De haber ojeado el diario del lunes que hablase de aquellos “días oscuros”, definitivamente “nunca habría elegido transitar el consumo problemático”, según lo llama en ánimos de instruir con tecnicismo respecto de “algo menos limitante o más abarcativo que una adicción”. Pero hoy, trazando saldos, asegura estar agradecida porque “nadie sabe lo mucho que valoro estar viva; Los vínculos que me salvaron y sobrevivieron; Y el registro de mí y ‘del otro’ que tengo desde entonces”. Sí, finalmente a los 52 y “por primera vez”, Ernestina Pais se permitió la vulnerabilidad. Y durante esta charla, cruda y valiente, dará cuenta de por qué esta historia no inició en enero 2024, a las puertas de la primera clínica en la que intentó dar su primer round contra el alcoholismo. Sino que se abre incluso antes de comenzar a usar la razón.
Alguna vez, sesionando con uno de sus terapeutas en pos de desandar “el reel” de su historia con el alcohol, situó “la eclosión” en el camino de la pandemia, en término de los diez meses de diferencia entre las muertes de dos de sus socios (Xil Messina y Oz González) en el mítico restaurante Milión (Paraná 1048), la ex casona de los Alliemand (de doscientos doce años de antigüedad y mil trece metros cuadrados), heredada por Diego Pérez Morales (parte de la sociedad) a la que convirtieron en centro cultural con gastronomía de sello, hoy “patrimonio cultural de la ciudad”, señala con orgullo. “Entonces aprendí que el consumo problemático no empieza en el momento de levantar la primera copa. El consumo problemático empieza con una angustia, cuando no decís lo que está pasándote”, alecciona. “¡Esta es una enfermedad mortal! Se dice que son tres las salidas: manicomio, cárcel y muerte. Yo doy fe de que hay una cuarta: ‘Pedir ayuda’. Esa es la llave para escapar del infierno”.

Hablar hoy del poder de las “angustias a presión”, resulta para Ernestina reconocer el mapa de una serie de “alarmas” que por entonces solían disfrazarse de algo más. Por ejemplo, los ataques de pánico (entre 2008 y 2010), íntimamente ligados a su “alto nivel de autoexigencia”, porque como asegura: “Mi primera adicción ha sido el trabajo”. Episodios de miedo o ansiedad que comenzaron con llantos agazapados en un rincón de su camarín de Mañanas informales, tras la muerte de Jorge Guinzburg (1949-2008) y se intensificaron cuando, “desobedeciendo a Daniel Grinbank (70), el mejor manager que alguien podría tener”, tomó el horario que Fernando Peña (1963-2009) había dejado bacante en la primera mañana de radio Metro.
“Ya era demasiado”, recuerda de esos días en los que repartía “mi ser” entre su restaurante, las portadas de la revista Cablevisión, la edición de Los Inrockuptibles y la televisión. “Así empezó a quemarse mi cabeza”, dice. Además de sus faltazos y la posterior baja del ciclo. Hasta entonces había dejado la cobertura de un evento musical en vivo, “sin saber por qué, con micrófono en mano y auriculares puestos. Simplemente me fui”.

Pero el trabajo desmedido no fue el primer síntoma de un dolor siempre latente. A fines de los 70, y con tan solo seis años, Ernestina se enfrentó a un nuevo fantasma: la parálisis histérica, esa imposibilidad de mover el cuerpo al inicio o al término del sueño, asociada a un alto nivel de ansiedad. “Recuerdo la primera vez. De repente me desperté a mitad de la madrugada con un dolor terrible en mi cadera”, relata Pais. “Y al intentar pararme para ir a contárselo a mamá, me desplomé. Pero me desplomé al punto de tener que arrastrarme por el cuarto para pedir ayuda. Yo no podía caminar. ¡No podía!” asegura. Los infinitos estudios médicos no advirtieron patologías físicas de ningún tipo. Una vez más, la clave estaba en el silencio.



Somos una sociedad necrológica. La despedida a nuestros muertos es un ritual tan necesario que hasta puede llegar a durar días. Así que imagínate lo que resulta no poder decirle adiós a tu papá”, reflexiona en el preámbulo del episodio sobre la desaparición de su padre en tiempos de la dictadura. “En casa, el ‘no decir’ se había naturalizado. No teníamos permitido hablar de lo sucedido en nuestros sitios habituales. Por miedo. Por ‘nuestra propia seguridad’. Por ‘el qué dirán’. Nos cuidábamos mucho de qué contábamos y a quién se lo contábamos. Aunque, en realidad, no sabíamos qué había sido de él. Simplemente un día se fue y nunca más volvió”.
Ernestina había cumplido cuatro cuando dos comandos militares simultáneos cambiaron la historia familiar para siempre. “Una noche, mientras uno se llevaba a mi viejo de Juan B. Justo y Santa Fe (Palermo), otro entraba en casa para robarse todo lo que podía. ¡Si hasta muebles nos quitaron! Como lo que además fueron: ladrones de poca monta”.

