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El 11 de junio de 2024, la vida de Antonella Ramos cambió drásticamente. Un desmayo en la escuela se convirtió en el primer síntoma de un diagnóstico inesperado: leucemia linfoblástica aguda. Con apenas 13 años, y de un momento a otro, se encontró camino al hospital en Paraná, donde le hicieron un electrocardiograma y un análisis de sangre, las primeras pruebas médicas para saber qué sucedía.
Unos días antes, la niña tenía síntomas de resfrío, que no alertaron a su pediatra. En el electrocardiograma salió todo bien, pero en el laboratorio, no. “Todo comenzó un martes. El médico me dijo que estaba pálida y me preguntó cómo me había estado sintiendo”, cuenta Antonella desde su internación que comenzó, esta vez, el 20 de enero.
“El jueves de esa misma semana, cuando estábamos por comer, nos llamaron del hospital para decirnos que teníamos que viajar de inmediato, que hiciéramos un bolso urgente”, recuerda su madre, Sandra Volker, con voz firme, pero un suspiro delata la pesada angustia de aquel momento tan inesperado. Desde entonces, la rutina de la familia —compuesta por madre, padre e hija—, se transformó en una sucesión de tratamientos, internaciones y controles médicos.

A pesar del cansancio, los medicamentos y los días lejos de su hogar, en Gualeguaychú, Antonella nunca perdió la sonrisa y se mostró fuerte para los tratamientos que se avecinaban.
“Siempre pregunté todo, quería saber qué me iba a pasar. Por ejemplo, con mi pelo”, cuenta la adolescente que ahora tiene 14 años. Su mamá la acompaña en cada quimioterapia, en los días buenos y las noches difíciles. Su papá, Hernán Ramos, se les une todos los días, cuando el trabajo se lo permite.
Pero en medio de esa adversidad, encontró una manera de canalizar su energía y distraerse en medio de su internación en el Hospital San Roque de Paraná: comenzó a confeccionar pulseras y tobilleras. Con mucha paciencia y creatividad, sumada a la ayuda de una enfermera, armó su propio emprendimiento artesanal, que se convirtió en el camino que une su mundo antes de la enfermedad y el presente que enfrenta con absoluta valentía tras haber completado el sexto bloque de quimioterapia, que implicó seis días seguidos de recibir el tratamiento.

Hacer de la creatividad un refugio
Dibujar fue su primera escapatoria de los días de quimioterapia, pero pronto se aburrió. Entonces, reflotó su pasión por hacer pulseras.
“De chiquita me gustaba, así que me traje algunas perlas y las empecé a hacer. Luego comencé a hacer collares, tobilleras y straps para celulares”, cuenta desde la sala de juegos del hospital. Fue una enfermera quien le sugirió venderlas, y en cuestión de días ya tenía su página en Instagram (@antu_bijouteria_) y una red de clientes dentro del hospital: enfermeros, médicos y otros pacientes empezaron a encargarle accesorios. “Creo que nadie aquí se quedó sin algo mío”, dice orgullosa.
El emprendimiento se convirtió en su refugio. Le permite mantenerse activa, generar su propio dinero y, sobre todo, encontrar un propósito en medio del tratamiento. “Cuando puedo salir, me gusta usar mi plata para comprarme cosas”, comenta. Sus padres la ayudan consiguiendo materiales y trasladando los pedidos. “Mis papás me compran más cosas y así puedo seguir haciendo lo que me gusta”, explica.
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Las pulseras no solo le dieron motivos para pensar en otra cosa más allá de la quimio, sino que también se convirtieron en su símbolo de lucha. “Yo quería hacer algo con mi tiempo. Al principio solo las hacía para mí, pero después entendí que podían ayudarme a sentirme mejor”, dice. Las enfermeras y médicos del hospital San Roque de Paraná comenzaron a pedirle tobilleras, llaveros y colgantes para los celulares, ya que no pueden usar pulseras en el trabajo.
