís en Oy vey Sofía, entre otras tantas memorables interpretaciones para la colectividad. “Por supuesto que la memoria de papá sobrevoló cada escena”, una frase que refleja las profundas conexiones familiares y artísticas que atraviesan esta historia.
Luego, claro, de haber vivido tres años en Sudáfrica, siendo jazán del templo Beth Hamedeash Hagadol Sandton de Johannesburg; aunque “un perro para la actuación”, según su hijo y a juzgar por el rol en algún viejo film encontrado por ahí.


Hasta el día de hoy sigo siendo ’el hijo de Leibele’ para toda una generación que aún me habla de papá”, dispara Suar con pecho inflado. “Fue de los artistas más virtuosos en varias naciones, de hecho mis hermanos y yo nacimos en New York (Queens) donde él se desempeñaba con grandes honores, disputado por las principales sinagogas y productores de shows de música jasídica”.
Leibele cantó para la Congregación Ajudut Zedek y junto a la Orquesta Sinfónica de Filadelfia, la Sinfónica de Israel y la Sinfónica Nacional argentina, y durante más de dos décadas fue Jazán por excelencia del Templo Libertad (que hoy lleva una placa conmemorativa de su legado), convirtiéndose en sinónimo de la música judaica internacional con un haber de treinta discos: “No hay familia judía que no tenga alguno de papá”, dice Adrián. “Y ni hablar de lo requerido que fue para los casamientos. Porque que mi viejo fuese la voz de la ceremonia tenía otro precio”.
Tuvimos una buena relación, aunque no fue una persona muy abocada a sus hijos. Carlitos Rottemberg (68) hablaba conmigo hace poco sobre la diferencia del modo en que los artistas de los 70’s u 80’s gestionaban los vínculos familiares, respecto a los de hoy. ‘Era un beso a los chicos y se iban a laburar: tres, cuatro funciones y a morfar hasta las cinco de la mañana sin registro de culpa.’ Hoy el paradigma cambió. El foco es otro. Ahora le decís a una actriz que es mamá: ‘Che, hacete siete funciones’ y es muy posible que te responda: ‘Pará, tengo una profesión pero también tengo una vida’. Y está muy bien. ¿Es un tema que podría ir a debate? Sí, claro. Pero soy cercano a esa postura, explica.
A mí me han tocado padres de los otros, sin tanto apego o con cierta distancia. No me faltó nada ni quiero recriminar, pero el vínculo que establecí con papá, por ejemplo, fue a través de sus acciones. Él fue un tipo correcto, con gran sentido del humor y muy querido por todos, describe. “Y tener un padre honesto marca muy bien en la vida de un hijo. Un buen nombre es la mejor huella para la estructura de un individuo, sentencia. Él no hablaba mal de nadie. Era muy cuidadoso al juzgar. Y eso es parte de su herencia. Porque, a pesar de las ganas que nacen, a veces, es difícil que se me escuche hablar mal de la gente tan ‘a boca suelta’. ¿Viste que el ‘péguenle a cualquiera’ pareciera ser un deporte para muchos? Entran y paff… Le dan y le dan. Claro, como no es tan fácil mirarse uno, es mejor hablar del otro”, sentencia. ‘Un ejercicio del que escapo porque te aseguro que siempre intoxica.’





Asiente con honestidad. “Sí, como hijo me sentí solo en algún momento”. Aunque “la soledad, y hasta el día de hoy, nunca me dio miedo”, aclara. “Papá abrazaba poco y sabía mirar a su manera. Digamos que tenía su estilo para ejercer el rol”, suelta al instante de hablar sobre manuales. “Pero yo también tengo una manera muy particular respecto de esa concepción judeocristiana del vínculo paterno. Me pasa con mis hijos. Comprendo que, junto a sus madres, he sido el vehículo para la llegada a este mundo dispuesto a amarlos, educarlos, ayudarlos pero sin esa idea de ‘¡Son míos!‘… Con esa efervescencia desmedida de pertenencia. No. Yo entiendo otro modo de amar”.
Adrián habla de “abrazos necesarios, apego suficiente y palabra justa”. Porque como destaca, “una palabra justa en el momento justo, también es cariño. ¡Sí, eso también es cariño!”.



