La vida de José María Gatica: su cercanía al peronismo, el día que luchó contra Martín Karadagian y su trágico final

El boxeador que nació en la pobreza llegó a subirse al ring del Madison Square Garden. El 12 de noviembre de 1963 murió tras ser atropellado por un colectivo

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José María Gatica, un boxeador
José María Gatica, un boxeador que no solo noqueaba rivales, sino también la indiferencia

“¿Qué mono? ¡Mono, las pelotas!”, solía gritar José María Gatica, desafiante, cuando alguien lo llamaba por el apodo que detestaba. Pero el destino, tan irónico como implacable, se encargó de sellar para siempre ese nombre junto al suyo. Mucho antes de ser leyenda, Gatica fue lustrabotas. Luego de llegar a la gloria deportiva, fue mozo y tuvo otros oficios. Antes del Luna Park, su ring fue el andén de Constitución; y antes de llegar a la cima, creció caminando en calles de tierra.

Peronista hasta el tuétano, Gatica fue el boxeador del pueblo y el mimado de Juan Domingo, el presidente argentino. Con su apoyo viajó a los Estados Unidos, buscando una victoria contra el campeón mundial Ike Williams, pero fue derrotado por nocaut en el primer asalto en el Madison Square Garden.

De regreso, encontró el olvido. Murió un 12 de noviembre de 1963, en un accidente que parecía una broma del destino: atropellado por un colectivo en Avellaneda. Su vida fue inmortalizada por “Gatica, el mono”, una película del excepcional Leonardo Favio.

La pelea de Gatica y
La pelea de Gatica y Ike Williams, que al gobierno de Perón le costó 300.000 dólares, pero el Mono fue derrotado en el primer round. El comienzo del final

Del barro al ring

José María Gatica nació el 25 de mayo de 1925 en Villa Mercedes, provincia de San Luis, pero cuando tenía 7 años, su familia se mudó a Buenos Aires, buscando las oportunidades que la vida en el interior no les ofrecía. Allí, entre el sonido de los trenes y las fábricas que amanecían los barrios, el chico creció con las calles como patio de juegos y la necesidad como maestra.

Extremadamente pobre, desde niño trabajó como lustrabotas en la estación de Constitución y también vendiendo diarios para llevar algún dinero a la casa. No terminó la escuela primaria: el hambre lo sacó del aula antes de tiempo. Aprendió a sobrevivir antes de aprender a leer, a correr para cuidarse antes de conocer el miedo y a pelear. En esa estación colmada de gente que apenas lo miraba, de ruido y hollín, aprendió a defender con los puños su pequeño espacio de trabajo frente a otros chicos tan necesitados como él.

El ‘Mono’ Gatica
El ‘Mono’ Gatica

Aquellas peleas callejeras se convirtieron en su primera escuela de boxeo. La habilidad que mostró para imponerse en esos duelos por un cajón de cera llamó la atención de un comerciante que lo veía desde cerca. Se trataba de Lázaro Koczi, un hombre con vínculos en el mundo pugilístico. Fue él quien le ofreció participar por dinero en los combates irregulares que se celebraban en The Sailor’s Home, un alojamiento para marineros sin trabajo de la misión británica. Eran peleas breves, a tres rounds, donde se apostaba fuerte y se ganaba poco, pero donde Gatica, de entre 11 y 13 años, empezó a entender el poder de sus puños y de su presencia. Luego de unas victorias al hilo en ese circuito clandestino, Koczi le propuso dedicarse al boxeo profesional. Hasta entonces, José María alternaba el ring con su puesto de lustrabotas en Constitución: de día lustraba zapatos, de noche se batía a golpes.

Cuando subió por primera vez a un cuadrilátero formal, a finales de la década de 1930, llevó en sus puños el peso de aquella infancia. Cada trompada era una forma de decir: “¡Aquí estoy yo!”... Y en los barrios lo escucharon y se corría la voz que Gatica noqueaba sin mucho esfuerzo. Su estilo era puro instinto: salvaje, visceral, sin cálculo. Un relámpago que iluminaba la noche de Buenos Aires.

