A diez años de la muerte de Strassera, el fiscal que acusó a los genocidas de la dictadura y pronunció una frase histórica

El 27 de febrero de 2015 murió quien cerró su alegato contra los jefes de las primeras tres juntas de la última dictadura militar con cuatro palabras que forman parte del patrimonio de los argentinos: “Señores jueces: Nunca más”. Su infancia, su pasión por la música y el ingreso a Tribunales. Fue abogado pero soñaba con ser ingeniero

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Tal vez el gesto más
Tal vez el gesto más recordado del fiscal Julio César Strassera durante el juicio a los genocidas. A su lado, Luis Moreno Ocampo quien fue su adjunto durante aquel proceso histórico

Y aún hoy, cuando se cumplen diez años de su muerte y se van a cumplir cuarenta de aquel célebre alegato que acusó a las tres primeras juntas militares de la última y sangrienta dictadura, su voz, la del fiscal Julio César Strassera, una voz enronquecida por el hábito de fumar, crepitante por la emoción, con la templanza que le daban años de oficio, resuena en la memoria como lo que fue: un breve instante de esplendor en la democracia recién recuperada. “Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: Nunca más”.

Ese alegato entró en la historia. Hubo entre quienes presenciaban aquella audiencia en la Sala de la Cámara Federal, hoy un sitio histórico, la sensación de un momento trascendente e irrepetible. Las palabras de Strassera desataron una ovación, el presidente del tribunal, el juez León Arslanián ordenó a la policía el desalojo de la Sala, provocó la furia helada del entonces teniente general Jorge Videla, una puteada fervorosa “a todos” de su par, Roberto Viola y el arrogante desprecio del almirante Emilio Massera, entre otras reacciones parecidas de los militares juzgados.

A lo largo de casi cinco meses de audiencias, entre el inicio del juicio a las Juntas, en abril de 1985, hasta el final de su largo alegato entre el 11 y el 18 de septiembre, Strassera encarnó como propia una formidable acusación que sentó, o volvió a asentar, bases morales perdidas en los años de la dictadura, que habían tambaleado también durante los violentos años ‘70, aquellos años que debieron ser prodigio y sucumbieron al terror de la guerrilla y de la represión ilegal. Y a lo largo de todo el juicio, su fiscalía, junto a su adjunto Luis Moreno Ocampo, demostró que había existido un plan criminal de exterminio diseñado, ordenado y hecho cumplir por las juntas militares; que ese plan se había extendido por todo el país cuando ya las fuerzas de la guerrilla estaban agotadas y, si no eliminadas, en retirada; que ese plan criminal que incluía la metodología del secuestro, la tortura y posterior asesinato o encierro en centros clandestinos de detención de miles de personas, afectó a todas las capas sociales del país, a todas las profesiones y hasta a niños que nacieron en cautiverio, que fueron arrebatados a sus madres, luego asesinadas, y entregados a otras personas que se apropiaron de su identidad y de su destino.

Fumador empedernido, Julio César Strassera
Fumador empedernido, Julio César Strassera murió hace 10 años debido a un cuadro de hipoglucemia y una infección intestinal

Antes de su frase final, “Señores jueces: Nunca más”, que fue dicha al atardecer del 18 de septiembre, el día en el que Strassera cumplía cincuenta y dos años, el fiscal había delineado una serie de conceptos morales que parecían dirigidos a una especie de refundación en la conciencia de una sociedad que parecía haberlos olvidado, o eludidos. También estuvieron dirigidos a demoler cualquier estrategia de las defensas, basada en una hipotética “guerra” contra la subversión. “Salvo que la conciencia moral de los argentinos haya descendido a niveles tribales, -dijo Strassera- nadie puede admitir que el secuestro, la tortura o el asesinato constituyan ‘hechos políticos’ o ‘contingencias del combate’. Ahora que el pueblo argentino ha recuperado el gobierno y el control de sus instituciones, yo asumo la responsabilidad de declarar en su nombre que el sadismo no es una ideología política ni una estrategia bélica, sino una perversión moral”.