Está “conforme” con su desempeño. “No soy el mejor papá del mundo y hasta te diría que ‘de mitad de tabla’. Pero tampoco me perturba. Porque sé que soy presente cuando debo y afectuoso cuando necesitan. Sólo que no hago la escena del padre abnegado y pasional que vive todo con la intensidad a tope. No, esa escena no me la creo”, enfatiza. “Yo no vivo ‘en tensión’ con mis hijos. Mi vínculo con ellos es de tranquilidad. Sé que me quieren y nada me gusta más que verlos relajados cuando están conmigo. Tengo dos hijos hermosos que me la han hecho muy fácil”, analiza.
“Sin olvidar que soy su padre, Toto (Tomás Kirzner) me trata como a un chabón. Nos escuchamos y nos acompañamos con más complicidad. Y Margarita es mágica. Llegó con otra sabiduría, con otra información, con otra luz. Tiene la gracia irónica y esa agudeza muy de Gri (Griselda Siciliani). ¡Filosa como la madre!”, define. “Con los años, y a propósito de esa mirada romántica de la paternidad sobre la que hablábamos, yo creo haber encontrado otro tipo de conexión con ellos. Una que disfruto y que, al menos creo, no me dejará en deuda alguna”.


De regreso a las memorias de Leibele, Adrián evoca un ritual muy propio. “Ya con 19 o 20 años, papá me citaba en el bar Colón, uno de los tantos que había alrededor de Corrientes y Julián Alvarez (Villa Crespo), donde vivíamos”, cuenta. Porque él era muy de los amigos del café, con quienes solía disertar grandilocuentemente sobre “el interés por la nación, la importancia de la humanidad y el bienestar de los pueblos”, según dijo alguna vez Moishe Korin alabando, además, la “labor desinteresada” de este artista para con hogares de ancianos y salas del Hospital Israelita.
“Entonces se daban charlas inolvidables. Me hablaba de lo difícil que podría resultar el camino profesional que yo había elegido. Que debía estar preparado física y psicológicamente para aguantar lo que tocase y que, bajo ninguna circunstancia, perdiese de vista que el éxito no siempre es del más talentoso”, recuerda.
Eran tiempos en los que, dice, “la vocación llegaba irrefrenable como una corriente de agua”. Al momento, Adrián ya había pasado por Festival Infantil (Canal 13), El papá de los domingos (Canal 9), Pelito (Canal 13), Por siempre amigos (Telefe), se vislumbraba un rol en Vendedoras de Lafayette (Canal 9), luego en De carne somos (Canal 13) y Los otros y nosotros (Canal 13). Y, claro está, llevando Suar como “el apellido señalado por mi viejo. Porque, como me enseñó al sugerírmelo, es más fácil de pronunciar y de recordar. Mismo seudónimo que él había usado al inicio de su trayectoria en la música, cuando se lo conocía por Leo Suar. Ojo, yo también hubiese querido que Toto fuese Tomás Suar, pero decidió aguantar el apellido familiar y es respetable”, revela. En fin, “creo que el amor por esta profesión era el gran punto de encuentro entre papá y yo. Él me enseñó que en este camino que elegí sería difícil tener en claro si la vida acompañaría el oficio o si el oficio acompañaría a la vida”.