A los 14 años comenzó a boxear como amateur en los clubes de barrio, y a mostrar su estilo brutal: no buscaba la técnica clásica, sino la contundencia, la velocidad y el golpe que dejara huella y una estadía en la lona. Desde el primer momento, el público lo adoptó como propio y en cada pelea se sentía la presencia del barrio entero. Gatica, el pibe que nadie miraba en Constitución, se convertía en un símbolo de aquellos marginados de la Década Infame, en un reflejo de la lucha diaria de los humildes. Y así, entre el humo de los trenes y el eco de los aplausos en los clubes de barrio, empezó a construirse el mito. Y pronto buscaría la gloria en el centro del ring.

Gatica junto a Perón
Gatica junto a Perón

Furia, fama y política

El salto de Gatica al profesionalismo ocurrió en 1945, cuando venció por nocaut en el primer asalto a Leopoldo Mayorano. Aquella noche marcó el comienzo de una fiebre popular. Su nombre corrió de boca en boca por los clubes porteños, por los cafés, por los talleres: había nacido un ídolo del pueblo.

Pero entender qué significa aún su nombre va ligado del contexto social en que se consagró: su llegada al ring se dio en tiempos de gobiernos autoritarios, fraudes electorales y desigualdad, cuando tantos chicos dejaban la escuela para llevar pan a sus casas y la esperanza parecía ajena a quienes dormían en conventillos. En ese paisaje de necesidad y oportunidades escasas, el cuadrilátero se convertía en el único escenario donde un chico podía torcer su suerte. Y Gatica empezó a construir el mito del pibe que desafió al destino a fuerza de puños.

Cada victoria suya era celebrada como un triunfo colectivo; cada nocaut, un estallido de esperanza. En el Luna Park, su templo definitivo, Gatica desplegaba un boxeo que parecía un ritual: avanzaba sin pausa, lanzaba ganchos al cuerpo, combinaba fuerza, velocidad y una rabia contenida que electrizaba al público. Era el espectáculo de un hombre que no solo peleaba por sí mismo, sino por todos los que alguna vez sintieron que la vida les tiraba la toalla.

En poco tiempo, acumuló victorias, fama y devoción. Pero su historia nunca fue solo deportiva, sino política, social y profundamente argentina. Su ascenso coincidió con la llegada de Juan Domingo Perón al poder y era, justamente el peronismo, el movimiento que prometía reivindicar a los suyos, los olvidados, y poner en el centro a los descamisados. Gatica, sin proponérselo, encarnaba esa promesa: era el hijo del barro que había llegado al centro del ring, el símbolo de que los humildes también podían brillar.

El público lo adoraba. Cuando subía al cuadrilátero, el Luna Park rugía como una sola garganta. Sus peleas eran una mezcla de combate y espectáculo, una puesta en escena donde el coraje era bandera. Para muchos argentinos, Gatica representaba algo más que un deportista: era una expresión viva del pueblo, un gladiador que peleaba sin estrategia, guiado por el instinto y la pasión.

Juan Domingo Perón, recién electo presidente y ferviente aficionado al boxeo, no tardó en notar su magnetismo. En una de las tantas noches en el Luna Park, Gatica, exaltado por la victoria y por el fervor de la multitud, se inclinó hacia donde estaba el mandatario y lanzó una frase que se volvería inmortal: “General, dos potencias se saludan”, le dijo.

Aquel gesto selló su destino: se convirtió en el boxeador del peronismo, el “campeón de los descamisados”. Eva Perón lo admiraba; Perón lo impulsó a viajar a Estados Unidos para enfrentar a los grandes nombres del boxeo mundial e invirtió en eso unos miles de dólares. En 1951, José María partió dos veces con la ilusión de conquistar el mundo, aunque no disputaba ese título: el 27 de julio peleó en el Eastern Parkway Arena de Brooklyn y venció por nocaut técnico en el segundo asalto a Terry Young. El 26 de octubre, en el Madison Square Garden, Gatica enfrentó al campeón mundial Ike Williams y fue derrotado por nocaut en el primer round.