José Miguel Pais “hoy hay muchos”, dice Ernestina. “Justamente estoy escribiendo una historia sobre él, a raíz de una entrevista dada por uno de sus compañeros de militancia sobre un hecho ocurrido en el Banco Nacional de Desarrollo”, cuenta refiriéndose al escritor Raúl Argemí, militante del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo) y Montoneros. “Fue entonces que me dije: ‘Verdaderamente, ¿yo conozco a mi padre?’ ‘¿Fue el mismo idealista que describió mamá en su versión tan romantizada?’ Así empecé a hurgar entre los vínculos a los que pude contactar para armar un rompecabezas disímil por demás”.
Sí, los testimonios coinciden en su brillantez. José Miguel fue “un estudioso”, el arquitecto estrella de Chacabuco, “donde hay más de treinta casas hechas por él en término de año y medio”, describe. “Pero como sabemos, y por lo general, los militantes han tenido una vida familiar y otra de militancia. Entre esas dos puertas encontré un José Miguel a resolver”, señala. “Pero si de algo estoy segura es de que papá no fue ese mismo que yo he tenido en mi cabeza”.

Sostiene vagas borrosas instantáneas de papá. Algo así como “los tres días que se quedó en casa cuidándome de las anginas” o “cierto viajecito a Chile”. Momentos que no sabe vivió o fueron implantados a través de “relatos coloridos”. A la distancia, y desde este lado de la vida, Ernestina podría justificar a una madre ocupada de crear un “lindo recuerdo” a los ojos de sus hijas pero jamás el fomento del silencio. Porque, como subraya una y mil veces, “la adicción es, precisamente, lo no dicho”. Y a fin de cuentas, “en una historia de desaparición, duelo e incertidumbre (porque ni siquiera existe un cuerpo), se aprende a sufrir calladita. Eso hicimos en casa”, dice.
“Inexorablemente, tanta omisión por algún lado encuentra salida. Y tal fue mi ejercicio de tapar y tapar angustias, a un nivel de negación estrepitoso que hasta lo hice con un abuso sexual que sufrí ya de grande y en mi propia casa”.

Tenía “treinta y pico”, su hijo había salido y un amigo que decidió visitarla llegó acompañado por un desconocido. “De alguna u otra manera quedé sola con esta tercera persona. De repente se me vino encima… Y no voy a entrar en detalles porque no es grato recordar ese momento”, advierte. La cuestión es que Ernestina aprendió a no subestimar “el poder de la negación”. Jamás pudo compartir lo sucedido porque lo anuló hasta una de las tantas terapia a la que asistió durante su internación. “Fue en un grupo de sexualidad. Porque todas las adicciones y los consumos problemáticos la afectan directamente, por lo que deben ser trabajados en modo conjunto”, explica.
“Fue entonces que un compañero comenzó a relatar los abusos que sufría de niño por parte de una empleada doméstica mientras su madre salía a comprar. Las escenas que planteaba eran exactas a la que yo había vivido aquella vez. Y de golpe, mi cuerpo entero empezó a temblar. Recuerdo que me levanté, abandoné la sala, pedí asistencia terapéutica individual… ¡Y salió! Finalmente pude escupir toda esa historia, ese dolor tan escondido”, asume. “¡La cantidad de cosas que yo no había podido decir!”.

