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La abuela Rosita solía buscarla por el colegio, al mediodía, con una sonrisa y un plan pensado exclusivamente para ella. No hay un recuerdo puntual, sino más bien una ensoñación de aquel lugar con un olor celestial a papas fritas, cajeras despachando pedidos desde sus micrófonos y envoltorios coloridos. La periodista Solange Levinton tenía ocho, nueve o diez años. Tampoco sabe, hoy con 43, si su abuela pedía una hamburguesa o sólo tomaba café; de qué charlaban, ni cuánto tiempo duró ese ritual difuso que esperaba con ilusión cada semana. Pero, desde entonces, la marca Pumper Nic quedó enlazada a un fotograma del pasado al que quiso volver como si pudiera viajar en el tiempo.
La memoria personal y colectiva del primer fast food de la Argentina, mucho antes de que las grandes cadenas norteamericanas desembarcaran en el país, es el puntapié de Un sueño made in Argentina. Auge y caída de Pumper Nic (Libros del Asteroide), escrito por Solange Levinton. Pero, antes que todo, había una historia. Primero apareció un nombre, el de su creador: Alfredo Lowenstein, hermano del impulsor de la marca de hamburguesas Paty, todo un clásico argentino. El peculiar Alfredo Lowenstein tiene hoy cerca de ochenta años y no dio una sola entrevista en las dos décadas que estuvo al frente de la empresa. Tampoco quiso hacerlo para el libro de Levinton, desde un castillo en Italia donde algunos dicen que vive. Detrás del hombre que creó la hamburguesería que formó parte de generaciones, se revela la historia desconocida de un negocio que atravesó la vida de gente que ya es adulta y que, al mismo tiempo, sobrevivió al paso del tiempo para transformarse en una leyenda.
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¿Quién era, en verdad, Alfredo Lowenstein? Todas las historias familiares tienen su punto de partida: un contexto histórico, un desarraigo, un acto heroico, una muerte, una historia de amor. “Los grandes negocios también”, agrega Levinton. De familia adinerada y origen judío, que sufrió la persecución de los nazis, el padre de Alfredo, Luis Lowenstein, había montado un imperio económico literalmente de cero como un verdadero self-made man. Entre otros negocios, ligado desde siempre a la industria cárnica, había comprado hoteles en Florida, Estados Unidos, que él, como hijo, administraba con menos de treinta años. Sólo faltaba que el hijo menor de Luis Lowenstein completara el rito iniciático de los varones de la familia. Su hermano mayor, Tito, creó la primera fábrica de hamburguesas de la Argentina cuando tenía veinte años, dedicado a expandir las ventas de Paty. Su hermano del medio, Roberto, había fundado un moderno frigorífico de pollos en la provincia de Entre Ríos.
Fue entonces que buscó la idea perfecta para convertirse en un portador legítimo del apellido Lowenstein. Pensó que lo más rápido y parecido a un autoservicio gastronómico que había en Buenos Aires era la posibilidad de comer pizza de pie junto al mostrador, y en Estados Unidos había visto cómo las cadenas que vendían discos de carne crecían aceleradamente. Así, sentó las bases para dar formar a una empresa argentina que, “copiando descaradamente el fast food norteamericano, revolucionó la cultura alimentaria de un país y se convirtió en la cara visible y aspiracional del sueño americano en el sur de Latinoamérica”, según detalla Solange Levinton en su reporteo.
De a poco, el logo de Pumper Nic, con su nombre en letras rojas encerrado entre dos panes naranjas, empezó a aparecer en las veredas de distintos barrios porteños y, más lentamente, en algunas capitales de provincia. La llegada de esa propuesta gastronómica revolucionaria a ciudades del interior del país iba provocando el mismo efecto disruptivo que había generado en la ciudad de Buenos Aires, aunque el efecto expansivo, paradójicamente, fue un punto crucial que desencadenaría su futura caída. Las ganancias millonarias se multiplicaron en su época dorada, entre fines de los ´70 y promediando los ´80. “Así se fue llenando de locales que no se justificaba que hubieran abierto -recuerda Alfredo González, un familiar de los Lowenstein-. El principio del fin fue ahí y nadie prestó atención”.

