
Corrían las primeras horas de la noche del 5 de diciembre de 2013 cuando todos los canales de televisión de Sudáfrica se unieron a una inesperada cadena nacional para escuchar un mensaje del presidente Jacob Zuma. Con rostro contrito y hablar pausado, el mandatario hizo un anuncio que conmovió al país y el mundo: Nelson Mandela acababa de morir en Johannesburgo, a los 95 años. Recordó también una frase del hombre que con su lucha incansable había cambiado para siempre la historia del país: “Ser libre no es simplemente desprenderse de las cadenas, sino vivir de un modo que respete y aumente la libertad de los demás”.
Casi todo el país lloró al hombre que terminó con el apartheid y que, pese a pasar 27 años preso, al llegar a la presidencia había puesto todas sus energías para alcanzar la reconciliación nacional. Hacía años que Nelson Mandela se había retirado de la vida pública, pero su presencia no solo seguía sobrevolando la vida política de Sudáfrica, sino que su imagen, su lucha y su vocación por la paz se habían situado como un ejemplo vivo en un planeta convulsionado.
A “Madiba”, como todos lo llamaban con un cariño cargado de respeto, le habría bastado con ser el hombre que puso fin en su país a 342 años de dominio blanco y a 46 del régimen de discriminación racial conocido como apartheid. Sin embargo, no se sintió satisfecho con ese logro y buscó más: se propuso como prenda de pacificación en un país cargado de odio. Y eso que a Nelson Mandela le sobraban razones para odiar: había pasado gran parte de su vida preso del régimen de los blancos sudafricanos y solo logró su libertad gracias a la lucha de sus propios compatriotas, los continuos reclamos de decenas de líderes mundiales y el desgaste de un sistema de opresión que venía cayéndose a pedazos. Cuando salió de la cárcel era el preso político más famoso del planeta.
Por entonces, el odio seguía siendo la moneda en curso en Sudáfrica. Odio del poder blanco a los negros por su resistencia a someterse, odio de la población negra a los blancos por su sistema de opresión y los ríos de sangre que había hecho correr. Mandela era consciente de eso y sabía que ese odio todavía lo habitaba cuando salió de la cárcel en febrero de 1990. “Mientras caminaba hacia la puerta que me conduciría a mi libertad, supe que, si no dejaba atrás mi amargura y mi odio, todavía estaría en prisión”, contó después.
Pudo hacerlo, no sin esfuerzo, y cuatro años después de su liberación la Asamblea Nacional lo consagró como el hombre encargado de conducir el parto de una nueva Sudáfrica, que debía nacer más justa, con igualdad de derechos, sin discriminación racial. “Contraemos el compromiso de construir una sociedad en la que todos los sudafricanos, tanto negros como blancos, puedan caminar con la cabeza alta, sin ningún miedo en el corazón, seguros de contar con el derecho inalienable a la dignidad humana: una nación irisada, en paz consigo misma y con el mundo”, había dicho al asumir la presidencia en una clara señal del rumbo que quería tomar, una Sudáfrica unida y pacificada. Y lo logró.

Un hijo desobediente
Nelson Mandela había recorrido un largo y doloroso camino para llegar hasta ahí. Nació el 18 de julio de 1918, en la que entonces se denominaba Unión Sudafricana, un dominio del Imperio británico. La enorme mayoría de los habitantes eran negros, pero la minoría blanca era dueña de las tierras y sus riquezas, situación que sostenía con una estructura social discriminatoria y represiva. Su nombre real era Rolihlahla Dalibhunga Mandela y era hijo de un jefe del pueblo Thembu, un subgrupo del pueblo Xhosa, la segunda mayor comunidad cultural del país.
Su primer contacto con el opresivo poder de los hombres blancos fue cuando su padre fue despojado de la jefatura de la tribu y de sus tierras por desafiar a un magistrado británico. El segundo, cuando al empezar la primaria en una escuela segregada, la maestra le impuso, como a todos los otros niños, un nombre inglés porque, como el propio Mandela contaría en su autobiografía, los blancos “eran incapaces de pronunciar los nombres africanos —o se negaban a hacerlo—, y consideraban poco civilizado tener uno”. A él le tocó llamarse Nelson.
Se distinguió como estudiante y tuvo una ventaja para alcanzar la educación superior: pese a que su padre había sido castigado, la “sangre real” y sus contactos le permitieron ingresar a la Universidad de Fort Hare, la única de negros que había en Sudáfrica. Allí comenzó su actividad política, pero fue rápidamente expulsado por reclamar mayor poder al gobierno estudiantil. Tuvo que regresar a su aldea, donde descubrió que allí tampoco tenía lugar: en castigo por haber sido expulsado, su familia lo esperaba con un matrimonio concertado.

