
Cuando bajó del avión en el aeropuerto de Ezeiza, Zaira Balza Velásquez (33) entró en pánico. Era el 4 de marzo de 2010 y había dejado atrás su casa en Puerto Ordaz, Venezuela, con el propósito de llevar adelante una vida más afín a sus intereses. Pero en ese momento, con 18 años y sin conocer a nadie en Argentina, la incertidumbre la invadió: “¿Qué hago a 5.000 kilómetros de mi casa? ¿Qué hice con mi vida?”, pensó.
A diferencia de los miles de venezolanos que emigraron en los últimos años a la Argentina por la crisis económica y política, Zaira llegó en 2010 por deseo propio. El motivo: no se identificaba con los valores de la sociedad en la que creció. “En mi grupo de pares, lo que predominaba era el reggaetón, la obsesión por la apariencia, los autos de lujo y las discotecas. No había espacios de teatro, literatura o música; la cultura no era una prioridad”, explica acerca de la decisión de dejar su país natal. Y enseguida aclara: “Yo no me fui exiliada, sino por elección. Andaba buscando vivir y crecer en un lugar donde culturalmente me sintiera más alineada”.
¿Por qué eligió venir a Argentina? Según dice, enfocó su búsqueda en países hispanohablantes porque había cursado un año de Medicina en Venezuela y quería continuar sin perder el tiempo aprendiendo otro idioma. En el proceso, explica, empezó a descartar opciones. “Primero quise ir a España, pero sentí que iban a discriminarme por ser sudamericana. Después pensé en México, pero el ingreso a la Universidad Nacional Autónoma era demasiado competitivo. Hasta que encontré la Universidad de Buenos Aires que, a diferencia de otras instituciones, tenía una página web muy clara y actualizada y un sistema de ingreso accesible, como el CBC. La idea de estudiar ahí me conquistó”, detalla en charla con Infobae.
Hoy, 15 años después, Zaira es graduada de la UBA, pero de la carrera de Psicología. Desde que obtuvo el título, en 2020, se dedica a acompañar los procesos migratorios de sus pacientes: personas que, como ella, dejaron su país de origen para echar raíces en otros lugares. Cuenta con una ventaja y es que conoce el duelo que atraviesan porque ella también lo transitó: “Cuando se habla de migración, suele hacerse en términos demográficos y con datos duros: cuántos inmigrantes hay, de dónde vienen, por qué se van. Muchas veces, antes de que uno abra la boca, la nacionalidad y el país de residencia ya cuentan una historia por sí solos. Es como si todos emigráramos por los mismos motivos y viviéramos el mismo proceso. Pero la migración no es solo un fenómeno colectivo, también es una experiencia individual, un tránsito interno que implica pérdidas y una transformación profunda. No es solo un cruce de fronteras físicas, sino también emocionales, y ese proceso puede derivar en ansiedad, aislamiento o una sensación de vacío difícil de nombrar. Es ahí donde empieza el trabajo que hago: acompañar a quienes están en ese duelo interno, que muchas veces queda invisibilizado en medio de las estadísticas”.
En esta nota, Zaira repasa los principales desafíos que atraviesan quienes se van de su país. De famoso choque cultural, pasando por la sensación de no ser “ni de allá ni de acá” hasta la llamada “depresión sonriente”.
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Adaptación
Aunque nació el 25 de marzo de 1991, Zaira también celebra su cumpleaños el 4 de ese mes, fecha en que llegó a Argentina. De sus primeros días en el país, dice, todavía recuerda el “choque de culturas”. “Todo era diferente: desde el sabor del agua hasta la manera de decir la hora. También cuando pedía orientación en la calle. ‘Acá a la vuelta’ me decían. ¡No entendía nada! En ese momento no tenía smartphone, ni GPS, así que mi mejor aliada fue la Guía T de bolsillo”, explica. Adaptarse al clima fue un desafío inesperado. “No sabía lo que era un invierno. En Venezuela es verano todo el año y, de repente, estaba en Buenos Aires con temperaturas bajo cero. No tenía idea de cómo vestirme”, recuerda.
El primer mes vivió en una residencia universitaria y, luego, se mudó con una compañera de la facultad a un departamento. Su primer empleo fue en una casa de comidas rápidas. Más adelante, consiguió un puesto en una empresa agropecuaria donde hizo carrera durante cinco años mientras cursaba en la UBA. “Sentí que subí al avión siendo adolescente y bajé convertida en adulta”, dice. “Me costó mucho. No había dimensionado el tamaño del cambio. Pasé de ser ‘la princesa de mi casa’ a una ‘don nadie’ en una ciudad gigante donde nadie me conocía. Al principio le rogaba a mi mamá para que me comprara un boleto de regreso: ‘Estoy arrepentida. Esto es demasiado’. Pero mi madre no dio el brazo a torcer: ‘Usted quería eso, ahora se queda y aguanta’”.