La posguerra había afianzado los ideales del American way of life, exaltando el consumo como indicador de éxito, mientras renovaba el “sueño americano”, la promesa de ascenso social y prosperidad. Alfredo tenía bastante más edad que la que tenían sus hermanos cuando crearon sus propias empresas, y también era la primera vez que iba a llevarle a su padre una propuesta. Sentados frente a frente en su oficina de Miami, le reveló su plan de crear la versión argentina -y porteña- de las cadenas de comida rápida que los norteamericanos adoraban y puso en marcha su primera experiencia como emprendedor. El nacimiento de Pumper Nic fue en 1974, un año marcado por la muerte del entonces presidente Juan Domingo Perón y por una violencia política extrema que no haría más que escalar.
“Luis, su padre, podría haber insistido. Podría haber intentado disuadir a su hijo con el argumento, bastante sólido, de que nadie iba a querer comer hamburguesas en un país donde el bife de chorizo, un corte de carne tierno y sabroso, era un estandarte nacional. O, simplemente, podría haberle dicho que no”, se lee en el entramado de la decisión familiar, que no sólo creó un local de hamburguesas propio sino que importó también el sistema de franquicias, hasta ese momento desconocido en Argentina, algo que había nacido a mediados del siglo XIX en Estados Unidos.
Pumper Nic se había expandido con más de veinte franquicias a distintas ciudades del país, Brasil y Uruguay y con el tiempo había logrado conquistar a casi todas las franjas de edad. Aunque en aquel momento no tenía competencia en Argentina, la llegada de McDonald’s a Río de Janeiro en 1979 se empezaba a intuir como una amenaza latente. Para seguir afianzando la relación con su público, y entre otras innovaciones, el directorio de la empresa había decidido lanzar, una vez más, una propuesta que sorprendió a sus fans: el Club de Amigos de Pumper. Todos convocados por un producto accesible y de calidad, de menús para cada clase social y con locales amplios, bajo la mirada de un hipopótamo gigante que amistosamente daba la bienvenida.
Los Lowenstein eran conocidos dentro del universo ganadero, y la marca Paty había sido presentada en sociedad el 1 de julio de 1960 en la tradicional Exposición de la Sociedad Rural Argentina del barrio porteño de Palermo. De a poco y con resistencias, a partir de allí la hamburguesa se fue transformando en un plato práctico para las amas de casa, que fueron la punta de lanza de una de las marcas más emblemáticas de la Argentina.
“Traiga a sus invitados, nosotros ponemos la fiesta”, fue el eslogan con el que nacieron los cumpleaños infantiles organizados por Pumper, reivindicando a la hamburguesa como punto de encuentro. En Argentina, donde las celebraciones se hacían en las casas, fue una propuesta de vanguardia. Y la única quizá verdaderamente original que, según los Lowenstein, luego copiaron las cadenas internacionales. Además, a diferencia de otras marcas, la cadena apuntó a un target juvenil con el slogan “La nueva forma de comer”. Dentro de su menú se destacaban la hamburguesa Super Nic, el sándwich de pollo Chick Nic, las papas fritas Frenys y el Mobur de lomito, queso y huevo. Y por supuesto, sus locales estaban inundados de imágenes de su mascota: el inolvidable hipopótamo verde Nic, verdadero hallazgo de diseño. El animal que, sin sospecharlo en esa época, se transformó en un símbolo del marketing de la nostalgia y hoy se consiguen pins, remeras y tazas con su figura.
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Entre las particularidades de su historia, existe un hecho sombrío. Entre parrillas, pizzerías, heladerías y bares, el Pumper Nic que se abrió en avenida del Libertador y Paraná, en la zona norte de la provincia de Buenos Aires, no tardó en convertirse en el plan favorito de los jóvenes. En ese lugar donde todos los días entraban y salían alumnos de los colegios de la zona, parejas y grupos de amigos que se encontraban para comer y pasar el rato, un escuadrón militar ingresó buscando a Carlos Alberto Carabajal Gómez, un empleado de veintisiete años. Era el 1 de mayo de 1977, el Día Internacional del Trabajador, y según el relato recuperado por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), los encargados del operativo le dijeron al gerente del local -de quien no se precisa identidad- que iban a detener a Carabajal “de dos meses a dos años”. Según el Archivo Nacional de la Memoria y el Registro Unificado de Víctimas del Terrorismo de Estado, ese fue el único empleado de Pumper Nic desaparecido durante la dictadura cívico-militar. Ninguna de las personas que trabajaban ahí recuerdan el secuestro. Tampoco a Carabajal.
