
No daba para nada con la imagen de político exitoso, de carácter arrollador. Miguel Juárez Celman era petiso, menudo, con una pelada que anunciaba la irreversible ampliación de su frente, con bigote y barba en punta muy cuidada. No poseía ningún rasgo distintivo y podía pasar, fácilmente, por un hombre común y corriente.
Su valor agregado era su inteligencia y ambición, y su carrera política lo decía todo. Porque su trayectoria parecía la de una locomotora que todo lo arrollaba a su paso hasta que, de pronto, terminó en una vía muerta, y nadie más se ocupó de ella.
Nació en Córdoba el 29 de septiembre de 1847 en el seno de una renombrada familia local. Estudió en el Colegio Monserrat y derecho en la universidad de la provincia.

En 1872 se casó con Elisa Funes, hermana menor de Clara, la esposa de Julio Argentino Roca. Para algunos, eran estrechos amigos y para otros solo socios políticos que se soportaban. En una provincia con fuerte arraigo religioso, su figura de fuerte contenido liberal enseguida sobresalió.
Fue un joven precoz, ya que fue un jovencísimo doctor en jurisprudencia, antes de cumplir los 30 figuraba en el top five de los políticos del interior, a los 33 fue ministro de gobierno, tres años después gobernador de Córdoba, a los 39 senador nacional y a los 42 presidente del país. Parecía imparable.
En 1878 el gobernador Antonio Del Viso lo nombró ministro de Gobierno y cuando terminó su período, lo sucedió el 17 de mayo de 1880. Su gestión fue ejemplar, en lo que se refiere a educación, obras públicas, industria y finanzas. Al finalizar su mandato, la legislatura provincial lo designó para ocupar una banca en el senado de la nación que dejó libre su pariente Gregorio Gavier, quien fue a la gobernación. La esposa de Gavier era prima hermana de la esposa de Celman.

Pero Juárez Celman era una persona por demás ambiciosa, que a esa altura había construido una maquinaria política perfecta de fraude, favores y alianzas estratégicas, y buscaba una proyección nacional.
En su momento, su desempeño fue clave para tejer las alianzas que llevarían a Roca a la presidencia, ya que había sido uno de los responsables de la maquinaria roquista, que desde 1880 manejaba los hilos del país. Gran parte del armado de la liga de gobernadores que llevaron a su pariente a la Casa Rosada se le debe a él. Y cuando éste buscó sucesor, era cantado que llevaba las de ganar.
Sin embargo, en Buenos Aires tuvo una fuerte oposición, porque pretendían un primer mandatario porteño: Roca y Avellaneda, tucumanos, y antes Sarmiento sanjuanino. Justamente Sarmiento se refería a Celman como “el marido de la hermana de la mujer de Roca”.

En 1885, varios eran los anotados en la carrera presidencial. Dardo Rocha, gobernador, Bernardo de Irigoyen, Victorino de la Plaza, Domingo Sarmiento, Benjamín Gorostiaga y el propio Juárez Celman, a quien Roca eligió para consolidar el Partido Autonomista Nacional. El general Bartolomé Mitre se opuso a esta candidatura, porque siendo parientes con Roca, se vería el proceso como una sucesión y no como una elección.
El 12 de octubre de 1886 juró como presidente, quiso imprimirle a la gestión el mismo ritmo que le había impuesto a su provincia y se caracterizó por ser una persona tozuda y muy ambicioso. No por nada se lo llamó “El único”. Hubo una exacerbación del presidencialismo y de la figura del primer mandatario.
Durante su gobierno quedó establecido el Registro Civil y el Matrimonio Civil, además de distintas obras, como la expansión de la red ferroviaria, las del puerto porteño, el palacio de Obras Sanitarias, o las reformas en la Casa Rosada.