Bajo el apartheid
Corría 1941 y para no casarse huyó a Soweto, la mayor ciudad negra de Sudáfrica, donde se unió al Congreso Nacional Africano (CNA), una organización que luchaba por los derechos civiles de la población negra. Estaba allí cuando en 1948 el gobierno transformó en ley la discriminación de facto. Comenzaba la política del apartheid o “separación”. Esa nueva legalidad dictatorial obligaba a los sudafricanos negros a tener su documento de identidad para entrar en zonas asignadas a los blancos. También les imponía vivir en comunidades solo para negros y les prohibía tener relaciones interraciales. Por supuesto, tampoco podían votar.
Desde el principio, el Congreso Nacional Africano resistió al apartheid, primero de manera pacífica, con huelgas y manifestaciones. Al mismo tiempo, dentro de la organización, la influencia de Mandela iba creciendo. En 1952 fue el líder de la “Campaña del Desafío”, que propuso directamente incumplir la ley. En el marco de esas protestas, Mandela y otras 8.000 personas fueron detenidas y encarceladas por violar los toques de queda y negarse a presentar los documentos cuando se los exigían.
Cumplió una condena breve y al salir de la cárcel ya se lo reconocía como uno de los líderes del CNA y de la lucha por los derechos civiles de la mayoría negra. Estaba a la cabeza de todas las protestas, lo que hizo que volvieran a detenerlo en 1956, esta vez acusado de traición. Lo absolvieron en 1961 y cuando volvió a pisar la calle pasó a la clandestinidad. Tres años antes se había casado con Winnie, la mujer y compañera de lucha que —con idas y vueltas— lo acompañaría toda la vida.

“Por el derecho a vivir”
Para entonces Mandela estaba convencido de que la resistencia pacífica no era suficiente y que era necesario enfrentar al apartheid con acciones violentas si se pretendía tener éxito. Salió clandestinamente de Sudáfrica en 1962 para obtener apoyo internacional a la causa del CNA y para recibir entrenamiento militar. Lo detuvieron cuando regresó y la policía encontró en su poder planes para establecer una guerra de guerrillas. Fue sometido, junto a otros integrantes de la CNA, a un juicio por sabotaje. Convencidos de que serían condenados a muerte y ejecutados, Mandela y sus compañeros desistieron de toda defensa jurídica e hicieron del tribunal una tribuna política.
El discurso de la defensa colectiva estuvo a cargo del propio Mandela. Habló durante cuatro horas, sabiendo que sus palabras traspasarían las paredes de la sala del juicio y llegarían a toda la población. “La falta de dignidad humana que han sufrido los africanos es el resultado directo de la política del supremacismo blanco. Nuestra batalla es realmente una batalla nacional. Es una batalla de la gente africana, inspirada por sus propios sufrimientos y su propia experiencia. Es una batalla por el derecho a vivir”, clamó.
Previendo la condena a muerte, concluyó: “Esta es la lucha por el ideal de una sociedad libre y, si es necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir”. Los jueces no se atrevieron a imponerle la pena capital, pero lo sentenciaron en 1964 a pasar en la cárcel el resto de su vida.

