
La escena educativa en la región se transformó en una trinchera inesperada frente a una emergencia sanitaria que, según quienes conviven a diario con los adolescentes, ya no puede ocultarse bajo ninguna estadística. Sheila Acosta Anzalone, directora titular de la secundaria 1 de General Madariaga, también profesora de la secundaria 5 Argentino Luna de la misma ciudad y de la escuela Corbeta Uruguay en Pinamar, con más de treinta y cinco años de trayectoria, lo resume con una frase directa y contundente: “La crisis de salud mental en los adolescentes viene de hace un tiempo, pero lo de este año es muchísimo. La situación es muy preocupante en toda la región”.
Lo que describe no es un clima, ni una percepción ni una exageración emotiva. Es un territorio donde, solo en Pinamar, “más de diez adolescentes y jóvenes se suicidaron en lo que va del año”, ejemplifica.
En Madariaga, si bien sin cifras exactas acumuladas, el fenómeno se expresa de otro modo según Anzalone: intentos que se multiplican, autolesiones generalizadas, estudiantes medicalizados y docentes exhaustos tratando de contener lo incontenible.

El aula como primera línea
Acosta Anzalone no se presenta como experta en salud mental, pero habla desde el lugar donde estallan las señales: “Como educadores trabajamos permanentemente la política de cuidado y lo estamos viendo. Somos quienes podemos detectar las señales todos los días”, detalla.
Hace unos años, explica que “había uno o dos estudiantes con indicios de autolesiones. Hoy son muchísimos en todas las escuelas secundarias”. El corte en los brazos, en las piernas o en zonas ocultas del cuerpo dejó de ser un hecho excepcional para convertirse en parte de la cotidianeidad escolar. Y cada corte, insiste, expresa un dolor que los chicos no pueden poner en palabras. Lo que a la docente la conmueve no es solo la magnitud del fenómeno, sino su velocidad: “Esto se multiplicó exponencialmente.”
Adolescentes que dejan de creer en el futuro
Para la “profe Sheila”, como la llaman cariñosamente sus alumnos, el problema no es únicamente emocional o psicológico. También es político, económico y cultural. En Madariaga y Pinamar, dice, la desigualdad es “escandalosa”, y los jóvenes la viven en carne propia.
Acosta Anzalone fue delegada electoral en las últimas elecciones. El dato que aporta es revelador: “En mi delegación no aplaudimos una sola vez porque no hubo ningún voto nuevo de 18 años”. Los chicos, afirma, pasaron de la ilusión de 2023, “cuando muchos creyeron en promesas de dólares y vouchers para estudiar en colegios privados, a la profunda desconfianza: Ahora dicen que votar no sirve para nada”.

Territorios desiguales y vidas descartables
La región, sostiene, exhibe una contradicción feroz entre el brillo veraniego del turismo y la precariedad que viven sus propios jóvenes. Pinamar, en particular, dice, es un municipio donde “no se cuida a los adolescentes en el ámbito laboral” y donde las tragedias laborales se naturalizan.
Cita dos casos que marcaron a las escuelas locales. “Fausto, un joven de 19 años, cayó del cuarto piso de una obra sin medidas de seguridad”. Su madre, relata, mantiene una causa por negligencia político-empresarial. Y antes, una alumna de su escuela murió en el montacargas de una heladería: “Era enero y después de las pericias en Munchi’s siguieron vendiendo helados”, se indigna. Para Acosta Anzalone, esa secuencia revela un patrón de desprotección: “Los jóvenes son invisibles en la sociedad”.
La temporada laboral: “una piña al pobrerío”.
La llegada del verano, que para muchos representa trabajo, ingresos y movimiento económico, para los adolescentes del sector más vulnerable es una prueba de supervivencia. Jornadas de diez o doce horas, sin descanso semanal, sin controles laborales y con sueldos que no alcanzan. “Acá en la temporada no existe el respeto por las leyes laborales. Los chicos trabajan 10, 12 horas, y no paran nunca. Yo digo que no les importan los jóvenes, en lugar de ayudarlos a crecer y progresar, prefieren darle una piña al pobrerío, como muchos empresarios o dueños suelen referirse despectivamente a ellos”, describe.
Incluso quienes viajan desde Madariaga para trabajar en Pinamar enfrentan una ecuación absurda de acuerdo con el testimonio de Sheila –quien reside en Ostende, a 31 kilómetros de Madariaga-: “El colectivo cuesta 16 mil pesos ida y vuelta. La mitad del sueldo se les va en la empresa Costa Azul”.

