El adiós a un Papa bueno, humanísimo e integrador, y la oportunidad histórica que perdimos los argentinos

Francisco fue criticado políticamente desde diferentes sectores. Sin embargo, recibió a todos en el Vaticano. Luego de su muerte, se duda acerca de que su ejemplo conciliatorio eche raíces entre la dirigencia de su país, el que no visitó desde fue ungido Papa

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El Papa sonriente en la
El Papa sonriente en la plaza San Pedro (REUTERS/Alessandro Bianchi)

Somos incorregibles. Ahora que el mundo entero llora al papa Francisco, ahora que el mundo entero exalta sus virtudes, su humanismo, su espíritu de unidad, su decisión de abrir la Iglesia a todos entre tantas otras virtudes de su legado todavía inexplorado; ahora que el mundo empezó a extrañarlo, gran parte de la dirigencia política y gran parte de la sociedad argentina también se pliega a ese duelo no sin cierta hipocresía.

Seamos francos, aunque duela: la consagración del cardenal Bergoglio como Papa en marzo de 2013 no se vivió en el duro campo político y social de este país que todavía anda a los tumbos, como un gran hecho histórico, como una oportunidad, como un privilegio: no fuimos como los polacos cuando fue elegido Karol Wojtyla.

Por el contrario, Bergoglio primero y Francisco después fueron vistos ambos casi como una desgracia, como una piedra en el zapato, como un gran fastidio que el azar, la Providencia, el Espíritu Santo ponían en medio del camino tan trillado, cómodo y letal del enfrentamiento, el combate, la batalla en la que la sociedad está inmersa desde hace décadas.

Durante los doce años de papado de Francisco, los argentinos perdimos una oportunidad histórica, única, de abuenarnos, de adecentarnos, de vivir en el disenso sin desenvainar la espada, una espada de goma como siempre; perdimos la oportunidad de servir a un pastor al que quisimos confundir con un lobo. Entrar en ejemplos es odioso, atractivo e inútil. Pero en esos doce años la ya famosa “grieta” se hizo más honda, más abismal.

El papa Francisco junto a
El papa Francisco junto a los cuatro presidentes que gobernaron Argentina durante su ministerio petrino: Cristina Kirchner, Mauricio Macri, Alberto Fernández y Javier Milei

A Francisco lo acusaron poco menos que de comunista, lo mismo hicieron entre 1958 y 1963 con el papa Juan XXIII, quienes quisieron ver el fantasma de Lenin en la profunda inclinación de Francisco por los pobres, los desamparados, los humildes, los solos, los abandonados, los descartados a quienes incluyó, un grito de alerta, en una “cultura del descarte”. Del otro lado, lo acusaron de ultra conservador quienes entienden nada de misericordia, quienes no conocían a Bergoglio, de quienes conocen nada del perdón y de las parábolas cristianas que hablan de ovejas y rebaños. Como síntesis abarcadora de los insultos que le dirigieron, lo acusaron incluso de ser un agente del Mal encarnado en la Iglesia de Pedro.

Francisco, que fue bíblico, hizo lo que supo siempre hacer: puso la otra mejilla y los esperó a todos en el Vaticano. Y allá fueron todos, sin ruborizarse, con regalitos primorosos, sonrisas blanqueadas y gestos sumisos. Como el Papa era peronista, que es una forma de la inevitabilidad, a algunos de los visitantes les frunció el ceño. Pero nada más que eso.

Resulta increíble que quienes claman hoy por el legado del Papa muerto, hayan sido incapaces de seguir el ejemplo de Francisco vivo.

Algunos reproches post mortem cuestionan, con la ligereza que otorga el oscurantismo y cierta barbarie ilustrada con levedad, que Francisco no haya visitado la Argentina y que no haya sido en verdad “El Gran Reformador” que vio su biógrafo, Austen Ivereigh. Francisco recibió una Iglesia moldeada por los casi veintisiete años de papado de San Juan Pablo II y los ocho de Benedicto XVI. Fueron tres décadas y media de cambios brutales en el mundo, de progresos tecnológicos, de insospechados avances médicos y científicos, de urgentes reclamos humanos por derechos negados y por nuevas formas de familia, por nuevas opciones de vida; fueron años de un febril fermento de ideas en los que la Iglesia se mantuvo acaso anclada a sus dogmas y de alguna manera desanduvo el lento camino trazado en los años 60, cuando los reveladores días del Concilio Vaticano II.