Otro fragmento de su encendida apelación mantiene vigente actualidad: “Los argentinos hemos tratado de obtener la paz fundándola en el olvido, y fracasamos: ya hemos hablado de pasadas y frustradas amnistías. Hemos tratado de buscar la paz por la vía de la violencia y el exterminio del adversario, y fracasamos: me remito al período que acabamos de describir. A partir de este juicio y de la condena que propugno, nos cabe la responsabilidad de fundar una paz basada no en el olvido sino en la memoria; no en la violencia sino en la justicia. Esta es nuestra oportunidad: quizá sea la última”.

Para quienes tuvieron el placer de conocerlo aún en el estricto ámbito profesional, Strassera empezó el juicio como “el fiscal” y lo terminó como “Julio”. Era un tipo entrañable, cálido, malhumorado, en estado de rebelión permanente ante las injusticias, radical hasta la médula, impermeable a las bromas corrosivas de sus colegas peronistas, impermeable también, pero con una cargada dosis de desdén, hacia quienes le quitaron el saludo en los umbríos recodos del Palacio de Tribunales, por acusar a los comandantes en el ya legendario juicio de 1985.

¿Quién era el hombre que habló así en un momento histórico decisivo de la historia del país? Era un tipo común, envuelto en una realidad abrumadora, compleja y escabrosa, a la que enfrentó con honestidad y valentía. Se dice fácil.

Había nacido en Comodoro Rivadavia en 1933. Fue el azar. Su padre, contador de YPF, había sido enviado a esa ciudad, tentado por un ofrecimiento de cincuenta pesos más en su sueldo. Cuando el chico Strassera cumplió cuatro años, después de una dura vida en el sur, (“Era el desierto, comíamos carne de oveja no había verduras, el viento soplaba a noventa kilómetros por hora”), la familia se instaló en Villa Ballester y Julio hizo el jardín de infantes en una escuela alemana, Hölsters Schule. Enseguida la familia volvió a mudarse a Palermo y Strassera completó los estudios en un colegio del Estado.

La separación de sus padres lo llevó a vivir con su mamá y no tuvo más remedio que vivir lo que por entonces se juzgaba como un destino un poco infame para cualquier chico: pupilo en un colegio religioso. “Fue en sexto grado y en el colegio San José, del barrio de Balvanera –contó al recordado colega José “Pepe” Eliaschev en 2011- Pero no me recibí de bachiller allí, sino en el Nacional Sarmiento de la calle Libertad. En el San José estuve pupilo cuatro años. Compartíamos el dormitorio unos cuarenta chicos; era un colegio caro pero mi papá consiguió media beca para mí”.

Julio César Strassera en una
Julio César Strassera en una de sus intervenciones en el juicio en el que acusó a los comandantes de las tres primeras juntas de la dictadura de 1976 (Captura de TV)

Empezó a trabajar antes de graduarse como bachiller. Su amistad con un escenógrafo del Teatro Colón que le enseñó a escuchar a Richard Wagner, lo acercó a la lírica y a la ópera. En alguna charla con algún periodista interesado por la música, Strassera decía dos cosas muy simpáticas: que había ingresado a la lírica al revés, primero por Wagner y después por el ‘bel canto’ italiano, (llevaba razón, era al revés) y que su fascinación por lo alemán provenía de sus antepasados. Su abuelo era genovés, pero Strassera estaba convencido de que sus ancestros eran Strasser, alemanes, y que al pasar a Italia, el apellido había recibido una “a” al final.

