
Hace tres semanas murió mi padre. Digamos, repentinamente. Vivía en un país lejano, se cayó un par de veces, lo internaron, tenía Gripe A, mi hermana, mi sobrina y yo decidimos viajar. Se estaba recuperando, estuvimos varios días con él, tuvo complicaciones y mejoras. Estaba lúcido, charlamos, cantamos tango (Julio Sosa, su preferido). Se quería ir a su casa, eso lo desesperaba. Pero un mediodía se durmió y a la tarde siguiente simplemente se le paró el corazón. No lo esperábamos.
Cuando esto empezó, papá acababa de volver de un paseo, todavía tenía el recibo de la excursión en la billetera. Manejaba, mi hermana, mi sobrina y yo nos movimos con su auto. Fuimos a ver qué refuerzos necesitaba y si iba a poder vivir solo, no a enterrarlo. Pero así fue.
El desconsuelo, se imaginan, es enorme. La sensación de inverosimilitud: ese señor que horas antes -en pleno ejercicio de su tradicional impaciencia- protestaba porque “hace una semana que estoy acá”, de pronto está envuelto en una mortaja. Ese, al que acariciamos, que pidió que lo afeitaran, que habló por teléfono con sus amigos desde el hospital.

Pero también ese que estuvo siempre, ese que era el mundo: hay sol, hay viento, hay mamá y papá. Y cuando, hace siete años, se fue mamá, ese que se instaló en el centro de las relaciones familiares y se las arregló para estar en nuestras vidas todos los días. No saben cómo extraño ese llamado. No saben las veces que tuve el impulso de consultarle algo, de preguntarle. Y eso que pasó tan poco tiempo.
Ando un poco mareada, en cámara lenta, hundida en mí misma. Con la muerte de papá, además, ya no queda ninguno de los dos. Soy grande tengo familia propia, no es que necesite nada concreto pero ya no hay ese amparo final, esa incondicionalidad que uno da por descontada, esa gente para la que sos lo que no sos para nadie. Sí, ya sé, es la ley de la vida. Pero cómo duele cuando se ejecuta.

Y de eso quiero hablar; de las recetas fáciles para calmar dolores tremendos.
Entiendo la buena onda, agradezco las buenas intenciones, pero hay cosas que no vienen bien. Me dicen: “él lo eligió” y me sube la espuma. ¿Saben? ¿Lo conocen? ¿Están seguros de que se quería morir ese señor que apenas se sintió mal fue a una clínica, que fue con un amigo para entender bien qué le decían, que volvió con los estudios hechos y la indicación de ir el lunes a ver a su médica? ¿Saben que lo internaron un día antes de eso? ¿Saben que, porque se sentía débil y quería fortalecerse, hacía meses que iba a clases de gimnasia, cosa que nunca le gustó? ¿Que era el que organizaba salidas con su grupo? ¿En serio ese hombre se quería morir y eligió?
No, amigos, no saben si se quería morir, si cuando lo internaron y se sintió mal se quiso morir (quería mandarse a mudar), no saben, yo en el fondo tampoco sé, aunque algo que le dijo a mi sobrina puede hacer pensar que sí. “Soy el papá, ellas son mis nenas, no quiero que me den de comer en la boca”, dijo. ¿Hablaba de morirse o de recuperarse… si ya había elegido a qué centro de rehabilitación iba a ir? Puede parecer un consuelo pensar que lo hizo porque quiso, seguro que quien me lo dice espera aliviarme. No es el caso.

U opinan: “Lo bueno es que no sufrió”. Y, claro, es mejor una muerte suave y sin dolor, que agonizar pidiendo morfina y llamando a la mamá. Incluso tal vez sea mejor esta muerte que salir para estar conectado a un tubo de oxígeno, a no poder caminar, a no poder manejar, él que era un hombre a un auto pegado (gracias papá, por toda la confianza y el respaldo que me diste para sacar el registro a los 18 y salir con tu coche).
Seguro es mejor morir así que morir desgarrándose. Pero cómo duele que se haya muerto, que no esté más, haber visto su cara por última vez, con un gesto hermoso, cuando fuimos a reconocerlo. Fuimos las tres, mi hermana, mi sobrina y yo, pero lo recuerdo sola. En esa última mirada a mi papá estaba sola.
Y ni que hablar de los que me pasan recetas estandarizadas para el duelo. Como si fuera un manual del comportamiento de los chihuahuas, te dicen: “el dolor es esto, dura tanto, te va a pasar tal cosa”. Pero por favor, estoy de duelo, no me volví idiota.

El dolor es este dolor, es el dolor de esta relación en particular que ni sabés cómo es, son las cuentas pendientes para siempre que ni sabés cuáles son, es el reconocimiento de un legado en particular. Les digo uno: el de estar enamorado para siempre. Flores todos los años, una escena romántica a los 50 de casados, la elección siempre por ella. “No te pelees, quedate en tu casa”, me aconsejó una vez que yo estaba prendida fuego. Ese modelo me dio una vida feliz.
Agradezco mucho, mucho, a todos aquellos que simplemente ofrecieron un abrazo. A los que llamaron para charlar, para escuchar, para que yo pudiera decir otra vez que no entendía, que por qué se murió si no se estaba muriendo, que lo sigo pensando vivo y en ese sillón desde el que hacía videollamada diaria, que me sobresalto cuando me doy cuenta de que esos problemas que me contaba no los tiene más y que les puedo dar de baja a las cosas que me preocupaban.
Me hacen bien los que hablan, los que se vinieron a tomar un cafecito, los que entienden que tengo una foto de su tumba porque está tan lejos que no sé si alguna vez pisaré el cementerio ni veré la lápida que dejé encargada.
Esas cosas me pasan en este duelo. Gracias por querer poner curitas, pero no hay curitas, no me calmen. No hay apuro.
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