Francisco abrió de nuevo las amplias puertas de la Iglesia, fue un Papa bueno, humanísimo, integrador; habló a los jóvenes en quienes depositó gran parte de sus esperanzas, les dijo: “Hagan lío”, y los convirtió en peregrinos de una fe que hasta entonces estaba acaso desinflada: son los jóvenes quienes hoy más lo lloran. Denunció el tráfico de personas, fue implacable para con los miembros del clero envueltos en escándalos sexuales, transparentó las finanzas vaticanas en crisis desde 1978, alertó sobre la tendencia a la destrucción de las sociedades ciegas u obnubiladas, despojó de prejuicios, pesadillas y obstinaciones la vida espiritual de los millones de católicos que en todo el mundo escucharon sus palabras dichas siempre en aquel tono tranquilo, sin estridencias, con cierto pícaro dejo de porteño implacable. Y la lista sigue.

Tantas han sido las reformas lanzadas por el Papa muerto, tanto abrió Francisco la Iglesia al mundo, lo que implica extender las fronteras de la fe, que su tan aludido legado condiciona hoy a los cardenales que deben elegir a su sucesor, siempre con la ayuda del Espíritu Santo, como queda revelado en el film Cónclave.

En cuanto a su visita a la Argentina, y sin ser un experto en religión, Dios lo sabe, me animo a creer que Francisco siempre supo que no volvería al país. Creo que sacrificó a conciencia lo que más quería, el contacto con sus fieles que hubiese sido masivo y fervoroso, el volver a andar por las calles de Buenos Aires, tal vez volver a viajar en subte como en sus años de cura y obispo, para no quedar a merced de la grieta que todavía rige los agitados días de la vida política y social del país. Hubiese sido un pecado que Francisco, que lo perdonaba todo, no se hubiese perdonado.

También tengo la íntima convicción de que supo que le quedaba muy poca vida. Y trató de gastar, gastó esos últimos alientos, envuelto el calor de los fieles. Los saludó el 23 de marzo, el rostro abotagado por la medicación, desde los balcones del Policlínico Gemelli. Le recomendaron reposo, pero nada: el 10 de abril, con pantalones negros, una camiseta de hilado fino y un poncho basto que simbolizaba una conducta de vida, la austeridad, igual que un cura de pueblo, paseó en silla de ruedas por la basílica de San Pedro, abrazó a los chicos, impartió la bendición con gestos leves, ganando aire donde no lo había, su cuerpo lacerado por el mal.

El papa Francisco no pudo
El papa Francisco no pudo abrazar a los fieles argentinos (EFE/ Ettore Ferrari)

El Domingo de Ramos se despidió de los médicos del Gemelli que le habían hecho recomendaciones que Francisco nunca siguió porque todavía quería dar más; el Jueves Santo visitó la cárcel de Regina Coeli y lavó los pies de doce detenidos ya no con el vigor de otras épocas, sino con un aliento flameante que no le cortó el humor: cuando le preguntaron cómo se sentía, contestó desde su silla de ruedas: “Me siento… sentado”. A las puertas de la cárcel, reflexionó: “Cuando visito un lugar como éste, siempre me pregunto: ¿Por qué ellos y no yo…?”.

El Domingo de Pascua hizo lo que todos vimos: bendijo al mundo, deseó “buona Pascua” con ese hilo débil de voz que apenas le dejaba hilvanar palabras y, después, giró por la Plaza de San Pedro en una especie de vuelta olímpica en la que fue vitoreado, aplaudido, despedido. Murió horas después.

Me gusta pensar que Francisco murió con la entereza, la hidalguía, la confianza y la fe con la que morían los mártires cristianos en la Roma decadente.

¿Qué haremos en esta, su tierra, con el legado del papa Francisco? Está por verse. Nuestra historia reciente no nos augura nada bueno. Pero no hay que perder la fe.

Es verdad que somos incorregibles. Tal vez sea hora de empezar a corregirnos.