Y aquí abriremos un válido paréntesis. Tal cual lo hizo Adrián en el comienzo de su carrera cuando aún adolescente decidió regresar a su país natal, del que había partido meses antes de cumplir tres años. Dirá que fue en tren de independencia económica como el “gran autogestor de vida” que asume haber sido desde siempre. Pero luego descubrirá la verdadera intención de su llegada a Miami. “Quise hacerme unos mangos y aprovechando que mis hermanos mayores ya estaban intentando hacerse camino en Estados Unidos, acepté la propuesta laboral de un amigo de ellos en pleno Downtown”, relata.
Así fue como Adrián Suar, con apenas 17 (“tal vez 18”) debutó como “vendedor de panchos en la Flagler Street”. La experiencia duró cuatro meses. “Fue la única vez que trabajé en mi historia”, suelta con gracia para denotar que disfruta tanto de su profesión que hasta le resulta un hobby.

Adrián intentaba llegar a Puerto Rico. “Allá se hacían muchas novelas y pensé: ‘¿Quién te dice? Ojitos claros. Rubiecito… Por ahí la pego’”, cuenta. Aún corría con los bríos del éxito de Por siempre amigos, la ficción protagonizada por Menudo, la agrupación boricua compuesta por Ricky Martin, Raymond Acevedo, Sergio González, Ralphy Rodríguez y Robby Rosa (hoy Draco Rosa). “Nos hicimos muy amigos y al viajar a San Juan, Joselo (coreógrafo del grupo) me alojó en su casa familiar durante algún tiempo”, relata.
El intento no prosperó. “No era para mí”, reconoce este ciudadano americano de orgulloso corazón villacrespino. “Después de todo, allá jamás hubiese sido feliz. Mi historia fue escrita para la Argentina. Yo quería triunfar en el país que me dio todo”.

Leibele murió a metros de sus 60, el 11 de julio de 1992. Nunca presenció (“aunque sé que sí”, cree Adrián) el despegue empresarial de su hijo con el inicio de su propia productora. Una compañía a la que bautizó con el nombre de esa abuela materna que “abrazaba como nadie”. Polka “reunía”, “acompañaba”, “sufría con uno” y adoraba cocinar para sus nietos.
“Ella tenía un don especial para detectar emociones. Sabía olfatear si uno estaba triste, contento o preocupado.” describe Suar. “Nos leía a la perfección y vivía pendiente de nuestras necesidades”, describe Suar. “Revolucionábamos su casa a la par de su alegría. ¡Una inmensa alegría! Y al llegar te escondía entre la ropa algún billete de la jubilación americana que, con mi abuelo, habían logrado trabajando allá durante más de veinticinco años en el rubro de la joyería”. Porque New York también supo acogerlos cuando decidieron ir tras ellos a inicio de los sesenta.

Y el homenaje fue casi una deuda. “Ella sembró en mí la pasión por el melodrama. Es la responsable de mi fascinación por la novela pura. Esa novela bien hecha”, agrega Adrián. “Era de las televidentes que se metía de cabeza en la pantalla. Porque mi abuela no miraba la tele, se metía en la tele”, dice con gracia. “Ella padecía las tramas. Se compenetraba. Les hablaba a los villanos. Lloraba. Tocaba a los protagonistas como para protegerlos”, relata.
“Sin dudas Polka fue mi mentora. Es por eso que cada vez que craneo una ficción la tengo en mi cabeza. La pienso. Siempre será mi inspiradora. Ella me inculcó el cariño por el costumbrismo, por el barrio curtido, el de la pelota, el de los besos… Hizo de mí un gran observador. Y de haber vivido, estoy seguro de que se hubiese instalado en el control de cada estudio o pasado horas visitando camarines para hablar con los actores”.
Sintetizando, y hasta aquí, entre sabores de abrazos y pasiones, Suar pareciera pintar a su abuela como la figura materna más importante de su vida. “Y sí. Para mí lo fue”, confirma tajante. “Hubiese dado lo que fuese por haberla tenido un rato más conmigo”.