Mirando en retrospectiva, Zaira cree que no haberse rendido a la primera fue la mejor decisión. “Es clave darle lugar a la incomodidad y detenerse a pensar cómo uno se siente. Antes de migrar todo es emoción, euforia y alegría porque vas a cumplir tu sueño. Pero cuando llegas, pasan los días y no te hallas, empiezas a pensar: ‘¿Mi sueño es llorar todas las noches?’. Hay que tener paciencia. Al principio es normal que duela”.
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Sentirse en un limbo
Desde que llegó a Argentina, Zaira volvió a Venezuela dos veces. “La primera viajé con amigas argentinas y recorrimos las partes más lindas del país”, cuenta. Más allá de las anécdotas que trajo, también conserva un trago amargo. “Cuando estaba allá me sentía una extranjera: vestía de una forma que les resultaba extraña, no me planchaba el pelo ni me maquillaba y ellos no entendían por qué. Y si usaba acento argentino, peor: eso no lo tolera nadie. Pero al regresar aquí, era muy venezolana para ser argentina. Desayunaba café con empanadas o me ponía unas sandalias en invierno. Tuve que aprender a vestirme con ropa de abrigo”, explica sobre el “limbo” que transitó los primeros años.
Según Zaira, muchos migrantes intentan incorporar el acento del país al que van para “tratar de suavizar la diferencia”. Ella, en cambio, mantuvo su tonada. “Fue una decisión que tomé a conciencia. Mi acento es una parte de mi identidad que yo elijo conservar todos los días. Siento que hay algo de la alegría del Caribe que puedo usar a mi favor. Por supuesto que hay términos que incorporé. Si voy a la verdulería no digo: ‘Dame dos cambures’ porque no van a entender. Pido dos bananas”, cuenta. “Por otro lado, me encanta cómo los argentinos expresan sus dolores y malestares con tanta pasión. Lo hacen de una manera única, que yo también incorporé para hablar de lo que me pasa”, agrega entre risas.
La última vez que viajó a Venezuela, en 2014, Zaira dice que se llevó “un golpe durísimo”. “La Venezuela que recordaba ya no existía. Encontré un país en ruinas: supermercados vacíos, sin alimentos ni medicinas, gente empobrecida luchando por sobrevivir. Fue muy triste”, dice. Al año siguiente, su hermana mayor migró a la Argentina y, en 2018, se sumó su madre. “Como venezolana, guardo un dolor y un deseo de tener una Venezuela libre otra vez. Esa es la parte complicada y que a veces me genera envidia de otros migrantes: que pueden volver a sus países. Deseo que las cosas mejoren allá”, agrega.

Acompañar a otros migrantes
A fines de 2019, Zaira se recibió de psicóloga en la UBA. Tres meses después, en tiempo récord, le otorgaron el título y comenzó a ejercer. “Desde el comienzo, todos mis pacientes fueron migrantes hispanohablantes. Se dio de forma orgánica. Me dieron la matrícula y amigos míos empezaron a recomendarme. ¿Y quiénes eran mis amigos? Venezolanos. ¿Y dónde estaban? En distintos países. Más allá de su nacionalidad y el lugar del mundo en el que viven, todos tienen algo en común: el duelo migratorio. Es un dolor difícil de explicar, incluso para quien lo vive, porque no lo entiende. Y si el que te está escuchando, el psicólogo, nunca ha emigrado, hay un prejuicio de que no te va a entender. En mi caso no sucede porque, al haber vivido ese dolor en carne propia, pude construir un puente con las personas. Conecto de corazón a corazón”, dice.
—Si tuvieras que describir el duelo migratorio, ¿qué metáfora usarías?
—Es como un hueso que se fractura en muchos pedacitos. Son pérdidas pequeñas que, juntas, hacen una gran pérdida. Lo difícil es identificar lo que se pierde porque son cosas que, por sí solas, pueden ser insignificantes, como el clima, la playa, la harina de maíz… Pero si sumas y sumas, la lista se hace cada vez más larga: la familia, el grupo de amigos, el lenguaje cotidiano, la carrera y reconocimiento profesional. ¿Cuántas personas hay que, por ejemplo, dejan de ser ingenieros o médicos para dedicarse a ser chofer de aplicaciones o camareros? Vas sumando y el duelo se esparce.
