El 2 de marzo de 1998, Natascha Kampusch, una niña de 10 años decidió dar el paso hacia su independencia. Después de varias semanas de negociación con su madre, optó por caminar sola hasta la escuela, un acto que la hizo sentir más adulta, aunque aún con cierta ansiedad. “Quería demostrarles no sólo a mis padres, sino también a mí misma, que ya no era una niña pequeña”, relató Natascha años después según Australian Broadcasting Corporation.
No sabía que ese día su vida cambiaría para siempre. En su recorrido hacia la escuela, se cruzó con una camioneta de reparto detenida en la acera. Un hombre de 36 años, Wolfgang Priklopil, estaba parado cerca del vehículo. Aunque no sabía por qué, un sentimiento de alarma se apoderó de ella. “En el fondo, el secuestro era algo que sólo ocurría en la televisión, y ciertamente no en mi barrio”, diría años más tarde, según A&E TV.
En cuestión de segundos, Priklopil la tomó por la cintura, la metió a la fuerza en su camioneta y, con un golpe seco, cerró la puerta, llevándola hacia su destino en Strasshof, un pueblo cercano a Viena.

El cautiverio: la vida en el sótano
Una vez en la casa de Priklopil, Natascha fue encerrada en un sótano insonorizado y sin ventanas. Era un espacio pequeño, de unos cinco metros cuadrados, al que solo se podía acceder a través de una puerta de acero y hormigón. Durante los primeros días, el secuestrador alternaba entre una actitud aparentemente bondadosa y momentos de pura violencia.
Priklopil le trajo libros, una computadora e incluso le obsequió algunos huevos de chocolate para su primera Pascua en cautiverio, pero al mismo tiempo la sometía a un control absoluto. A medida que el tiempo pasaba, las condiciones de vida de Natascha se volvían más opresivas.

El secuestrador la obligaba a realizar tareas domésticas y la mantenía bajo su constante vigilancia. La violencia física también aumentó. En un momento, Priklopil la apuñaló en la rodilla mientras la regañaba, gritando: “¡Estás dejando una mancha!”.
A pesar de este trato cruel, la joven nunca se permitió perder su humanidad. “Si lo hubiera enfrentado solo con odio, ese odio me habría consumido”, escribiría más tarde en su autobiografía Cyberneider. Pese al abuso constante, Natascha decidió no sucumbir completamente al resentimiento hacia su captor, pues comprendió que ello la habría destruido emocionalmente.

Aunque la violencia física y emocional era constante, Priklopil a veces se comportaba de manera más paternal. Le permitió estudiar por su cuenta y le brindó algunos objetos para su entretenimiento, como libros y una radio. No obstante, esto no hacía que su cautiverio fuera menos doloroso.
En un momento dado, le exigió que lo llamara “Maestro”, algo que Natascha se negó a hacer. “Ya me has visto la cara. Ahora no podré dejarte ir”, le dijo el secuestrador en una ocasión, lo que marcaba una clara señal de que su vida estaba completamente en manos de Priklopil. Esta alternancia entre benevolencia y dominación mantenía a Natascha en un estado constante de confusión y desesperación.
El paso hacia la rebelión y la oportunidad de escapar
A medida que los años pasaban, Natascha se volvió más resistente. A los 15 años, comenzó a desafiar a su captor, y en varias ocasiones incluso se defendió físicamente de los abusos. Así logró demostrarse que aún mantenía su respeto por sí misma, a pesar de las circunstancias.
El momento decisivo llegó el 23 de agosto de 2006, cuando, a los 18 años, Priklopil la mandó a limpiar el coche. Mientras realizaba la tarea, él se alejó para responder una llamada telefónica. Aprovechando esa frágil oportunidad, Natascha se lanzó a la libertad y corrió hacia la puerta del jardín, que había quedado abierta. “¡Corre! ¡Corre! ¡Corre!”, se repitió en su mente mientras huía a toda velocidad hacia la casa de un vecino, según El País.
Cuando Natascha alcanzó la casa de un vecino, este la llevó inmediatamente a la policía. Mientras tanto, Wolfgang Priklopil, al darse cuenta de que su cautiva había escapado, se suicidó arrojándose bajo un tren. Para Natascha, este acto de desesperación de su captor fue el final de su cautiverio, pero también el principio de una nueva batalla en su vida: la de la reintegración y la recuperación. “Era libre”, dijo, al enterarse de la muerte de su secuestrador.
A pesar de su liberación, Natascha no pudo escapar de una traumática exposición pública. En los años posteriores, fue objeto de ciberacoso y amenazas constantes. “Deberías haberte quedado en el sótano donde te encerraron”, le decían en las redes sociales. Muchos se atrevían a cuestionar su historia, poniendo en duda que no hubiera podido escapar antes. La revictimización fue una constante en la vida de Natascha, y su valentía para enfrentar su pasado la llevó a luchar contra la falta de apoyo institucional. A pesar de sus esfuerzos por denunciar el acoso, las autoridades no lograron frenar los ataques.

Actualmente, a los 37 años, Natascha Kampusch sigue adelante con su vida. Además de publicar diversos documentales como 3.096 días (2013), ha trabajado como oradora pública y activista, tratando de visibilizar los traumas y las secuelas del cautiverio. A pesar de los enormes desafíos emocionales, ha sido un ejemplo de resiliencia. En sus palabras, el futuro es lo más importante. “Uno de nosotros tiene que morir, ya no hay salida”, pensó cuando, por fin, decidió escapar. Desde entonces, ha continuado su lucha por recuperar su narrativa y ayudar a otros a superar traumas vividos.
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