Fue un entusiasta radical desde muy joven. Y seguiría fiel a ese partido hasta el final de sus días. Trabajó en un estudio jurídico, su vocación, o lo que fuere, por el derecho no se había despertado; fue empleado de YPF primero y de otra petrolera, Standard Oil, donde desplegó su carácter levantisco que después se haría famoso. Un día, en YPF, le hicieron redactar un memorándum dirigido a la filial de Comodoro Rivadavia. “Lo hice, mi jefe me tachó un “tuviera” y escribió “tendría”. Le dije que: ‘Eso es una brutalidad. Ahora escríbalo usted’. Agarré, renuncié y me mandé a mudar”. Colegio, oficinas de YPF, Teatro Colón por Wagner, la vida joven de Strassera rondó siempre el viejo palacio de Tribunales, frente a la Plaza Lavalle, salvo cuando se encontraba con sus amigos de adolescencia en el “Blasón”, un histórico café de Las Heras y Pueyrredón, que ya no existe.

Entró tarde a la Facultad de Derecho, a los veinticinco años, sin saber bien por qué. Sus sueños iban por el lado de la ingeniería. Su primer trabajo en Tribunales fue como pinche de última categoría en el Juzgado Federal número 1 a cargo del juez Martín Insaurralde, al inicio de los prodigiosos años ‘60 y a los treinta años. Se recibió a los treinta y tres, en 1965. “De joven tuve una vocación de justiciero que salía a flote en las discusiones con mis amigos. Un fiscal tiene que tener cierta vocación por la verdad y la justicia”. Su vocación también estuvo señalada en parte por su primer trabajo en el fuero federal. Strassera decía que, de haber entrado como pinche en un juzgado civil y comercial, hubiese sido civilista y no penalista.

La facultad de Derecho en la que cursó Strassera en los años 60, estaba muy politizada. Compartió aulas con algunos de los protagonistas de la década siguiente, entre ellos el abogado Mario Hernández, que defendió a los procesados por el secuestro y asesinato del ex presidente Pedro Eugenio Aramburu y hoy figura como desaparecido durante la última dictadura. Como estudiante radical, los afanes de Strassera circulaban por la ARD Agrupación Reformista de Derecho, enfrentada al Movimiento Universitario Reformista (MUR), cercana al Partido Comunista, donde militaba Roberto Quieto, que integraría luego el grupo guerrillero FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias), llegaría a ser uno de los jefes de la guerrilla peronista de Montoneros y fue secuestrado en 1975 por militares y policías: nunca más apareció.

Raúl Alfonsín y Julio César
Raúl Alfonsín y Julio César Strassera. El presidente le dijo: "Oiga, fiscal... no se vuelva loco". Y el acusador de los militares le contestó: "Tarde, presidente"

Strassera hizo una veloz y brillante carrera judicial, se casó muy joven y se divorció también muy joven. Y volvió a casarse con Marisa Tobar, quien sería luego la compañera de toda su vida y la madre de sus dos hijos. Cuando el golpe militar del 24 de marzo de 1976, Strassera era secretario del Juzgado Federal 4, a cargo del juez Miguel Ángel Inchausti. Fue fiscal federal durante el “proceso” hasta que lo ascendieron para sacarlo del medio. La historia es muy simpática y el fiscal la contaba con cierta satisfacción. En plena dictadura, narró Strassera a Eliaschev, lo llamó quien era entonces subsecretario de Justicia, el brigadier Laureano Álvarez Estrada. El militar quería saber si tenía en sus manos el hábeas corpus de una persona, un secuestrado, un detenido ilegal. Strassera le dijo que sí, que tenía ese hábeas corpus. Álvarez Estrada pidió entonces que Strassera “aguantara” el trámite tres días porque el presidente Videla estaba de viaje y no había quien firmara el decreto para poner el secuestrado a disposición del Poder Ejecutivo. “Le dije: ‘Lo siento brigadier. Tengo veinticuatro horas para dictaminar. Y si esta persona no está a disposición formal del Poder Ejecutivo, voy a dictaminar que debe hacerse lugar al hábeas corpus’. Eso hice y lo pusieron en libertad. A la semana, me “ascendieron” como juez de sentencia. No me echaron, pero me mandaron al fuero ordinario, a juzgar a delincuentes comunes. Allí estuve hasta que llegó la democracia”.