El invierno es el momento en que el dolor acumulado estalla según la directora: “Antes juntaban un pesito y alguno se podía ir a estudiar. Ahora ya no pasa. Son sueldos de hambre y después pasa el verano, quedan como a la deriva, y viven un dolor inmenso que no saben cómo tramitar”, explica.
Intentos, autolesiones y un sistema que no alcanza
La profesora es clara: “En todas las escuelas de Pinamar tenemos muchos estudiantes medicalizados porque tuvieron intento de suicidio. Los equipos de salud actúan rápido y mantienen internados a los adolescentes hasta estabilizarlos, pero la demanda supera todo”. Pero ocurren casos que desarman incluso a los docentes más formados. Cuenta un caso que sucedió en Madariaga apenas veinte días atrás: un estudiante sin indicios, sin signos previos, sin conflictos visibles. Un chico integrado, con amigos, que tomó una decisión extrema. “Nadie se lo esperaba. Ni en la escuela ni en la familia. Nos sorprendió a todos”.
El desborde no es solo de los adolescentes. También de los docentes. “Es una carga muy grande encontrarse con chicos que te dicen ‘ya no quiero vivir’”, se sincera Sheila. En un reciente encuentro virtual con psiquiatras, que convocó a toda la región, muchos profesores no podían dejar de llorar en el chat. Una docente, maestra del último chico que murió, repetía que no dormía, que tenía pesadillas, que se sentía culpable. Ante esa escena, un profesional les dijo: “Ustedes con su labor de estar junto a ellos acompañándolos, no saben la cantidad de vidas que salvan todos los días”.
La invisibilidad como herida principal
Para Acosta Anzalone, una idea atraviesa todos los relatos que escucha: los adolescentes se sienten invisibles para la sociedad, para el sistema laboral, para las instituciones que deberían cuidarlos. Y las redes sociales amplifican esa herida: “Muestran mundos ideales que producen mucha frustración. Está el mandato de la felicidad: si no sos feliz es tu culpa”.
Un docente de otra ciudad contó un caso brutal en una capacitación: preguntó a sus alumnos cómo se imaginaban en veinte años. Uno respondió que se imaginaba “en un mural”. En esa zona, los amigos pintaban murales con las caras de los chicos muertos. “Su forma de ser visible era esa. Su única posibilidad de existir”, concluye la docente.
Hablar del suicidio para evitarlo
Uno de los puntos que Acosta Anzalone repite es que hablar de suicidio no provoca suicidios. Por el contrario: “Hablar del tema y abordarlo es muy necesario. Dialogar sobre salud mental es clave, esencial. Hay que erradicar el mito”.
La prevención, asegura, empieza con una frase simple, nombrar el dolor: “La vida a veces es horrible. La vida duele un montón. Pero más adelante las cosas van a estar mejor. No siempre va a doler tanto”. En las escuelas trabajan para que los chicos sientan que existen, que son vistos, que hay un adulto que los escucha. “Militamos la amorosidad”, especifica.

Una ordenanza sin ejecutar y un reclamo al Estado
La docente no duda en señalar responsabilidades concretas: “En Pinamar hay una ordenanza de salud mental que no se ejecuta. La norma prevé más psicólogos, más psiquiatras, talleres, acciones preventivas y un fortalecimiento del sistema de salud mental para adolescentes. Nada de eso ocurre”.
Lo que duele, afirma, es que el presupuesto destinado al área se redujo justo en el año en que se perdieron más vidas: “No alcanza con hacer tallercitos. Hay que ir a buscar a los chicos a donde están: las escuelas, los clubes, los espacios que habitan”. También señala que en Madariaga directamente no existe una ordenanza de salud mental para jóvenes, pese a la crisis visible.
Sobrevivir para poder ver los momentos buenos
Los adolescentes —los que murieron, los que lo intentaron, los que se autolesionan, los que sienten que su vida no vale nada— son, para Acosta Anzalone, el centro de una discusión que se resiste a ser pública.
“Hay que decirles: ‘la vida duele, pero hay que mantenerse vivo para poder experimentar cuando la vida esté buena’”. Es la frase que recoge de las capacitaciones, de los psiquiatras, de la experiencia diaria en las aulas y del duelo que atraviesa la región.
El testimonio vivo e impactante de esta directora que todos los días abre la puerta a un universo frágil y lastimado resume la urgencia: “Tenemos que cuidar a los chicos. Hagámoslo de una vez por todas, ¿qué estamos esperando, más muertes?”.
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