
La muerte le llegó muy temprano a Miguel Ángel Peralta, aunque Miguel Abuelo se convirtió en eterno. Desde que nació y hasta los 5 años, vivió en un orfanato dirigido por monjas. Su madre, Virginia Peralta, contrajo tuberculosis y el niño fue adoptado por el director de la institución. A su padre biológico no lo conoció.
Desde muy chico, Miguel se ganó la vida en diferentes trabajos, y todos le daban la posibilidad de pasar muchas horas en la calle. Como no le gustaba la escuela (se sentía prisionero del sistema), a los 13 años dejó de estudiar, pero por el contrario de lo que pudiera suponerse fue cuando inició su educación autodidacta: comenzó a leer y a vincularse con el mundo de la poesía y de la música, donde encontró un vehículo para canalizar su sensibilidad lírica y espíritu rebelde.
A fines de los años 60 fundó Los Abuelos de la Nada, grupo que tomó su nombre de un poema de Leopoldo Marechal. “Padre de los piojos, abuelos de la nada”, es la frase de El banquete de Severo Arcángelo. Esa banda se convirtió en una de las precursoras del rock nacional, con un estilo experimental que fusionaba elementos del beat, la psicodelia y la canción popular. Pese al impacto, esa primera formación se disolvió en 1971, cuando Abuelo se exilió en Europa, primero estuvo en Francia y luego en España, donde continuó su carrera en circuitos alternativos.
Regresó al país en plena transición democrática y relanzó Los Abuelos de la Nada con una nueva formación, la bendición de Charly García, y el resto es historia. Murió el 26 de marzo de 1988, a causa de una infección generalizada provocada por un sistema inmunológico debilitado. Entonces el SIDA era un tabú social.
Construyendo el rock
“Un Maradona que mezclaba todo. Un chico de la calle, iluminado y zarpado, con mala leche y con humor, con cierto candor. Un ejemplo de lo que es vivir fuerte”, lo retrató años más tarde Andrés Calamaro, compositor e integrante de la formación más exitosa de Los Abuelos de la Nada. En la canción Con Abuelo, condensó en versos breves la intensidad y el desparpajo de su figura y su imagen sintetiza como pocas el carácter inclasificable de Miguel Abuelo: lírico y callejero, tierno y provocador. Una persona que vivía con sus códigos.
Miguel nació el 21 de marzo de 1946. Su madre, enferma de tuberculosis quedó internada luego de parirlo; y a punto de enfrentar la maternidad sola, decidió lo entregarlo al Preventorio Roca, una institución para niños en situación vulnerable, donde vivió hasta los cinco años. Nació como “hijo natural”, como se decía entonces, una condición que cargaba con un estigma social fuerte por haber sido concebido fuera del matrimonio... Nunca conoció a su padre, y por eso llevó el apellido materno. Durante sus primeros años, las monjas del orfanato lo criaron pero, con el tiempo, no sabían muy bien cómo manejar su carácter indócil: el chico tenía un espíritu libre que se traducía en desafiaba las normas, desbordando los límites de quienes lidiando con él. Pero, tenía un carisma innato que lo hacía ganarse indulgencias inesperadas.
En una de esos momentos, en que no sabían qué hacer con él, el propio director del orfanato decidió llevarlo a vivir a su casa. Allí pasó parte de su infancia, hasta que, ya cerca de la adolescencia, regresó con su madre. En los colegios no lograban retenerlo: Miguel era expulsado por mala conducta, por no estudiar o por ausentarse durante días. A los trece años consiguió trabajo como cartero, convencido de que era el empleo ideal: podría andar por la calle todo el día. Pero no duró mucho porque seleccionaba qué cartas repartir, a veces la curiosidad le ganaba y abría los sobres y otras veces, descartaba telegramas porque los consideraba poco importantes...

Desde ese momento, comenzó a buscar empleos breves que le permitieran tener algo de dinero aunque rara vez podía cumplir con ellos. En paralelo, Miguel comenzaba a habitar distintos mundos. Leía como si de cada libro dependiera su vida, lo que contrastaba con su desapego a la escuela. Se sumergía en los autores que era un karma para los jóvenes de los años sesenta: Hermann Hesse, Roberto Arlt, Julio Cortázar, Leopoldo Marechal. Sus lecturas obligatorias en las escuelas a él lo absorbían de lleno, lo seducían al punto de dejar párrafos completos grabados en su memoria.
No fue nada raro que mientras iba y venía por los pasillos angostos del barrio donde vivía, con carencias materiales y una sensibilidad precoz que se sintiera casi empujado a escribir versos, sus primeros poemas y a inventar un lenguaje. Él mismo contó que desde chico se sentía “raro” y que las palabras fueron su refugio.
En la adolescencia, abrazó la música como forma de expresión y escape. A comienzos de los años 60 se acercó al naciente movimiento beat porteño y comenzó a transitar los márgenes de una escena cultural que aún no tenía nombre. Fue haciendo dedo camino a Mar del Plata que su vida tomó el giro que, seguramente, Miguel esperaba: en el mismo auto viajaba Pipo Lernoud, figura clave de la contracultura porteña, que quedó impresionado por el carácter de ese joven de rulos desalineados con tanta sensibilidad poética y actitud anárquica. Se hicieron amigos y al volver a Buenos Aires, Lernoud lo introdujo en la escena embrionaria del rock argentino. Miguel comenzó a ir a La Cueva, la Perla del Once y Plaza Francia, epicentros del nuevo movimiento. Sin experiencia en el género, pero respetando su libertad, cantó ante los pioneros del rock una baguala. Gracias a la confianza que le dispensó su flamante amigo y al apoyo de su madre, que lo alojó y sostuvo, Miguel comenzó a abrirse paso entre músicos, poetas y bohemios. Estaba en el mundo soñado.