Ese era el fiscal que se metió de lleno en el juicio a las Juntas a una edad en la que podía retirarse con todos los laureles; era un tipo austero, vivía con modestia en un departamento cercano a Tribunales; era un apasionado, un polemista nato, capaz de defender sus ideas con una vehemencia y un fervor inamovibles; era incorruptible, de un enorme coraje personal, de una honestidad inclaudicable en un país donde la honestidad a menudo es insoportable; era también imposible de amedrentar y de una independencia absoluta, incluso en charlas reservadas con los jueces de la Cámara Federal con los que, con algunos, sentía un fraternal y mutuo afecto.

Era también un fumador empedernido que vivía envuelto en una nube de humo y padecía una diabetes que a veces lo tenía a maltraer: en algunas audiencias del juicio le acercaron de urgencia una Coca Cola para equilibrar su glucosa baja y caprichosa; como amante de la gran música, era tanguero, porteñísimo hasta en los gestos, pese a su nacimiento casual en el sur del país. Tenía hobbies raros y simples: los relojes, por ejemplo. Y los libros viejos, extraños, perdidos que buscaba con afán casi todos los sábados, en las librerías de la calle Corrientes.

Como fiscal de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de la Capital Federal, así debía nombrarse lo que pasó a la historia como “la Cámara Federal”, para ahorrar tiempo, saliva, tinta y energías, Strassera jamás imaginó la que se le venía encima. Cuando el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas terminó de dar sus vueltas eternas para no juzgar a los ex jefes militares, el gobierno de Raúl Alfonsín, que había reformado el Código de Justicia Militar, sacó la causa de esa jurisdicción y la pasó a la justicia civil y a la Cámara Federal. Strassera la tomó, diría luego, como “una causa más”. Pero no era una causa más. Investigar miles de secuestros, torturas y asesinatos en centros clandestinos de detención sembrados en todo el país; tratar de saber cuál era el destino de los “desaparecidos”, o al menos el de sus restos; desentrañar el entramado de lo que luego se llamó “terrorismo de Estado”, era una tarea gigantesca que pedía un equipo jurídico sólido y tenaz. Strassera no lo tenía. La mayor parte del Poder Judicial de aquel entonces se negó a integrar su fiscalía porque, la mayoría, no estaban de acuerdo con el juicio a las juntas en un fuero que todavía conservaba rémoras del pasado, o porque los menos, sospechaban que el énfasis que había puesto en ese juicio el gobierno de Alfonsín se iba a deshilachar.

Los jueces de la Cámara
Los jueces de la Cámara Federal en el estrado, los comandantes acusados en el banquillo y de espaldas. A un costado Julio César Strassera y Luis Moreno Ocampo. El juicio que pasó a la historia

Strassera se vistió entonces con el ropaje de los grandes personajes de las películas de Steven Spielberg: un hombre común al que le cae una misión tremenda que cumple con decisión y coraje: así es el capitán que salva al soldado Ryan y el abogado mediador que intercambia espías en un puente de Berlín durante la Guerra Fría.

Strassera diseñó una estrategia de acusación basada en los tribunales europeos: iba a acusar sobre casos paradigmáticos, sin que importara la cantidad. Antes de que se iniciara el juicio y como hubo rumores de algún tipo de presión por parte del Ejecutivo, el presidente Alfonsín lo recibió una tarde en la Casa de Gobierno para darle todas las garantías de libertad y seguridad para su trabajo de acusador de las Juntas. Al fiscal le gustaba contar que cuando se despidieron y dio unos pasos hacia la salida del despacho presidencial, Alfonsín le dijo: “Oiga, fiscal… No se vuelva loco”. Y Strassera contestó: “Tarde, presidente”.