Pero no todo es fácil. Los efectos de la quimioterapia la obligan a detenerse a veces. “Hay días en los que estoy muy cansada y no puedo hacer nada. Me duele la boca por las llagas, o me bajan mucho las defensas”, cuenta. Sin embargo, cuando se siente bien, vuelve a trabajar en sus creaciones. “Es mi forma de mantenerme ocupada y sentir que sigo haciendo cosas, que esto no me detiene porque cuando termino las quimio, me quedo internada varios días porque me bajan mucho las defensas, a veces tengo mucositis”, cuenta.
También, pasa sus días escuchando música, sobre todo a Tini Stoessel, lee libros, usa sus redes sociales y se mantiene comunicada con sus amigas. Cuando llega su papá, la acompaña, conversan y juegan mientras Sandra se toma unas horas de descanso. En unos días, le tocará comenzar a ponerse al día con la escuela. “El año pasado tenía una profesora acá, que me mandaban PDFs de la escuela para hacer trabajos prácticos. Ese año será parecido”, cuenta Antonella, quien dice que de todas las materias prefiere Artes visuales, Historia y Geografía.
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Las incondicionales
A su lado, siempre está Sandra, la madre. La mujer de 49 años es la que organiza cada detalle la vida familiar mientras Antonella lleva adelante el tratamiento. También es quien se desvela por las noches cuando la fiebre sube y la que sostiene el optimismo cuando las fuerzas flaquean.
“Hay que sacar energía de donde no hay”, dice la mamá. Juntas comparten los días de lucha y también de pequeñas alegrías, como alguna comida casera que Sandra le lleva desde el departamento que alquilan, a dos cuadras del hospital, donde se baña y donde Hernán se refugia por las noches cada vez que visita a su hija. “Le cocino lo que más le gusta, como pastas con salsa. Preparo todo y llego con las viandas, porque sé que aquí no puede comer como en casa”, agrega. Lo único que no puede comer son fritos.
Mientras hablan con Infobae, ríen, y cuando una comienza una frase, la otra la termina, volviendo a reír. La conexión entre ellas es única. “Mamá siempre está conmigo, no se va nunca. Es mi sostén”, asegura Antonella y le agradece por acompañarla tanto. Sandra, por su parte, con total orgullo reconoce: “Ella es muy valiente. A pesar de todo lo que está pasado, nunca deja de sonreír”.
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A la distancia, también está Malena Majul, la mejor amiga de Antonella. “Todos los días me escribe para preguntar cómo estoy. Sabe a qué hora viene el médico para darme el resultado de mis análisis y me escribe para saber si podré salir unos días para verme”, cuenta la adolescente con emoción. “Cada vez que me dan el alta, lo primero que hago es visitarla”, dice con una mezcla de nostalgia y entusiasmo. “Siempre me espera con una sorpresa, aunque sea un dibujo o una cartita”, agrega y destaca cada gesto de la amiga.
Ahora, mientras espera la última etapa del tratamiento, Antonella sueña con el día en que pueda retomar su vida en Gualeguaychú. Mientras tanto, sigue adelante con sus pulseras, piensa en sus estudios escolares a distancia y sus sueños de ser abogada. “Desde chiquita me decían que tenía carácter para ser abogada, y me gusta la idea”, dice convencida. “Me gusta mucho leer y estudiar, pero también hablar y discutir. Creo que sería buena en eso”, añade entre risas.
Al final de la entrevista, la pequeña guerrera admite que tiene esperanzas en salir adelante. “Hay que tener mucha fe y confiar”, asegura. “Es admirable la manera en que lleva adelante todo. Tuvo sus momentos de tristeza y llantos, claro, pero admiro su fortaleza en estos momentos. ¡Es una luchadora!”, la describe su madre. Y Antonella confía y asegura que estos días los pasará realizando muchas pulseras y tobilleras porque no deja de recibir pedidos y quiere cumplir con todos. Confía en la medicina, en su propio espíritu y, sobre todo, en el amor que la rodea.
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