En 1997, Juan Carlos Vázquez, un ferretero de 50 años, se mudó al barrio porteño de Saavedra con sus dos hijas universitarias, Gabriela (29) y Silvina (21). Alquilaron un PH de dos plantas en la calle Manuela Pedraza al 5800. Tres años después, ese mismo lugar se convirtió en el escenario de uno de los asesinatos más perturbadores de la historia criminal argentina: un parricidio perpetrado con más de 100 puñaladas y envuelto en un delirio místico, gritos y una atmósfera ritual.
Todo comenzó durante la madrugada del 27 de marzo del 2000, cuando Silvina, la menor de las hermanas, asesinó a su padre con un cuchillo mientras vociferaba —emulando la voz de su madre ya fallecida— que intentaba sacarle el demonio de adentro. Gabriela, la mayor, presenció la escena vistiendo apenas con una remera, cubierta de sangre: era el desenlace de un “rito de purificación” que había comenzado días antes. Ambas estaban alteradas, desnudas, rodeadas de biblias, velas encendidas, inciensos y frascos con sustancias no identificadas.
Cuando llegó la policía, Juan Carlos todavía respiraba, aferrado a la baranda de una escalera. Murió minutos después, sin haber ofrecido resistencia. Tenía cortes en todo el cuerpo y un símbolo esotérico (NdR.: un círculo que encerraba un triángulo) tatuado en el pecho. La autopsia reveló que estuvo consciente durante el ataque.
Para la Justicia, sin embargo, “no se trató de un crimen premeditado ni de un rito satánico”, como titularon los medios en ese momento, sino de un brote psicótico compartido entre las hermanas. Las dos fueron declaradas inimputables por el juez Julio César Corvalán de la Colina. “No protagonizaron una conjura exorcista, sino una sucesión de actos desorganizados, disparatados y absolutamente psicóticos, que culminaron con la patética muerte del padre”, sostuvo el magistrado.
En el año 2003, Silvina y Gabriela fueron dadas de alta de un hospital neuropsiquiátrico. Desde entonces, no volvieron a verse. Hoy, veinticinco años después del parricidio, la casa sigue en pie, la causa está cerrada y las preguntas que dejó aquel crimen siguen abiertas.

Una familia tradicional
Juan Carlos Vázquez nació en la localidad salteña de Cafayate. A los quince años dejó su provincia y viajó a Buenos Aires en busca de un futuro mejor. Se instaló en el barrio porteño de Caballito, consiguió un puesto en una bulonera y terminó el colegio secundario cursando de noche. En esas aulas conoció a Aurora Gamarra, una joven entrerriana con una historia marcada por el abandono: su madre la dejó cuando tenía seis años y se crio en distintos conventos. Se enamoraron, se casaron y se mudaron a Lomas del Mirador, donde nacieron a Gabriela y Silvina.
Los Vázquez fueron una familia feliz hasta que, en 1993, Aurora murió tras una larga agonía provocada por un cuadro agudo de diabetes. Su ausencia desordenó todo. Juan Carlos quedó al frente del hogar y a cargo de la crianza de sus hijas. Silvina, que recién comenzaba el secundario, desarrolló miedos intensos: evitaba salir sola a la calle, sentía que algo malo podía pasarle. Gabriela, en cambio, no estaba nunca: rompió con su pareja, empezó a consumir drogas y a salir de noche. Las peleas entre ellas eran constantes.
Cuatro años más tarde, en 1997, los tres dejaron el oeste del conurbano y se mudaron a Capital Federal. Eligieron un PH de dos plantas en Saavedra, sobre la calle Manuela Pedraza al 5800. La decisión respondió a cuestiones logísticas: Juan Carlos estaría más cerca de su trabajo en la ferretería de Villa Pueyrredón y sus hijas de la universidad. Silvina cursaba Ciencias Económicas y Gabriela la carrera de Imagen y Sonido.