Enero 2024. La primera internación fue voluntaria. “Entendí que ya no podía sola”, relata. Apunta a los “peligros de muerte” que insume una adicción, “como, por ejemplo, la caída de la escalera que sufrí aquella vez (septiembre 2023) y de la que los medios hicieron una masacre sin tener en cuenta que de este lado había una mujer enferma”. Y también a situaciones cotidianas “como la de salir a pasear al perro (su querido ChePaul) cada mañana y no hacerlo por donde siempre, sino que cerca del chino de la vuelta”. ‘¡Uy, un chino!’. Qué ‘casualidad’, ¿no? La falsa casualidad que el adicto se inventa para consumir”, explica. “Entonces me vi dando cientos de excusas diarias, justificando todo, angustiando a mi hijo y dañando a mucha gente a la que no quería dañar”, cuenta respecto de esta “enfermedad de vínculos rotos”, como define. “Tu entorno se cansa de estar triste o preocupado. Se enoja. Se aleja. Una amiga actriz llegó a decirme: ‘Basta. Ya no quiero ser tu enfermera. No voy salir con vos sabiendo que después tengo que llevarte hasta tu casa y asegurarme de que te duermas para que no salgas corriendo a comprar alcohol’. Esos vínculos sobrevivientes finalmente hoy se hicieron más fuertes”, concluye. “Los otros… Algunos es mejor haberlos perdido”, desliza. Porque según señala, “siempre hay quienes no quieren que salgas de esa. Y yo aprendí que es un gran mito que todas las personas de esos entornos realmente desean que estés mejor”.
Ernestina asegura que ha vivido la suerte del adicto narcisista “que cree que todos deben perdonar su enfermedad” y que “siempre es frágil y manipulable; Frágil y manipulador”, define. “¿En el laburo? ¡Ni hablar!”, dispara respecto de quienes han utilizado su estado a voluntad. “Muchos compañeros mintieron haciéndome cargo de situaciones confusas”, relata. “Total, yo era la borracha que nunca se acordaba”, cuenta. “Varias veces tuve que pedir por favor que me mostrasen las cámaras de seguridad para poder defenderme”. Y por el contrario, también. Ella ha sabido manipular. “En cierto momento del tratamiento debieron trasladarme en ambulancia de un lugar hacia otro para los análisis previos a una internación”, comienza citando un ejemplo que no suena “chistoso” desde que aprendió a que nadie debe reírse de eso. “No me preguntes cómo, pero durante el trayecto logré convencer al conductor de que frenase en la puerta de un supermercado chino para comprar alcohol antes de seguir”. ¿Entendés hasta que punto pude llegar?”.

En fin. Mamá, Milka Truol (ex bailarina, 82), es un capítulo aparte en términos de las grietas vinculares de las que habla. “Yo era lo que se llama una ‘adicta funcional’. O sea, yo consumía pero nunca dejaba de cumplir con mis obligaciones. Nunca tomaba en horarios laborales, pero al salir hasta no caer rendida no paraba”, relata. “Y lo terrible es que a las ocho del día siguiente estaba arriba como si nada. Impecable, sin siquiera un dolor de cabeza. Algo que no debe verse como ventaja, porque cuando el cuerpo no dice ‘basta’ no hay registro del límite y las consecuencias pueden ser fatales”. Entonces, en ese contexto de tanta inestabilidad, en el que rara vez recordaba lo que había pasado la noche anterior, solían surgir viejos planteos, reproches y facturas con un nivel considerable de irritabilidad”, describe.
“Claro, en realidad yo siempre había vivido sin tolerar esas cuestiones de roles en la familia. No aguantaba el mote que todos habían decidido que yo debía cargase”. Y este es otro hilo del que tirar para llegar a al mismo ovillo.





Cuando una familia es atravesada por una tragedia como la que resulta la desaparición de un padre, sus integrantes intentan salir del dolor como eligen o pueden. En nuestro caso, mi hermana, mamá y yo no tuvimos coincidencia de modos y caminos para hacerlo”, sentencia Pais.
“Pensá que después de ser escuchada por dos terapeutas individuales (uno conductual y otro psicoanalítico) y uno vincular, y de haber participado de dos a seis grupos semanales y otros tantos ‘externados’, mi nivel terapéutico es altísimo. Por lo que entendí que una de las cosas contra las que tuve que luchar son los roles”. Y principalmente apunta al de ‘la rebelde’, que suele sulfurarla de sobremanera.
“¡Rebelde, las pelotas!”, suelta con gracia. “Yo fui la alumna con mejor promedio en la secundaria, universitaria de la carrera de Cine, empleada de un local de bijouterie, bartender en un boliche y hasta niñera para bancar mis estudios de fotografía, fundadora de una revista como Los Inrockuptibles con tan solo 22 años!… Y la más sociable de la casa, eso sin dudas. ¡Pero ‘Rebelde’ no! En todo caso, la hija que no cuadró jamás en el molde que imponía mi madre”.