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—¿Y qué se hace? Porque, por un lado, está la pérdida; pero por el otro lado, muchas veces, hay una elección consciente en el hecho de haber migrado.
—Esa es una de las características del proceso de duelo migratorio y tiene que ver con la ambigüedad constante. El migrante vive en una especie de conflicto interno permanente. “Conseguí trabajo y estoy contento, pero no están mis papás para celebrarlo conmigo” o “Me mudé a una casa hermosa: ¡cómo me gustaría que estuvieran mis hermanos aquí!”. Esa sensación impide que la felicidad se sienta del todo completa. Y no se resuelve ni desaparece, simplemente se aprende a convivir con eso. Para mí, el migrante es resiliente porque no tiene otra opción. Siempre hay una mezcla de alegría y tristeza al mismo tiempo. También está la llamada “depresión sonriente”. Se muestran exitosos y felices, pero en el fondo esconden una desesperanza y un vacío constante. Y como es sabido, lo que no se dice con las palabras, el cuerpo lo termina expresando. Un error que comenten es ir al médico y tratar el síntoma, pero no van al psicólogo para ver si ese síntoma tiene un factor psicológico que lo sostiene.
—¿Qué papel juegan las redes sociales?
—Muchas veces no ayudan. Es algo que muchos pacientes traen a las sesiones: “Mi papá cree que soy feliz porque vio una foto mía en París o en Milán. Invalidan que puedo estar triste o melancólico porque estoy en París o en Milán”. La imagen que se muestra en redes invisibiliza lo que sienten por dentro. Entonces, ¿qué hacen muchas personas? Lo ocultan. No lo cuentan a su familia para no preocuparlos o porque creen que no los va a entender: “Tampoco quiero que piensen que me arrepentí de haberme ido”. Entonces, el duelo migratorio termina siendo muchas veces algo muy íntimo y reservado. Un dolor que llevo calladito.
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—¿Cuánto tiempo puede durar un duelo migratorio?
—En psicología evitamos hablar de tiempos, porque los tiempos psicológicos son distintos a los cronológicos. Pero si la angustia, la ansiedad o el vacío persisten más de dos años sin cambios, es importante buscar ayuda profesional. Los dos primeros años suelen ser difíciles y aceptar esa realidad es fundamental. En mi caso, asumí que soy tanto de aquí como de allá y hasta estoy contenta con esta biculturalidad. Ya no me choca ser distinta. La verdad es que amo mucho Argentina y eso también ayuda: dejar de pelearse con el país que te acoge, ya sea criticándolo y comparándolo con el propio. Esa resistencia genera mucho sufrimiento. Abrazar la diferencia, en cambio, ayuda a que ese duelo pueda ir sanando.
—Se habla mucho de los que se van, pero poco se los vuelven. ¿Qué se pone en juego cuando alguien decide regresar a su país de origen?
—Es una decisión compleja que escucho en muchos pacientes, por ejemplo, españoles que se fueron a vivir a Alemania. Es muy sabroso sentirse en casa. Descansas de ese proceso de adaptación, vuelves a lo conocido y eso genera alivio. Para aquellos que bajaron el estatus social, por ejemplo, representa una promesa de poder volver a insertarse en su carrera profesional. Después de la pandemia, la vida y los vínculos tomaron otro sentido. En ese contexto, muchas personas eligieron volver a sus países porque priorizaron el hecho estar cerca de los afectos.
—¿No hay un sentimiento de “fracaso” en los que regresan?
—Puede aparecer la vergüenza, pero no se me vienen a la mente pacientes que me hayan contado eso. Lo que sí traen es cierto autoconocimiento inesperado: “No sabía que era tan amiguero”. Como dice el dicho: “Para mirar de cerca, hay que pararse lejos”. Entonces reconocen que les encanta la exploración, el mundo y la aventura, pero también el calor, la calidez y la compañía. Mostrar nuestra vulnerabilidad no es algo que se nos enseña ni se promueva en Occidente. Entonces también es una invitación. Ser vulnerable no es ser cobarde.
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—Por tu historia personal, ¿hay algo sanador en ser psicóloga y trabajar con migrantes?
—Definitivamente. Acompañar los procesos migratorios de otras personas ha sido mi manera de aportar no solo al mundo, sino a la reconstrucción de un país fracturado como Venezuela. De alguna manera es forma de volver ahí y ser útil para un propósito.
*Zaira Balza Velásquez es psicóloga clínica y acompaña procesos migratorios (MN 76.462). Se la puede encontrar en Instagram (@claroquepsi) o en su página web www.claroquepsi.com.
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