Martina Pereyra hizo estallar, sin saberlo, una polémica dentro de Gran Hermano. Cuando falleció su abuela, ella estaba adentro del reality y según pidió su propia familia, no le dijeron nada. Ella, ajena a esta tristeza, continuó enviándole saludos a su abuelita. Caminaba con la ligereza ingenua de quien aún cree que puede abrazar el pasado. Frente a la cámara, con los ojos encendidos por una esperanza suave, lanzó un gesto que heló la sangre del público: “Un saludo a mi abuelita, que la amo”.
Ese beso lanzado al aire fue, sin saberlo, un epitafio. Una puñalada blanda, repetida en cada gala de nominación, que se clavaba una y otra vez en el corazón de los espectadores que ya conocían la verdad: la abuela de Martina había fallecido.
El pasado miércoles, la casa de Gran Hermano volvía a ser un escenario de nominaciones, estrategias y traiciones. Pero esa noche, algo cambió. Un saludo, una frase inocente, se volvió un símbolo desgarrador de lo no dicho. Porque Martina, quien ingresó al juego el 2 de diciembre, aún ignoraba que su abuela —una presencia constante, casi una figura tutelar que hasta asistía a la tribuna— había fallecido meses atrás.
La noticia la reveló en febrero Ángel de Brito en su programa. Lo hizo como quien debe lanzar una bomba sin previo aviso: “Murió la abuela de una participante y no se lo dijeron por decisión de la familia”. El nombre apareció poco después: Martina Pereyra.
Y entonces todo cambió. Cada vez que ella mencionaba a su abuela, los espectadores del otro lado de la pantalla se estremecían. No era un gesto trivial. Era un grito de amor en la oscuridad. Un puente tendido hacia una persona que ya no estaba.
“Yo hablé con Delfina, su hermana”, explicó el panelista Federico Bongiorno. “Ellos decidieron no contarle porque no está pasando un buen momento en la casa. Está angustiada. Y sentían que esta información, que no se puede revertir, le sumaría un estrés imposible de procesar en ese contexto”.
Fue entonces cuando el espectáculo se transformó en tragedia. Una tragedia griega, donde el protagonista desconoce el destino fatal que ya está escrito, mientras todos los demás lo saben.
Las redes, ese espejo brutal y sin filtros de la opinión pública, ardieron. “El trauma que le van a dejar por no decirle”. “No le dieron la posibilidad de despedirse”. “Va a sufrir mucho cuando se entere”. La indignación era generalizada. ¿Hasta dónde puede llegar el silencio? ¿Qué derecho tiene una familia —o un programa de televisión— a administrar el dolor ajeno?
Pero la familia se mantuvo firme. Cuando LAM los abordó, la respuesta fue tajante: “Fue una decisión familiar. No vamos a hablar de eso. Cuando salga, se lo contaremos...”.
El domingo, finalmente, Martina salió de la casa. Ya no hay cámaras 24/7. Ya no hay gala ni confesionario. Ahora hay un cuarto de hotel, una transición, una espera. Y una certeza que aún no se le reveló.
En redes, el tema volvió a explotar. “Solo puedo pensar en cómo se va a enterar. Eso me hace percha”. El foco del reality, por primera vez en meses, dejó de ser el juego. La trama ya no gira en torno a alianzas o nominaciones. Gira en torno al instante preciso en que a una joven le digan: ya no está.
Hay tres posibilidades. Que sean los psicólogos del ciclo quienes le informen lo ocurrido. Que lo haga su familia, en una visita privada, íntima, contenida. O que se espere a la gala de este lunes, en vivo, para que el momento sea parte del espectáculo.
La tercera opción hiela la sangre. Convertir el dolor genuino en contenido televisivo sería la forma más descarnada de cerrar esta historia. Pero Gran Hermano nunca fue un programa de sutilezas.
Mientras tanto, Martina —ajena aún al naufragio emocional que le espera— sigue siendo la chica que lanzaba besos al aire, creyendo que del otro lado había alguien que los recibía. El aire estaba vacío.