
Hay una historia en la que un joven de quince años realizó una apuesta muy riesgosa. Su familia vivía al lado de un circo en el que él empezó a trabajar, ayudando en distintas tareas. Dado que era un joven robusto y tenaz, un día le apostó al capataz que sería capaz de quedarse abrazado al oso durante un minuto.
El joven estaba convencido de que lo lograría. Su confianza era mucho más grande que el miedo, incapaz de medir los riesgos de lo que pretendía hacer.
Buscaron un tercero neutral, que oficiara de árbitro. Su tarea sería tomar las apuestas y hacer cumplir estrictamente los sesenta segundos del reglamento acordado. Y eventualmente, si la situación se complicaba, pedir ayuda.
La única protección acordada era vestir dos pantalones de jean y dos abrigos de mangas largas, con la idea de minimizar los eventuales zarpazos del oso.
Llegado el día y la hora convenida, el joven entró a la jaula y ante la sorpresa del animal fue y lo abrazó fuerte.
Cuanta la historia que durante los instantes iniciales el animal estaba sorprendido, como sin entender la situación. Pero después de diez, quince segundos, se empezó a impacientar.
El adolescente, percibiendo la incomodidad del oso, trató de aferrarse con más fuerzas. Como era de esperar, el animal empezó a incomodarse aún más y a intentar zafarse.
A más incomodidad del oso, más se aferraba el adolescente. Cuando iban cuarenta segundos la bestia se sacudía con fuerza, tratando de desembarazarse de ese humano que lo agarraba con desesperación.
Los apostadores que estaban afuera tomaron consciencia que lo que había empezado como algo gracioso y con la posibilidad de ganar algún dinero, podía terminar en tragedia.
Los veinte segundos que faltaban eran una eternidad, pero el joven, movido por su supervivencia y ambición, resistió todas las embestidas del oso.
La maniobra de salida era quizás el momento de mayor peligro: ¿cómo soltar al animal sin que éste, ya libre, lo atacara?
Llegó el instante crítico y el joven se soltó del animal y lo empujó, para después salir corriendo de la jaula. Afuera lo esperaba la gloria y mucho dinero.
Cuando todas las almas se serenaron el adolescente, después de haber cobrado su apuesta, confesó que el truco para mantener al oso bajo control, había sido apretarle bien fuerte los testículos, y que con eso le quitó buena parte de su fuerza.
Esta anécdota que ni siquiera sabemos si es cierta, es atribuida a Juan Domingo “Martillo” Roldán, un gran boxeador.
Durante mucho tiempo de mi vida me sentí muy identificado con esta historia. No por la audacia y tampoco por la inteligente estrategia. Lo que me hacía sentir identificado era la idea de solo resistir.
Hay momentos en que la vida se pone muy difícil y no nos queda más remedio que aferrarnos fuerte. A veces no hay opciones y solo queda resistir o entregarse. Y es el instinto de querer seguir viviendo lo que lo cambia todo.
El problema es cuando nos acostumbramos a resistir y nos pasamos la vida entera sobreviviendo. Vivimos aferrados al “oso” -un problema, una situación-, como si toda la vida fuera una amenaza. Nuestro único plan, nuestra única estrategia, es aguantar.
Y así no se puede. Se nos acalambran los músculos y -sobre todo-, el alma.
Pienso en los vínculos. Una cosa es tolerar y otra resistir. ¿Se puede pasar la vida solo resistiendo? ¿Acaso no hay mejores formas de vivir?
¿Y vos? ¿Estás pudiendo vivir, o solo te la pasás resistiendo?
* Juan Tonelli es speaker y escritor. El texto es parte del libro “Un elefante en el living, historias sobre lo que sentimos y no nos animamos a hablar”. www.youtube.com/juantonelli
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