Aquella derrota fue dura, pero más simbólica que deportiva, ya que representó el límite entre la épica local y la imposibilidad de trascender las fronteras. Supo que no tenía preparación suficiente ni apoyo técnico real. En el fondo, Gatica seguía siendo el muchacho de Constitución, el peleador callejero que deslumbraba con coraje pero que se quedaba sin plan frente a los grandes escenarios.

Y volvió a ser lo que siempre fue: un ídolo del pueblo. Sus noches en el Luna Park seguían convocando multitudes, y cada triunfo era celebrado, pero el esplendor empezaba a mezclarse con el vértigo. Gatica vivía rápido y gastaba aún más rápido el dinero que ganaba; su fama se alimentaba de la misma intensidad con la que se desgastaba. Autos, fiestas, trajes, adulaciones y excesos varios.

Escena de la película "Gatica,
Escena de la película "Gatica, el Mono", de Leonardo Favio

Los sectores más conservadores lo despreciaban. Lo llamaban “El Mono”, con tono despectivo, burlándose de su piel morena, de sus modos populares, de su falta de refinamiento. Él respondía con orgullo y furia. “¡Señor Gatica!“, solía decirles entre dientes y mirándolos ahora sobre su hombro. Ese destrato lo hizo darse cuenta de que nunca encajaría en los salones de la elite.

En 1955, el golpe militar que derrocó a Perón marcó el inicio de su caída. Su cercanía con el expresidente se volvió un estigma. Le retiraron la licencia, lo apartaron de los rings y, poco a poco, fue cayendo en el olvido. Para muchos, había dejado de ser un símbolo. Pero él siguió peleando: volvió a los combates clandestinos, en clubes de barrio, incluso en espectáculos de lucha libre donde fingía derrotas a cambio de unos pesos. La gloria quedaba atrás, pero su espíritu de combate no se apagaba. Seguía golpeando, como si cada trompada fuera un acto de resistencia, una manera de seguir de pie cuando todo lo empujaba al suelo.

Así se fue consumiendo el ídolo. El hombre que alguna vez llenó el Luna Park ahora apenas llenaba el silencio de los bares donde contaba sus hazañas. Su nombre ya no encabezaba carteles luminosos, pero seguía siendo un mito en las voces de los que lo habían visto brillar.

Karadagián y Gatica protagonizaron una
Karadagián y Gatica protagonizaron una pelea violenta y de corta duración, muy diferente a lo acordado

Leyenda, cine y caída final

Gatica se volvió leyenda incluso antes de su muerte, era como una epopeya urbana. En 1993, Leonardo Favio llevó su vida al cine con Gatica, el Mono, una película que capturó no solo sus combates, sino también su relación con el pueblo, con la política y con la gloria efímera. La pantalla mostró a un hombre que vivía con intensidad extrema, que subía y bajaba con la misma velocidad que sus golpes.

Si puede decirse que la muerte de un hombre puede ser absurda, la del ídolo en medio del ocaso, lo fue. El 10 de noviembre de 1963, alcoholizado, perdió el equilibrio al bajar de un colectivo en Avellaneda y fue enrollado por la fuerza de la máquina mientras intentaba pararse. Tenía 38 años y aquel colectivo lo pasó por encima.

“Aquel 10 de noviembre de 1963, Independiente le ganó a River dos a cero con goles de Mario Rodríguez. Y, mientras la multitud de ambas hinchadas le ponía sonido al espacio de Avellaneda, el Mono, algo mareado por el vino compartido en la tribuna, intentó bajar del colectivo de la línea 295 ya con la marcha en disminución. Su pierna derecha deteriorada después de un show años atrás, con Martin Karadagián por la degradante obligación de ganarse unos pesos para comer, le falló y cayó a la calzada. Fue en la calle Herrera, esquina Pedro de Luján. Las ruedas de atrás del interno 16 conducido por Antonio Cirigliano pasaron por encima de su cuerpo", describió el fatal accidente el periodista Cherquis Bialo.

A los dos días y producto de las graves heridas, murió en el Hospital Rawson. Su funeral fue modesto, pero miles de personas llegaron para despedirlo. Una multitud acompañó el cortejo fúnebre. Con él, se cerraba una época.

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