Hablar de Polka producciones enciende cierta nostalgia y se plantea si el regreso de aquella usina (cerrada a principios de 2024) es, al menos, una fantasía. El gerente de programación de eltrece es conciso: “No sé si una etapa finalizada. Pero puedo asegurar que el que está vivo para seguir produciendo, y como nunca, es Adrián Suar. Quizás, ¿quién te dice?, los dos se amiguen más adelante".
Su éxito más reciente ha sido Envidiosa (Netflix, 2024), y aun así, reconociendo la importancia de las plataformas, dice tener “ganas de volver a la TV abierta”, una “industria” (como le gusta llamarla) en donde “tengo puesto el corazón” y que “hoy requiere la salud necesaria para sostener los costos tan elevados que necesita y se merece”.
Y a tiempo revela el proyecto al que titula: “Lo próximo que se viene”. Se refiere al viejo anhelo de erigir una “escuela federal de producción”. Un sitio en el que volcar “mi experiencia, mis libritos, mis ideologías” respecto de esta metier de sus pasiones, rodeado, además, de profesiones de la dramaturgia y la dirección. “Estoy buscando el lugar físico ideal que amerite ese espacio”, advierte. “Tengo mucho para decir, para compartir y para aportar. Sé que será el hito que cerrará el círculo del que hablamos. Eso de ‘aprender, ganar y devolver’”.


En definitiva y tomando el hilo de su lienzo familiar: ‘¿Qué rol jugaba Lilian Keller (1946-2020) en este entramado?‘, es la pregunta. “Mi madre fue un tanto particular”, comienza Adrián. “Era demasiado pegada a mi abuela. Tanto, que le costaba alejarse de ella”, explica. La celaba mucho. Y como Polka sabía atajar y entender a sus nietos mucho más y mejor que lo que lo hacía ella, se generaba cierta competencia entre nosotros y mamá. “Es que, creo, tenía otra manera de sentir. Otro nivel madurativo de los vínculos”, explica.
“Y el mero hecho de ser madre muchas veces no legitima nada. Fijate que hay gente que ni siquiera ha experimentado la posibilidad de tener un hijo y sin embargo se les despierta una sensibilidad increíble para la crianza”. En esas cuestiones no todo es tan determinante.

Su verdadero nombre fue Clara Kemper y sus últimos roles en la actuación (“que tanto adoraba”, acota Suar) quedaron impresos en los films Hoy no tuve miedo (Iván Fund, 2011) y Una gran noche (Mariano Cirigliano, 2017). Lilian falleció en septiembre de 2020, a sus 74 y a raíz de un accidente cerebrovascular que su organismo no resistió.
“El vacío de la orfandad es algo que, indefectiblemente, te golpe.” Hasta entonces acompañada por Enrique Quique Suárez, el abogado que había conocido hacía una década en un concierto de Mariano Mores y de quien volvió a enamorarse tras dieciocho años de viudez. Con su partida, cayó para Suar, el último ‘pilar’ de su ascendencia y tal comenta, “esas escenas siempre reacomodan todo. Y entonces se desata la voz del: ‘Recalculando… Recalculando’”, repite emulando al GPS.

Durante los últimos años, Adrián admite haber tenido con su madre “una relación más ‘peleada’ que ‘buena’, pero eso no logró que me quedase con ningún dolor ni resentimiento”, subraya. “Y hoy, a una cierta distancia, puedo ir valorando cosas como su locura, su alegría, su personalidad tan particular”. Además de otras tantas características y situaciones que en épocas pasadas no me causaban ninguna gracia… ¿Viste que ‘tiempo más drama es comedia’? Bueno, todo eso fue aflojando”, explica.
“Porque siempre, alrededor, tuve mucho de: ‘¡Che, qué divina tu vieja! ¡Qué graciosa tu mamá!’ Y tener que mirar hacia un costado para no decir: ‘¡Eso les parece a ustedes! o ¡Fumátela vos, entonces!’ Pasaba, sí… Eso me pasaba”, suelta con el sello de su humor. “‘¡No, vieja, no podés decir eso!‘; ‘¡Má, contrólate que es un papelón!‘; ‘¡No, por favor, que me estás haciendo transpirar!’ Qué se yo… Cada tanto había que callar a mamá”.