No se volvió loco. Llamó a su lado a Luis Moreno Ocampo, que era un joven de treinta y dos años, secretario de la Procuración, que jamás había participado en un juicio, y armó luego un equipo de hombres y mujeres todos muy jóvenes, todos brillantes y dedicados, conocidos en la jerga ramplona de Tribunales como “los fiscalitos de Strassera”. Así, como un entomólogo y basado en la documentación de la CONADEP (Comisión Nacional por la Desaparición de Personas) Strassera desentrañó hebra por hebra el terrorismo de Estado y el plan sistemático de represión que se extendió a todo el país. Los testimonios de los sobrevivientes de los centros de detención ilegal y el de los familiares de los desaparecidos le dieron al juicio a las juntas un valor documental impresionante, irrefutable, y sellaron de alguna forma cualquier camino de retorno y cualquiera de los argumentos esgrimidos por las defensas de los comandantes, muchos de ellos de una tétrica irracionalidad, o de una bobería extravagante, como el que refirió a métodos y teorías de los tribunales de la Inquisición, o el que comparó las consecuencias de la represión con el daño provocado por el estallido atómico en Hiroshima en 1945. El mundo entero miraba aquel proceso acaso único en la historia en el que la justicia de un país juzgaba a quienes habían sido sus dictadores.

La habitual vehemencia de Strassera se aplacaba ante los dramas humanos que relataban los testigos: torturas terribles, familias deshechas, secuestros de adolescentes, profesionales, docentes, estudiantes, obreros, trabajadores, militares, campesinos, diplomáticos, sacerdotes, delegados gremiales, abogados, médicos, amas de casa, intelectuales… Pero el fiscal solía perder la calma ante las preguntas de los defensores, que parecían acusar o lo hacían de lleno a quienes daban testimonio.

Uno de esos profesionales, José María Orgeira, defensor del general Viola, llamó “detenido” a uno de los testigos. Lo hizo dos veces. El defensor había sido juez, no era un inocente en materia judicial. De otro dijo que había declarado en “La Perla” (el centro clandestino de detención y tortura de Córdoba) cuando lo que debió decir era CONADEP. En otra sesión, el mismo abogado habló de “personas secuestradas, bien o mal secuestradas, eso se verá…”. Strassera estalló: “¡Si seguimos así, le van a decir a un testigo: Siéntese, sáquese la capucha y hable!”. Quien presidía el tribunal en esa audiencia, Guillermo Ledesma, también se encabritó: “¡Señor Fiscal! ¡El Tribunal no le va a permitir ese tipo de exabruptos!”. Luego, la Cámara lo apercibió para que guardara “la debida compostura”.

Julio César Strassera era porteñísimo
Julio César Strassera era porteñísimo a pesar de que había nacido en Comodoro Rivadavia, Chubut

Los jueces tenían la sensación de que algunos de los defensores, y el del general Viola tenía todos los números de la rifa, intentaban enturbiar las sesiones, “empiojarlas” para desprestigiar o intentar anular el proceso judicial. Strassera se enfocó en Orgeira. Y viceversa. Parte de ese costado casi secreto del juicio, está narrada en primera persona por uno de aquellos jueces, Ricardo Gil Lavedra, en un libro íntimo sobre el juicio: “La hermandad de los astronautas”. Cuenta Gil Lavedra: “En una ocasión Orgeira interrumpió la audiencia diciendo que el fiscal le hacía “gestos procaces”; cuando miramos a Julio, puso cara de santo y desvió la vista para otro lado. Por supuesto que era cierto, yo lo he visto hacerlo en más de una oportunidad. Incluso cada vez que Orgeira tenía que pasar a su lado, se notaba que Julio farfullaba algo por lo bajo y Orgeira comenzaba a gritar quejándose (…) Nosotros exhibíamos dureza con esas puestas en escena de Julio. Lo hemos llamado en privado para decirle: ‘No rompas las pelotas, dejáte de joder, nos vas a complicar el juicio’. No queríamos que se abriera ninguna puerta por la que se colara la acusación de que el juicio no era justo”.