Se refiere, “entre otras cosas”, al “juicio constante sobre la vida de los demás”. Casi un deporte para Milka, según describe. “A mamá le fascina responder preguntas que nadie le hace. Y emitir opiniones que nunca nadie pidió”. Entonces se ríe evocando las palabras de su amigo, el artista Salustiano Zavalía: ‘Las bailarinas no deberían ser madres’, dijo en una de sus charlas. “Algo muy cierto”, coincide Pais apuntando a la exigencia que las rige.
“Las bailarinas clásicas no solo son estrictas con las rutinas sino también con la estética”. Yo recuerdo tener dieciséis años y escuchar a mi vieja reprocharme: ‘Estás un poco gord’. ‘¡Dale má, son solo dos kilos y acabo de menstruar!’ Su mirada es letal sobre el otro y ese es un histórico punto de encuentro para enfrentarnos fuerte. Porque para mí no existe posibilidad alguna de meterme con las elecciones ajenas”. Ni concepción de roles. Ni motes. Ni sentencias prejuiciosas.
“Ya el año anterior a mi epicrisis, no aguantaba más”, revela Ernestina. “Me enojaba mucho y cada vez más. Entonces solía ser muy hiriente con la palabra”. Y tanto es el daño que podía hacer que mamá empezó a perder las ganas de verme.


Quien parece haber quedado del ‘lado correcto’ de aquel molde materno es su hermana, Federica Pais. Cuando chicas fueron “absolutamente unidas”, define. Con esa entrañable complicidad que deja una tragedia. “Porque cuando viajaste en el Titanic, solo una mirada a los ojos de otro pasajero basta para entenderse: ‘Yo sé lo que viviste’”. Pero, aún así, “nuestras personalidades fueron forjándose de manera muy distinta”, dice. Sí, pudieron trabajar juntas al frente de Sabés o sonás (TV Pública, 2003), “porque respetamos mucho nuestros métodos de laburo”, explica. Pero este vínculo “en el que no hay cosas rotas que sean el morbo de nadie”, según define Ernestina en detrimento de tanta “obsesión mediática”, hoy se ciñe solo a: “Si mi hijo cumple años, ella le manda saludos. Si mi sobrino cumple años, yo le mando saludos. De hecho sigo viéndolo. Sin embargo no fuerzo relaciones”. No se explayará mucho más. “Si hablo de mamá, por ejemplo, es porque ella no tiene problema alguno de que lo haga. Pero hay personas a las que no toco porque así ya está establecido. Es solo eso”, argumenta. En definitiva, “no estoy obligada a ser amiga de mi hermana. ¿O sí?”
“No conozco a nadie que se haya dado a sí mismo la fecha de externación sin haber recaído luego”, cuenta. Vacacionó en La Pedrera con el agravante que resultaron los tiempos de carnaval, “donde todos los bares sacan su barras a la calle para los festejos”, detalla. “Claro, lejos y sin contención terapéutica… Fue un horror. Un desastre. Y cuando un adicto cae, cae desde el lugar que se dejó antes de ser internado. Y como siempre se puede caer más bajo, la situación se puso muy heavy”, revela Pais. Entonces, esta vez, el más íntimo de sus entornos debió tomar las riendas. “Y se intervino como se interviene en este tipo de casos: a través de una abogada de familia”, relata. “Quien autorizó el tratamiento fue mi madre pero quien se encargó de contactarla fue el papá de mi hijo”. Habla del fotógrafo Alejandro Guyot, su marido entre 2000 y 2010. “De quien me separé jurando que jamás le quitaría el padre a Benicio, porque yo sé bien de qué se trata” y con quien “aún en la misma casa, solo discutíamos por mail, para no angustiarlo”, cuenta evocando a este “tipazo”.