El éxito de las canciones La Balsa y Ayer nomás disparó la popularidad del rock local y de Pipo, autor del segundo tema. Por esa recepción Lernoud se reunió con el productor Ben Molar y Miguel lo acompañó. Fue cuando Molar le preguntó si él también tenía una banda. Miguel, atrevido de la vida, improvisó: dijo que sí y que se llamaban Los Abuelos de la Nada, por el texto de Marechal. Pero ese grupo, que ya tenía día para grabar, no existía. Junto a Pipo salieron a buscar músicos en las plazas como quien busca u tesoro. Los encontraron: Pomo, Claudio Gabis y más tarde Pappo. Junto grabaron algunos simples sin mayor éxito, pero dieron vida a la primera formación de la banda, aunque Miguel fue apartado de ella porque ahí también le costaba cumplir con las normas y tareas... Pasó a liderarla Pappo. Pero Miguel no se quedó en silencio: con el sello Mandioca, grabó dos temas como solista —Mariposas de madera y Oye niño— que definieron su estilo lírico y visionario.
Su amigo Pipo se fue a Europa. Comenzaba las represiones a los músicos de los gobiernos militares y el rock era el espacio de protesta por excelencia. Más tarde, Miguel, agobiado por la persecución policial y el ambiente represivo que crecía, también se exilió en Europa, donde formó una familia y vivió en comunidades itinerantes. En Francia grabó su disco Miguel Abuelo et Nada, producido por Moshe Naim, junto a José Sbarra. La obra, incomprendida en su momento, se convirtió con el tiempo en una pieza de culto. Tras una serie de detenciones y deportaciones en Europa, Miguel logró regresar a la Argentina con ayuda de Cachorro López, otro músico. En ese regreso, recuperó su banda con una nueva formación de Los Abuelos de la Nada. Se sumaron Andrés Calamaro, Bazterrica, Melingo y Polo Corbella. Apadrinados por Charly García, el grupo se consolidó como uno de los emblemas del rock argentino de los años 80.
Miguel sacó a relucir su espíritu innato y todo lo que traía de Europa. Era simplemente magnético, desafiante, inimitable. Hacía del escenario su espacio y el público simplemente lo amaba. La banda creció y en pleno auge, en distintos tiempos, cada uno de sus miembros tomó camino solista o como parte de otras bandas. La banda se disolvió completamente tras el éxito de Vasos y besos y de Himno de mi corazón. Miguel avanzó con nuevas formaciones, pero lo que había logrado fue irrepetible.

La ultima gira
En sus últimos años, la salud de Miguel Abuelo comenzó a deteriorarse. Fue diagnosticado con VIH, enfrentó recaídas y operaciones, la última de vesícula, hasta que una infección generalizada terminó con su vida el 26 de marzo de 1988, a los 42 años. Su muerte, junto con la de Luca Prodan y Federico Moura, cerró una etapa clave del rock argentino. Pero Miguel dejó más que canciones: dejó una forma de estar en el mundo. Poética, libre y profundamente humana.
Había vivido en comunidad, dormido en vagones abandonados, trabajado en fábricas y tocado en bares de París y Madrid. Tiempos en los que cultivó un espíritu libre, cercano al ideal hippie, y construyó una identidad artística que no respondía a moldes.
En su regreso a la Argentina, a comienzos de los años 80, era otro en un país que también había cambiado. Con la vuelta de la democrática, el rock argentino tuvo un auge inesperado y temas como Mil horas, Costumbres argentinas y Himno de mi corazón se convirtieron en himnos generacionales aún hasta hoy.
Su personaje no se parecía al del típico rockero de la época: en sus recitales hablaba en rima, recitaba poesía, bailaba a su estilo, y vestía con una estética cercana a lo teatral. Y brillaba con su figura magnética e impredecible, a veces imaginaria y a veces palpable. En él se conjugaba el niño que había sobrevivido del abandono y de la pobreza, al joven que sobrevivió al exilio y el hombre que se salvó a sí mismo.
Aunque no hay fecha exacta públicamente documentada sobre el momento en que Miguel Abuelo fue diagnosticado con VIH, distintos testimonios dan cuenta de que su estado de salud comenzó a deteriorarse visiblemente hacia mediados de los años 80, y que él supo que era portador del virus en los últimos años de su vida, posiblemente entre 1986 y 1987. Y no lo ocultó, pese a que poco se hablaba del virus. Miguel decidió morir como había vivido: sin esconder su verdad, sin buscar consuelo en las convenciones.
El último recital en vivo con su banda fue programado para el 24 de febrero de 1988 en el Velódromo Municipal de Buenos Aires. Pero fue suspendido porque estaba con fiebre alta. No volvió a subir a un escenario. Miguel Abuelo no fue un ídolo más. Fue un poeta que encontró en el rock un canal de resonancia popular, un espíritu libre que desbordaba las formas, un hijo del conurbano que, sin dinero ni padrinos, dejó una marca indeleble en la historia cultural argentina. Su vida fue un canto a la imaginación como refugio frente a la dureza del mundo. Su legado perdura en cada joven que sueña con transformar su dolor en canción.
El 24 de junio de 1982, Miguel Abuelo recitó el poema que introduce la canción Chau, que se lo considera una carta de despedida: “Yo sigo fiel a mis pasos que van tras mi necesidad. Puede que al girar mi cabeza cuatro veces, ya no te encuentre. Pues, quede este momento entonces, como constancia de que por vos estuve buscando”.
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