En cada una de las sesiones del juicio, que en términos técnicos fue una sola sesión que duró varios meses, había un cuarto intermedio que seguía a la declaración de los principales testigos. Strassera salía a caminar, y a fumar, por la amplia antesala con lo que provocaba que los periodistas lo rodearan y le preguntaran por el pulso del juicio. Era una puesta en escena brillante, didáctica para los que no estaban duchos en los procedimientos judiciales y orientadoras incluso sobre la marcha del proceso. Fue en una de esas conferencias de prensa que Strassera dijo: “Acabo de ganar el juicio”, después del conmovedor testimonio de Adriana Calvo de Laborde, una mujer secuestrada y torturada, que fue obligada a dar a luz en un patrullero.

En julio, en mitad del juicio, Strassera fue amenazado de muerte. Era una cosa de todos los días: había una bomba en la Fiscalía, o en la Sala de Audiencias, o en el despacho del fiscal. Strassera las rechazaba con resignado fatalismo. Un mediodía le tocó a él atender una llamada telefónica que anunciaba un explosivo de enorme poder en Tribunales: “No, vea, -le dijo a la persona que llamaba- aquí estamos todos muy ocupados. Las amenazas de bombas las recibimos todos los días de siete y media a ocho de la mañana. Llame mañana en ese horario”. Y colgó. Pero las amenazas se hicieron más serias, más incluso que los sobres que traían dentro una bala de pistola nueve milímetros. Los anónimos hablaban de “fusilamiento en cuarenta y ocho horas” y se habían extendido a la familia del fiscal y a su hijo menor, que estudiaba en un colegio frente a la Plaza Lavalle y al Palacio de Tribunales. Los esfuerzos de la fiscalía por ocultar los anónimos, fueron en vano.

Adriana Calvo de Laborde declara
Adriana Calvo de Laborde declara como testigo durante el juicio de 1985. Detrás aparece Julio César Strassera. "Acabo de ganar el juicio" dijo el fiscal cuando la testigo, que había sido secuestrada, torturada y obligada a parir en un patrullero, contó su desgarrador padecimiento

Los periodistas corrieron a entrevistar a Strassera: “Vean –dijo- no me hagan hablar de estas cosas. Es intrascendente. Yo no le doy importancia. Si se han hecho públicas es porque quieren amedrentar a los testigos, que también reciben amenazas, o porque pretenden que yo desista de algún testimonio”. No hubo desistimientos, ni los testigos temieron más de la cuenta. Una tarde, Norma Cozzi, sobreviviente de la ESMA, relató su secuestro: “Me metieron en un auto y me pusieron esto…” Y sacó de su bolsillo una especie de antifaz de paño negro, ancho, con una cinta elástica. “Esto es un “tabique”, dijo. El juez Ledesma, sorprendido como toda la audiencia, le preguntó: “Señora, ¿puede aportar eso al Tribunal como prueba?” “Por supuesto”, dijo la testigo.

El clima de aquellos meses era de una enorme violencia solapada. En octubre, después del alegato de Strassera y durante los de las defensas, una ola de atentados sacudió al país. En Córdoba una bomba mató a un joven estudiante; una amenaza de bomba hizo desalojar la Sala de Periodista de Tribunales; otro explosivo estalló en un jardín de infantes de la comunidad judía; otras bombas estallaron en Radio Continental y destruyeron el auto de un coronel del Ejército; otro atentado destruyó una torre de alta tensión en Tucumán y provocó un apagón; otro explosivo dañó el auto del contralmirante retirado Juan Carlos Frías, que había sido vocal del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas; otra bomba estalló en ATC, que era entonces la televisión oficial y hubo amenazas contra el Colegio Normal 1 de Buenos Aires y contra un edificio de la Avenida Dorrego al 2600, en el que vivían militares y sus familias.