En el derrotero económico del país, Pumper Nic también se lee como un ejemplo de supervivencia. Hasta su desaparición a fines de la década del noventa, durante casi un cuarto de siglo logró franquear el plan de ajuste brutal del “Rodrigazo”, que en 1975 llevó la inflación al 335 por ciento en un año; el terrorismo de Estado de la dictadura cívico-militar, una guerra contra Inglaterra, la fragilidad del retorno democrático, una hiperinflación anual histórica del 3.079 por ciento en 1989 y la década del gobierno de Carlos Menem, con su programa neoliberal, la paridad entre el peso argentino y el dólar estadounidense, la llegada masiva de empresas extranjeras y los altos niveles de recesión económica y desempleo.
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En el “destape” de la democracia, los baños públicos de algunos restaurantes se convirtieron en refugios para encuentros furtivos y los de Pumper no fueron la excepción. Los locales de Pumper Nic estaban ubicados en lugares estratégicos, de gran circulación de gente y, en muchos casos, cerca de las salas de cine. Allí, en uno de ellos, Soda Stereo presentó su disco debut, entre bandejas que circulaban con hamburguesas, Frenys y gaseosas. Hubo pleitos judiciales, como cuando Burger King exigió a Pumper Nic que dejara de utilizar su logotipo, y entonces tuvo que cambiar su imagen. Y fue entonces que empezó otra película: la llegada de McDonald’s en 1986 y luego del propio Burger King y más delante de Wendy’s, con sus locales modernos y una atención innovadora en el servicio que destronó el monopolio de Pumper Nic, una empresa que marcó a generaciones con sus deliciosas hamburguesas de verdadera carne argentina a la parrilla y veinticinco locales.
A pesar de su intención de encaminar la marca, Pumper Nic ya no era lo único que requería la atención del empresario Alfredo Lowenstein, que se repartía entre los hoteles, la cadena de comida japonesa Sensu, el Paseo de la Infanta y la apertura, junto a dos socios, de Paseo Alcorta, uno de los centros comerciales más sofisticados de Capital Federal. Sin nostalgia por el pasado, Alfredo decidió seguir la tradición familiar: ceder el mando de su primera empresa a la siguiente generación. Luego, el negocio se fue a pique: una venta de la que existen diversas versiones, un suceso trágico e impensado, desavenencias familiares y, finalmente, la salida opaca de los Lowenstein de Pumper Nic. Aquel escenario de almuerzos familiares, citas, salidas con amigos y reuniones después del colegio, que también había sido la locación de algunas escenas de la exitosa ficción televisiva para jóvenes “La banda del Golden Rocket”, se había convertido en una nebulosa empresarial, un edificio fantasmagórico casi a comienzos de un nuevo siglo y el cierre definitivo, en 1999, en el preludio de una de las peores crisis de la historia argentina.
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Más allá de la historia de Alfredo Lowenstein y su familia, la periodista Solange Levinton encontró nostalgia y emoción detrás de la mítica hamburguesería que formó parte de generaciones, una investigación en la que consultó a economistas, antropólogos e historiadores y donde encontró un par de expedientes judiciales, algunas notas en diarios y revistas que juntan tierra y humedad en hemerotecas, comerciales digitalizados y noticias en internet. Lo demás forma parte del ámbito privado de consumidores, ex empleados y familiares: fotografías, videocasetes, productos con el logo de la empresa y, sobre todo, recuerdos entrelazados en un relato colectivo. “A mi papá le decíamos que era el hipopótamo de Pumper Nic porque se comía nuestras sobras”, como leyó la periodista en el comentario de una nota, donde una persona se permitió una broma de un local que aún se rememora con gracia y ternura como postal del tumultuoso siglo XX argentino.
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