En el fondo, Celman ya estaba cansado de Roca, de su estrella, de que fuera el hombre de referencia, y se armó de un círculo de confianza de jóvenes luminarias para asegurarse su futuro donde él fuera el primero. Allí estaban Roque Sáenz Peña, José Figueroa Alcorta, el prestigioso Ramón J. Cárcano y Estanislao Zeballos. Quería abrir su propio camino.
Hizo todo lo posible durante su gobierno para ponerse a todo el mundo en contra. Al mismo tiempo, su concuñado, con inteligencia, se alejaba cada vez más. Su hombre en el gobierno era el vicepresidente Carlos Pellegrini.
Ducho en las cuestiones políticas, pero ignorante en lo que a economía se refería, implementó medidas muy antipopulares, como la venta de gran parte del patrimonio nacional al extranjero. Acusado de que su gobierno llevaba adelante la política del derroche, terminó comprometiendo al país en empréstitos impagables, y su gestión se tornó tremendamente antipática, denostado tanto por opositores como por los conservadores que lo habían apoyado. La balanza de pagos era negativa, se abusó en la emisión por bancos garantidos, con resultados que auguraban una catástrofe.
La gente buscó un culpable y todos coincidieron en su persona, a quien el ingenio popular lo había bautizado con el mote de “el burrito cordobés”.
A su gobierno se lo llamó “Unicato” y a Celman parece que estaba cómodo con esa calificación. En ese proceso, el propio Roca fue desplazado en la conducción del Partido Autonomista Nacional y no se desesperó. Tampoco cuando el presidente proclamó la candidatura de Ramón Cárcano, un cordobés de 28 años, para sucederlo en la presidencia. Roca se había alejado de la capital y, como su socio Pellegrini, lo dejaron hacer.

Para 1889, el país era un gran desbarajuste. Un aumento sin control del circulante por las emisiones y empréstitos, dinero que como no existían actividades productivas donde invertirlo, iban a la especulación. Todo se transformó en una gran pasión por el juego, y en la Bolsa iban y venían increíbles sumas de dinero, que perdía valor día a día.
La deuda aumentó de 117 a 351 millones, además de 35 millones de deuda flotante en oro, metal que comenzó un alza sin techo. La Bolsa se derrumbó, las quiebras eran cosa de todos los días, como el aumento desmedido de los artículos de consumo. La clase trabajadora se vio seriamente afectada y estallaron las huelgas. Argentina estaba, literalmente, fundida.
Roca supo que se preparaba una revolución para voltear al gobierno. Eran hombres de la Unión Cívica, una agrupación que congregó a personalidades de la talla de Leandro N. Alem, Aristóbulo del Valle, Torcuato de Alvear, Francisco Barroetaveña, y muchos otros, que propugnaban la creación de una nueva agrupación que salvase al país, en las antípodas del ideario partidario oficialista.
Roca operó con Pellegrini, para que tuviera éxito pero que esos hombres no llegasen al poder.
Cuando el 29 de julio de 1890 estalló el movimiento y la ciudad se convirtió en un campo de batalla, el astuto Pellegrini lo convenció de que dejase la capital, que él se encargaría de manejar la situación. El resultado es por todos conocido: Pellegrini, al dominar la revolución, quedó como el héroe del momento y el presidente casi un cobarde que, ante un conflicto, había preferido alejarse. La frase que entonces se grabó a fuego fue que “la revolución está vencida, pero el gobierno está muerto”.
Una asamblea legislativa, que presidió Roca, le pidió a Juárez Celman la renuncia, y se la aceptaron por 22 votos contra 6. Ya no tenía maniobra para negociar, no tenía con qué. El final debió terminar de demolerlo: Pellegrini terminó el mandato y su odiado concuñado asumió la presidencia del senado y la titularidad del Partido Nacional. “Ya se fue, ya se fue, el burrito cordobés”, coreaba la gente en la calle.
Se convertiría en el primer presidente argentino en renunciar a su cargo. En el texto de su renuncia, decía que ese no era el momento de discutir los actos de su gobierno pero que, sin embargo, creía en la justicia y que cuando se hubieran acallado las pasiones, se pudiese analizar lo que hizo como presidente. Eso nunca ocurriría.
Fuera de la presidencia, se recluyó en su estancia “La Elisa” de Capitán Sarmiento, casa donde vivió encerrado, sin recibir a nadie, sin ocuparse nunca más de la política y con la prohibición de que se nombrase a Roca en su presencia. No respondió acusaciones, calumnias ni injurias. Su postura se asemejaba más a la de un monje que aceptaba mansamente su suerte.
Nunca más habló, ni brindó su visión de los hechos. Murió el 15 de abril de 1909 en Arrecifes, olvidado e ignorado -en la ciudad de Buenos Aires no hay una calle o una plaza que lo recuerde- a ese, que de joven, ambicionaba con llevarse el mundo por delante.
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