El preso número 46664
Cuando lo condenaron, el nombre y las acciones de Nelson Mandela ya eran conocidas en todo el mundo. Pasó los primeros 18 años de su encarcelamiento en la prisión de la Isla Robben, con presos comunes y padeciendo un régimen inhumano. Sólo se le permitió la visita de una persona por año y podía enviar y recibir dos cartas por día. No tenía acceso a los diarios y lo obligaron a trabajar en una cantera de piedra caliza.
La idea de los Gobiernos del apartheid era que el mundo se olvidara de Mandela y de su lucha, además de quebrar la columna vertebral del Congreso Nacional Africano y su resistencia. Lograron todo lo contrario. Dentro de Sudáfrica, las movilizaciones por los derechos civiles y contra la discriminación se multiplicaron, ahora con la bandera de la liberación de Mandela y los otros dirigentes encarcelados. Desde el exterior comenzaron a llegar, cada vez de manera más potente, voces que reclamaban su libertad.
Nelson Mandela era el recluso 46664, pero también el preso político más famoso del mundo y su lucha contra el apartheid ganaba defensores en los cinco continentes. Le ofrecieron oportunidades de abandonar la cárcel a cambio de garantizar que el CNA abandonaría la violencia, pero las rechazó.
En abril de 1982, Mandela fue trasladado a la prisión de Pollsmoor, en Tokai, un suburbio de Ciudad del Cabo, y más tarde al que sería su último lugar de reclusión, la prisión de Victor Verster. Había padecido de tuberculosis y también debió someterse a una cirugía de próstata. Su salud empeoraba tanto como crecían los reclamos internacionales y locales por su libertad. Desde las Naciones Unidas se exigía que lo liberaran y que se pusiera fin al apartheid.
Sudáfrica se convirtió en un Estado aislado y condenado por decenas de países de todo el mundo. El régimen del apartheid comenzaba a tambalearse, mientras las banderas de Mandela flameaban cada vez más alto.
“Trabajar para hacer las paces”
La presión internacional obligó a que lo liberaran en febrero de 1990, meses después de que se recibiera de abogado estudiando en la cárcel. Afuera lo esperaba su compañera, Winnie, que durante todos esos años no había dejado de encabezar las luchas por su libertad. Desde el mismo momento en que la recobró, Mandela estuvo dispuesto a aplicar una estrategia que se había planteado mientras estaba detrás de las rejas. La formuló así: “Si usted quiere hacer las paces con su enemigo, tiene que trabajar con su enemigo. Entonces el enemigo se convierte en su compañero”.
Convertido en el líder de la oposición, con el último presidente del apartheid, Frederick De Klerk, encaró el proceso que significaría el fin legal de la discriminación racial y el primer proceso electoral libre de la historia del país más austral de África. Eso les valió a los dos el Premio Nobel de la Paz en 1993. En los fundamentos, la Academia señaló que se los otorgaba por “la labor cumplida para lograr con métodos pacíficos la eliminación del régimen del apartheid y el establecimiento de las leyes destinadas a crear una nueva democracia en Sudáfrica”.
En las primeras elecciones libres de la historia de Sudáfrica, el 10 de mayo de 1994 Mandela se convirtió en el primer presidente negro del país que el mundo había repudiado por la brutal opresión que ejercían los blancos. “En el día de hoy, todos nosotros, mediante nuestra presencia aquí y mediante celebraciones en otras partes de nuestro país y del mundo, conferimos esplendor y esperanza a la libertad recién nacida. De la experiencia de una desmesurada catástrofe humana que ha durado demasiado tiempo debe nacer una sociedad de la que toda la Humanidad se sienta orgullosa”, dijo en su discurso de asunción, para que lo escucharan todos los sudafricanos y los representantes llegados a Pretoria desde decenas de países del planeta. A nadie se le escapó que ese día de mayo de 1994 se convertiría en una fecha bisagra de la historia, no solo de Sudáfrica sino mundial.
En los cinco años que duró su presidencia, emprendió una labor incansable para acortar la brecha de la desigualdad social y racial del país, pero su mayor esfuerzo apuntó a la reconciliación nacional. Para avanzar en ese sentido creó la Comisión para la Verdad y la Reconciliación de Sudáfrica, un organismo diseñado para documentar las violaciones de los derechos humanos y ayudar a víctimas y transgresores a aceptar su pasado. Aunque sus resultados se han cuestionado, la comisión proporcionó los inicios de una Justicia restaurativa —un proceso centrado en las reparaciones en lugar de las represalias— para un país donde las heridas de siglos de opresión y violencia seguían abiertas.

El retiro y el adiós
Cuando terminó su mandato presidencial podría haber seguido influyendo de manera determinante en la vida política sudafricana, pero consciente de sus fuerzas decidió salir del escenario del poder. Siguió apareciendo en público, hasta que en 2004 también dejó de hacerlo, luego de conseguir con gestiones internacionales que Sudáfrica fuera elegida como sede para el Campeonato Mundial de Fútbol de 2010, el broche de oro de su tarea, que pondría al país que había logrado pacificar en el centro de las miradas de todo el mundo. Entonces, lejos de toda solemnidad, anunció su retiro definitivo con una sola frase: “No me llamen, yo los llamaré”.
Nelson Mandela murió de neumonía poco después de las ocho de la noche del jueves 5 de diciembre de 2013. El Gobierno decretó diez días de duelo nacional. “Madiba nos unió y juntos vamos a despedirlo. Expresemos la profunda gratitud por una vida vivida al servicio de la gente de este país y de la causa de la humanidad. Es un momento de profundo dolor. Siempre te amaremos, Madiba”, lo despidió el presidente sudafricano Jacob Zuma. Al día siguiente, en las necrológicas que repasaron su vida y sus luchas, algunos medios recordaron que, por una de las tantas paradojas que habitan la geopolítica, el día que había asumido la presidencia los Estados Unidos todavía lo tenían incluido en su lista internacional de “terroristas” por su lucha contra la discriminación racial.
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