Entre tanto del sendero vincular, recordamos la frase que Darío Roitman (su personaje en el film) dispara en diálogo con sus hermanos: “Las familias son cuando se construyen. Si no, no son”. Así, van instalándose los Kirzner, ‘casualmente’, tres varones y una niña. Sin contar, por supuesto, ni a Miriam ni a Susana, hijas del primer matrimonio de Leibele. Claro que la trama no es autoreferencial, lo ha explicado hasta el hartazgo. Pero esa coincidencia ha sido casi un homenaje.
“Somos muy distintos… ¡Muy distintos! Pero aunque pudiendo frecuentarnos más o menos, en definitiva somos hermanos”. Hablará entonces de Paul Kirzner, “curtidos juntos desde muy chicos” por la corta diferencia de edad que los separa. Dice que el productor teatral y musical es, históricamente, “alguien muy especial para unir a la familia”. Entonces el ping pong de roles se pone divertido.




Sabrina Kirzner (56), directora de casting, “es quien te dice las cosas de frente; La que toca pito y se enoja con mayor facilidad. Pero, también, la más sensible”. Y el “siempre emprendedor” Jeffrey Kirzner (63): “un tiro al aire”, bromea Suar. “Él, como el mayor, fue quien más sufrió el vínculo con nuestros padres. El que supo cargar en silencio muchas situaciones. Y desarrolló, tal vez, otro tipo de desenvoltura autogestionando muy bien su vida.”
¿Qué queda, entonces, para el entrevistado? “Yo soy el que rompe”, dice con humor. “Me gusta la familia. Pero me gusta cuando los vínculos son verdaderos, no forzados”, asume. “¿Qué se yo? Gustavo Bermúdez (60), por ejemplo, es más familia mía que, a lo mejor, algún hermano mío. Y no está mal, ni quita mérito a los otros. Es que con el paso del tiempo (llevan 42 años de amistad), los dos hemos matcheado una relación de hermandad al punto que hoy yo podría decir quién es más hermano mío, si él o alguno de sangre”, afirma sobre quien fue, además, su codirector en Mazel Tov.

Mazel Tov (“punto de inflexión en mi carrera”, según define) también hace lugar a la idea de finitud, a las despedidas y a las añoranzas en una secuencia de cementerio que, según el director, “es LA escena” del film. Un concepto que, en lo personal, ha sido “una voz que me persigue desde siempre”. Pero con la que, asegura, “me voy amigando”. Un proceso que corre congruente a su “nuevo mirar”, reflexiona.
“Porque estoy aprendiendo a vivir muy consciente del presente. No me quiero ir de este plano diciendo: ‘Mirá las cosas que dejé de hacer’. Y mucho menos siendo una buena persona solo faltando diez minutos de vida. ¡Quiero hacer ‘las escenas’ ahora!” Estar conectado. Andar liviano, soltando eso que hay que soltar, desde lo material hasta algún afecto. No acumular, ni sostener gente al pedo y rodearse solo de quien nos haga pensar. Porque a los cincuenta y pico, logré entender que el mayor premio que uno puede hacerse es estar atento a vivir bien. Tomar un buen vino, tener una charla como esta y siempre con risas. No perder el humor, pero el humor con lindas armas hasta el final. Es así que quisiera me recuerden.
Todo pasa muy rápido y nada es tan importante. Hay batallas que ya di. He ganado y he perdido. Knockeé y me han knockeado. Pero esas dos versiones de un mismo ring me enseñaron. Y al llegar mi momento, quiero darle la derecha a la vida y decirle: “Estamos a mano. Si te debo, de seguro debo poco. Y si algo me debés, no pasa nada… Está todo bien”.