
Compartir la ubicación en tiempo real con una pareja, familiar o amigo cercano se ha convertido en una práctica cada vez más común, especialmente entre las generaciones más jóvenes. Lo que empezó como una herramienta para encontrar teléfonos perdidos o mantenerse seguros, hoy representa una nueva forma de vínculo, confianza y, para algunos, vigilancia.
Apple fue pionera en esta dinámica con su función “Buscar”, que debutó como “Buscar mi iPhone” en 2009. Más tarde se expandió con “Buscar a mis amigos” y finalmente se fusionó en una sola aplicación.
Google también ofrece una opción similar con “Find My Device”, y plataformas como Life360 están pensadas para familias con distintos sistemas operativos, como iOS y Android. Este tipo de herramientas permiten conocer, casi al instante, dónde se encuentra otra persona y, en muchos casos, recibir notificaciones cuando llega o sale de ciertos lugares.

Para muchos usuarios, esto tiene una función práctica: padres que desean asegurarse de que sus hijos llegaron al colegio, parejas que trabajan en diferentes horarios y quieren saber cuándo el otro llegará a casa, o grupos de amigos que quieren mantenerse seguros al salir por la noche.
La seguridad es una de las razones más mencionadas, especialmente por mujeres, quienes muchas veces comparten su ubicación con amigas al volver solas a casa después de una salida.
Sin embargo, esta práctica también plantea dilemas emocionales y éticos. ¿Qué pasa cuando compartir la ubicación se convierte en una forma de control? ¿Cómo se negocia la privacidad dentro de una relación?

“Si alguien vigila constantemente cada uno de tus movimientos, constituye una violación de tu privacidad, incluso si compartes tu ubicación de forma voluntaria”, señala la terapeuta estadounidense Nedra Glover Tawwab, autora de libros sobre relaciones y límites emocionales.
Según la experta, la clave está en cómo se acuerda este uso dentro de la pareja: si hay transparencia y consentimiento mutuo, puede reforzar la confianza. Pero si uno de los dos lo usa de manera obsesiva, la dinámica puede volverse tóxica.
Este matiz es respaldado por la terapeuta británica Joanna Harrison, autora del libro Five Arguments All Couples (Need to) Have. Ella advierte que, aunque compartir la ubicación puede parecer una muestra de cercanía, también puede eliminar parte del misterio y la comunicación que nutren una relación. “Se pierde un poco de romanticismo cuando sabes, al instante, dónde está alguien. ¿Qué hay de esa sensación de anhelar ser conocido?”, plantea.

Una encuesta en Australia reveló que casi uno de cada cinco jóvenes de entre 18 y 24 años considera aceptable rastrear a su pareja en cualquier momento. Esto refleja cómo la generación Z, habituada a crecer en un entorno digital, tiene una relación distinta con la privacidad y los límites.
Para ellos, el uso de Snap Maps en Snapchat o compartir ubicaciones en tiempo real no solo es común, sino que también puede ser visto como un acto de cariño. Sin embargo, no todas las historias son positivas. Organizaciones como Refuge, en el Reino Unido, han documentado casos de violencia de género facilitada por el uso de estas herramientas.
En 2019, el 72 % de las mujeres atendidas por esta ONG reportaron haber sido vigiladas a través de la tecnología. El rastreo de ubicación puede convertirse en una herramienta de abuso cuando se utiliza sin consentimiento o como forma de intimidación.
Aun así, no todos los casos son extremos. Muchas parejas dicen que comparten su ubicación más por costumbre que por control. Pero también existe el temor de que dejar de hacerlo pueda ser malinterpretado.

“Me preocupaba que, si sugería desactivarlo, mi novia pudiera pensar que la estoy engañando”, confesó un usuario que lo activó inicialmente por seguridad, pero luego sintió que ya no podía dar marcha atrás.
El fenómeno plantea preguntas importantes: ¿cuánto vale nuestra privacidad? ¿Es la vigilancia mutua una muestra de confianza o de inseguridad? ¿Qué rol juegan la comunicación y los acuerdos en esta nueva dimensión de las relaciones?
Al final, la tecnología no es buena ni mala en sí misma. Todo depende del uso que se le dé y de los acuerdos establecidos. Compartir la ubicación puede ser una herramienta útil para la seguridad y el afecto, pero también puede convertirse en una forma de control. Y como sucede con cualquier herramienta poderosa, su uso responsable es clave.
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