Marzo 2024. Ernestina ingresó al centro UDI Gens (Unidad de Desintoxicación Intensiva), dirigido por el Dr. Guillermo Dorado, donde inició un viaje de “sanación” que duraría seis meses. Dos de reclusión total. “Lloré mucho durante las primeras semanas de aislamiento. Era una loca… ¡Una loca encerrada!”, describe. “No caía. No entendía de qué se trataba ni dónde estaba. Porque entré con la cabeza en el afuera. Sin tener certezas de cómo había quedado aquel mapa de mi vida. Y te lleva tiempo aprender que si vos no te tenés a vos misma, ese afuera estará cada vez peor”, explica. “Te desespera pensar en si te quedó alguna reunión pendiente o la factura de luz sin pagar. Pero solo se trata de excusas para usar un teléfono o pretender salir”, cuenta. El uso de pantallas (celular o computadoras) le fue restringido a una hora por día “y con mucho cuidados”, ya entrado el tratamiento. “Al principio, la ansiedad te hace creer que morirás sin celular. ¡Y hay una vida tan hermosa sin ese aparato! Pero es así: Cuando uno está tan lejos de tenerse a sí mismo, todo lo demás siempre resultará prioritario”.
Cita tres prohibiciones claras al cruzar el umbral de entrada: “No se permite el consumo, claramente. Ni la violencia en ninguna de sus formas. Ni las relaciones sexoafectivas, para que la atención no se desvíe del objetivo”, enumera. Además de las cuatro sesiones terapéuticas individuales y hasta seis grupales (ya mencionadas), el plan semanal incluyó dos prácticas de Yoga y tres de “educación física”, sin obviar la medicación, “pero sin benzodiazepinas, que tanta adicción provocan”, subraya el dato como parte de la política de este centro en cuestión. A la “limpieza física” sigue “el trabajo con uno” y, entre tanto, se presenta un desafío importante: “El respeto por los límites, que es lo primero que se pasa por alto”, señala. “Porque el adicto no tiene límites para el consumo, ni para la mentira, ni para la autoflagelación, ni para la justificación, ni para la agresión. Y ese es un objetivo inmediato en el proceso”.
Entre tanto, Ernestina plantea un ejemplo “que puede resultar estúpido”, dice, pero muy concreto. “Si durante el almuerzo el de al lado deja media milanesa, y vos te quedaste con hambre, no podés ni siquiera mirarla. ¡No! Tu plato es este. Tu dosis de nutrientes es esta. No hay chance. Ahí se come cuatro veces por día, sin posibilidad de ‘picar’ fuera de horario y mucho menos de recibir comida por parte de familiares. Así de riguroso es el sistema”, relata.

“Yo obtuve el alta un par de veces durante todo ese período. Pero frente cosas y situaciones en las que sentía que volvía a equivocarme o no lograba terminar de entender, elegía seguir trabajando un tiempo más. Porque luego amás volver a ese lugar que significó tu resguardo. Tu refugio.“, relata Pais. Y durante el lapso del tratamiento, “que nunca debe ser menor a los tres meses” (se encarga de instruir), el primer afecto en visitarla fue Gastón Pauls (53), “con quien, a lo largo de treinta años, hemos pasado todo lo que se puede pasar en cuanto a amistad se refiere”, cuenta. “Él, quien más clara la tiene por el peso de su propia experiencia, me legó una frase hermosa que se hizo muy nuestra.” Al llegar me dijo: ‘¡Te necesitamos de este lado!’“, recita emocionada. “Hoy, los dos, celebramos esta suerte de mirar la vida juntos desde ese mismo lugar”.
Siguieron amigos como María Valenzuela (68) y María O’Donnell (54), entre otros tantos que se enlistaron para abrazarla. "A Milka le costó más tiempo“, dice anticipando el próximo párrafo de esta historia.

Mamá, que ya es mayor, tenía mucho miedo de afrontar el momento y volver a comerse el garrón de verme y escucharme mal”, relata. Y en este caminar en el que la familia también se embarca en el tratamiento, “comenzamos una revinculación de modo remoto (videollamadas) hasta la presencialidad”, explica. “Cuando superé el terror a pisar la calle y empecé a tener contacto con el exterior en salidas esporádicas, al principio supervisadas y sin manejo de dinero ni de celular, me iba a dormir a su casa. ¡Y fue tan lindo volver a tener con ella esos momentos de charlas con mates en la cama! Lo disfruté tanto…”, confiesa. “Ahora tiene a su hija de nuevo. Yo amo a mi mamá, y aún sabiendo que jamás estaremos de acuerdo en muchas cosas, fuimos encontrando el modo de estar muy bien”. Se refiere a que, en cada encuentro que en la actualidad mantienen, “ante el mínimo atisbo de juzgar a quien sea, le digo: ‘Hasta acá, má. Hoy dejamos acá’, casi a modo de terapeuta”, suelta con gracia. “Entiendo como nunca el dolor de mi familia al verme en el peor de los momentos. Y estoy feliz de habernos recuperado”.
Imposible obviar a Benicio Guyot Pais (21) en esta tránsito. “Fue una vincular, con él y su papá”, dice Ernestina evocando la primera entrada de su hijo en el centro de rehabilitación. “Y lo que recuerdo de esa cita es que él no pudo sostenerme la mirada. Casi no habló ese día…”, señala pensativa, como saboreando aquella angustia pero con la satisfacción de saberla hoy ‘foto vieja’. Advierte que no se explayará demasiado respecto de Benicio (“porque a él no le cae en gracia ser citado”), aunque la emoción desobedece. “Pude haber hecho muchas cosas mal en esta vida, pero si en algo la pegamos con su padre es en el resultado de quien se convirtió. Porque Beni es ‘la bondad’. El ser más lindo que pudieras conocer”. Así define a este “hombre de metro noventa y cuarenta y cinco de calzado” interesado en estudiar medicina “tal vez por adaptación a su madre” –suelta con gracia–, y en el negocio de la gastronomía porque cocina muy bien, “también por adaptación a su madre”, bromea la ex participante de MasterChef Celebrity Argentina 3 (Telefe, 2021). “En una de las grandes charlas que hemos tenido luego, confesó que yo había llegado a darle vergüenza. Me contó: ‘Yo llegaba a casa con mis amigos y nunca sabía con qué me iba a encontrar’. Y que si omitió lo que sentía, fue siempre para evitar lastimarme”. Pero el cuento tiene un abrazo final que valió cualquier pena. “No hace mucho me dijo: ‘Má, estoy muy orgulloso de vos. Volviste a ser mi persona favorita’”.