El 9 de diciembre el juez León Arslanián leyó la parte resolutiva de la sentencia que condenó a algunos comandantes, absolvió a otros y abrió, en su punto treinta, la posibilidad de acciones legales contra sus subordinados inmediatos. Una sentencia que no dejó conforme a todo el mundo, pero hizo historia. Strassera se retiró del Poder Judicial porque sintió que su tarea en la Justicia había terminado. Accedió luego a un cargo de prestigio, y muy bien remunerado, como embajador argentino ante la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas, con sede en Ginebra. A ese cargo y a su sueldo renunció enfurecido cuando el presidente Carlos Menem dictó, en diciembre de 1990, el indulto a los comandantes a los que Strassera había acusado. Lo hizo con la misma pasión con la que se había opuesto a las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, dictadas por el gobierno de Alfonsín en 1986 y 1987. Se dedicó entonces a ejercer como abogado y a ser parte activa de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, de la que fue presidente. En 2006 defendió a Aníbal Ibarra, en el juicio político en el que fue removido de su cargo de Jefe de Gobierno de la Ciudad a causa del incendio en “Cromañón”.

Ni los comandantes a los que acusó, ni los abogados que los defendieron ni el sector de la sociedad que aún hoy reivindica, y acaso añora, los años de plomo y el terrorismo de Estado, escarnecieron tanto a Strassera como lo hizo el kirchnerismo. Todo empezó el 24 de marzo de 2004 cuando el entonces presidente Néstor Kirchner firmó el convenio para crear el Museo de la Memoria en la ex ESMA, que había sido un centro de detención ilegal. Kirchner dijo ese día: “Las cosas hay que llamarlas por su nombre. Y acá si ustedes me permiten, ya no como compañero y hermano de tantos compañeros y hermanos que compartimos aquel tiempo, sino como Presidente de la Nación Argentina vengo a pedir perdón de parte del Estado nacional por la vergüenza de haber callado durante veinte años de democracia por tantas atrocidades”.

“De joven tuve una vocación
“De joven tuve una vocación de justiciero que salía a flote en las discusiones con mis amigos. Un fiscal tiene que tener cierta vocación por la verdad y la justicia", dijo Strassera

Strassera, ante el “olvido” de Kirchner que borraba de un plumazo el juicio a las juntas. Denunció “el uso político de los derechos humanos que hace la pareja presidencial” y advirtió: “Quieren una justicia kirchnerista que falle todo a favor”. Desde ese momento, Strassera pasó a ser mala palabra en ámbitos del peronismo y hasta quienes habían elogiado su coraje en 1985 lo cuestionaron como “funcional a la dictadura” y acomodaticio.

Strassera murió el 27 de febrero de 2015, por un cuadro de hiperglucemia y una infección intestinal. Su “Nunca más”, a los golpes militares, a la tortura, a la desaparición de personas, a la muerte como una forma de actividad política, es más que un legado, y define la verdadera vocación democrática del viejo fiscal.

Cuando hace dos años y medio se estrenó la película de Santiago Mitre “Argentina 1985″ que de alguna manera narra los días del juicio a las juntas y el desempeño de Strassera, Moreno Ocampo, que fue su adjunto y luego desarrolló una brillante carrera de jurista y en el exterior, fue fiscal de la Corte Penal Internacional de La Haya, reivindicó la figura del viejo fiscal. Dijo que el país le debe una estatua a Strassera y expresó un desafío. “La estatua de Strassera no va a tener ni caballo, ni sable. El escultor deberá expresar sus verdaderas armas, que eran la verdad y la ley”.

A diez años de su muerte, nadie aceptó todavía el reto, ni el estético, ni el otro. Es una cuestión de coraje civil.