El principio del fin
Tras la mudanza, Silvina comenzó a manifestar signos de deterioro psíquico: escuchaba voces, veía cosas que no estaban, creía que el PH estaba maldito. Según relató en entrevistas psiquiátricas, las lamparitas explotaban y los objetos se movían solos. También dijo haber visto al diablo reflejado en un espejo. A Gabriela, su hermana mayor, le pasaba lo mismo. Buscando respuestas, llegaron a tocarle el timbre al dueño de la propiedad. Querían saber si en la casa había ocurrido alguna tragedia o si antes funcionó un cementerio. El hombre les contó que en ese terreno había existido un taller de pulido de vidrio, pero nada más.
También pidieron orientación en la parroquia Santa María de los Ángeles, situada a unas 20 cuadras del domicilio, en Manuela Pedraza y Rómulo Naón. Allí, un sacerdote les sugirió bendecir el PH con agua bendita y les recomendó asistir al Centro Alquímico Transmutar, donde comenzaron a tomar cursos de “renovación de energías” de la mano de su líder, Sergio Echeverry.
Según reconstruyeron los investigadores, los días previos al crimen, las hermanas comenzaron un ritual de purificación junto a su padre. Dormían juntos, comían poco y realizaban baños con elixires. El encierro era absoluto. Durante cinco noches, los vecinos escucharon cantos, gritos y rezos desesperados. Finalmente, la madrugada del 27 de marzo, llamaron a la policía. Al ingresar al domicilio, los efectivos de la Comisaría N° 49 encontraron una escena dantesca: Silvina estaba desnuda, con un cuchillo en la mano, aún atacando a su padre. Gabriela vestía solo una remera. Juan Carlos yacía aferrado a la baranda de la escalera, con más de 100 heridas de arma blanca. Murió minutos después.
“¡Satán está aquí, salió de él, y ahora está en ella! ¡Que salga el diablo, que salga el mal!”, gritaba Silvina, que intentaba atacar —purificar— a su hermana mayor. El piso estaba cubierto de sangre, biblias, velas encendidas, inciensos y frascos con sustancias no identificadas. El baño estaba lleno de materia fecal y vómitos. Todos los espejos estaban rotos. En uno de los ambientes, tres colchones indicaban que el viudo y sus hijas dormían juntos. Más tarde, en sus declaraciones, las jóvenes dirían que compartían la habitación porque tenían miedo.

“Silvinita, pobrecita, se enajenó”
Tras la detención, Gabriela y Silvina Vázquez fueron trasladadas al Hospital Pirovano. Luego, por orden judicial, quedaron internadas en la Unidad N° 27 del Servicio Penitenciario Federal, que funcionaba dentro del Neuropsiquiátrico Braulio Moyano. Allí fueron evaluadas por un equipo interdisciplinario conformado por psiquiatras y psicólogos del Cuerpo Médico Forense. Las conclusiones de la junta médica, que luego fueron incorporadas al expediente, determinaron que Silvina padecía una “psicosis esquizofrénica paranoica” y Gabriela un “síndrome pseudoesquizoide con intervalos semilúcidos”.
En la resolución dictada en julio del 2000, el juez concluyó que las hermanas no pudieron comprender la criminalidad de sus actos ni dirigir sus acciones de forma consciente. A Silvina, señalada como autora material del crimen, se la declaró inimputable según el artículo 34 del Código Penal. Gabriela fue sobreseída: se entendió que no había participado directamente en el homicidio. Ambas continuaron internadas hasta que, en 2003, obtuvieron el alta.
Tiempo después, en una entrevista con el periodista Chiche Gelblung, la mayor de las Vázquez diría que “no fue un crimen satánico” y que a su hermana Silvina “le lavaron el cerebro“.
—¿Vos decís que Sergio Echeverry, el líder del Centro Alquímico Transmutar, le lavó el cerebro?
—Sí, yo creo que sí, porque nosotros siempre fuimos muy cristianos y de ir todos los domingos a la Iglesia católica. Por lo tanto, nunca pudo haber sido un crimen satánico. Lo que pasa es que Silvinita, pobrecita, no sé con qué se enajenó. Vaya a saber las barbaridades que le diría a este tipo que hablaba con ella, aparte, y no sé qué es lo que ella vio. También está el tema del líquido purificador (NdR.: un producto de limpieza que, según dijo Gabriela, fue consumido como parte del ritual). Puede ser que ese haya sido el desencadenante.
—¿Cómo fue que vos pudiste zafar y tu padre no?
—Porque llegó la policía y me la sacó de encima. Eso es lo que me contaron. Lo único que recuerdo es que estaba muy sacada y me decía que lo que estaba ocurriendo no era verdad.

Un caso cerrado, una historia abierta
Gabriela y Silvina Vázquez siguieron caminos separados. No volvieron a tener contacto entre ellas. Según trascendió, Gabriela tuvo una hija, pero al conocer su historia, su pareja decidió alejarse. Silvina, por su parte, continuó con sus estudios en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA.
El PH de Manuela Pedraza 5873, donde ocurrió el crimen, estuvo deshabitado durante años. Sus propietarios intentaron alquilarlo en varias oportunidades, sin éxito. Años más tarde, un familiar del dueño se instaló en el lugar. En el barrio, todavía hoy hay quienes prefieren no hablar del caso. Otros lo recuerdan con precisión: las sirenas, el despliegue policial y el morbo de los curiosos que se detenían a mirar la fachada.
Hoy, a 25 años del parricidio, el caso de las hermanas Vázquez sigue siendo un enigma difícil de resolver. No hubo sectas ni pactos con el diablo. Tampoco un crimen organizado. Fue, como definió el juez de la causa, un brote psicótico compartido que terminó en tragedia. Un hecho extremo que, en pocos días, pasó del desconcierto clínico al archivo judicial, pero que aún hoy perdura como uno de los episodios más perturbadores de la historia criminal argentina.
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