Los ‘grupos de externados’ resultan una gran experiencia tras la internación, “porque se comparte todo eso que nos va pasando con el afuera”, dice de esta rutina que propone el centro para seguir acompañando a sus pacientes. Hoy, y nunca jamás, Ernestina hablaría en términos de ‘ex adicta’. “Porque ninguno está a salvo de una posible recaída”, advierte. “Y yo tengo actitudes compulsivas varias. Muchas y permanentes. Entonces, y para dar un ejemplo de la diaria misma, aprendí a salir de casa con tiempo. A no correr. A no engancharme en la puteada de un semáforo… ¡A no subir la espuma! Porque la mínima sensación de ansiedad despierta al monstruo”, detalla. “Y de eso se trata. De detectar qué son esas cosas que nos suben para saber vivir con más calma. Por más que algo te indigne o te horrorice, no debes perder de vista que todavía te tenés a vos. Tenés lo más importante. Yo te puedo asegurar que si uno se pierde a sí mismo, perderlo todo es cuestión de tiempo. Y cuando te recuperás a vos mismo, recuperarlo todo también es cuestión de tiempo”.
Le hace gracia al escuchar “la nueva Ernestina”, pero hay modos que han cambiado. “Perdí diez kilos”, una satisfacción que no responde a la banalidad, sino que a un vínculo más amoroso con la propia imagen. Porque según cuenta, “yo llegué a tener miedo de mostrar mi cuerpo. Un cuerpo que el consumo fue deformando”. Algo que afecta, entre otros aspectos, a la posibilidad de relacionarse sexualmente sin la necesidad de alcohol. Además, “estoy básicamente diurna. ¡Y tanto, que me levanto antes que el sol!”, bromea en serio. “Cuando uno deja la sustancia hay que aprender a ordenar el día y la noche”. Y suma como highlights dos aspectos que pregona. Uno, el ejercicio de una reciente capacidad: “No me enojo más”, asegura. “Soy naturalmente vehemente defendiendo mis ideas, pero ya no dedico tiempo al disgusto ni al que me hace disgustar”. Dos, “dejar pasar al tarado que sea capaz de reírse de esta enfermedad”, argumenta. “El verdadero problema lo tiene quien tilda al otro de borracho, timbero o falopero. ¡Respeto! No dejemos de ser respetuosos porque nadie conoce los demonios contra los que el de al lado está batallando”. Y no señales jamás al ‘hijo de tal’, porque el día de mañana, ‘el hijo de tal’ podría ser el tuyo”.

Ernestina Pais hoy se tiene “muy cerca” y sabe abrazarse bien. Dice que volvió a elegir. Que tiene “registro del otro”. Que se propuso “un tiempo de salud y de disfrute”. Que no dejará de insistir: “¡Jamás se avergüencen de tener un problema. ¡Pidan ayuda! Porque pedir ayuda salva”. Que el 12 no sólo celebrará sus 53, sino también “un año de estar limpia. Limpia de absolutamente todo. Porque ni siquiera volví a fumar”. Que quiere celebrar “muy tranquila y con mi gente, antes de comenzar a planear un largo viaje junto a Beni. ¡Tengo tantas ganas de volver a encontrarnos fuerte en ese lugar!”, cuenta conmovida. Ernestina Pais feliz. “Yo sé que seré una loca de por vida. ¡Pero una loca en sobriedad!”.