Cuadrillas de mulatas, cien bailes simultáneos y oportunidades de transgredir las identidades: las raíces de los carnavales porteños

A fines del siglo XIX Buenos Aires y Montevideo eran las ciudades carnavaleras por excelencia de América Latina. La influencia de los afrodescendientes en una celebración que con el paso de los años se modificó por completo

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El carnaval permitió procesar las
El carnaval permitió procesar las grandes tensiones de clase, de género y étnico-raciales que se produjeron cuando se formó la Argentina moderna

Hay que imaginar lo que era Buenos Aires en carnaval. Mirando los pequeños corsos actuales, nadie podría sospechar la extraordinaria masividad que alcanzaban a fines del siglo XIX. Por entonces, la ciudad crecía vertiginosamente: en 1855 ya contaba con 92.000 habitantes, y en 1887 sobrepasaba los 433.000, ubicándose entre las diez más grandes y cosmopolitas del mundo. La ciudad entera salía a la calle, poblada de personas de mil procedencias. Grandes y chicos jugaban a arrojarse agua durante el día y miraban el espectáculo de las comparsas por la tarde: la primera vez fue datada en 1854. Los adultos continuaban luego en alguno de los bailes de máscaras que había por todas partes. Buenos Aires, con sus calles empedradas sin luz eléctrica y transitada por los primeros tranvías, quedaba completamente absorbida por la celebración.

La proporción de los que participaban en el carnaval, en efecto, era extraordinariamente alta. En 1881 un diario estimó que había 150 mil personas en la calle, algo así como un tercio de la población total, un dato confirmado por otros observadores. A lo largo de cientos de cuadras, no eran sólo residentes: el carnaval atraía cada año visitantes del interior del país y de Montevideo. La capital uruguaya y la argentina eran las únicas que merecían atención en América Latina: el carnaval de Río de Janeiro, hoy emblemático, todavía no rivalizaba con los del Río de la Plata.

“¿De dónde venía esa pasión?”, se pregunta el historiador Ezequiel Adamovsky en su libro La fiesta de los negros (Siglo XXI). ”En esos años no había radio, cine o televisión, ni fútbol para ir a ver, ni discotecas, shoppings o parques de diversiones. Jóvenes y no tan jóvenes encontraban una ocasión única para entregarse por un momento a la locura, para quitarse de encima las reglas de etiqueta, para jugar a ser otros, para burlarse de las normas, para reír a mandíbula batiente. Y, sobre todo, para acercarse a chicos, a chicas, eludiendo la mirada controladora de los padres. El baile, el alcohol y las máscaras brindaban oportunidades inmejorables para insinuarse impúdicamente, para robar un beso, para conseguir una cita o, incluso, para terminar la noche juntos”, explica el autor.

Nada de eso, sin embargo, responde del todo a la pregunta. El carnaval, por cierto, fue un espacio crucial para procesar las agudas tensiones de clase, de género y étnico-raciales que se produjeron en el momento de formación de la Argentina moderna. “Las oportunidades de transgredir las identidades eran infinitas: un argentino podía imitar a un italiano recién llegado, este agruparse con un vasco y un ruso judío en una misma comparsa cosmopolita y todos, jugar a ser indios, turcos o gauchos rebeldes. Los negros podían actuar como blancos y los blancos disfrazarse de negros”, escribe Adamovsky sobre aquella primera etapa del carnaval porteño, en el grado cero de su gestación.

El carnaval, “Ahora” con el
El carnaval, “Ahora” con el corso y “Antes” con el juego del agua. Ilustración publicada en El Mosquito, en febrero de 1869

Lo que estuvo en el centro de la escena fue un fenómeno muy temprano y peculiar, de llamativa intensidad. Junto con comparsas de todo tipo, desfilaron una cantidad notable de agrupaciones integradas por afrodescendientes. A partir de 1865 y hasta fin de siglo, inundaron el espacio del carnaval comparsas de blancos que se tiznaban el rostro, ejecutaban ritmos y bailes de raíz afro, cantaban canciones alusivas y se vestían con ropajes que emulaban los de los negros. Para comienzos de la década de 1890, en rigor, los sitios para danzar en carnaval eran innumerables. Un cronista calculó que había simultáneamente más de 100 bailes en asociaciones recreativas y centros de todas las colectividades. Cada noche, en Buenos Aires, se encontraban allí no menos de 30.000 danzantes, a los que había que sumar otros 8.000 que se daban cita en los teatros. Muchas comparsas también organizaban sus propios bailes y en algunas se sucedía el despliegue de carrozas.

Durante los bailes se ejecutaban músicas, coreografías diversas, y el uso de máscaras y disfraces se hizo habitual entre la gente común. En la segunda mitad del siglo XIX, los afroporteños sostuvieron una intensa vida asociativa, se involucraron en las contiendas electorales de la ciudad y tuvieron varios periódicos propios. Hacia 1870, de hecho, la sociabilidad de las clases populares no estaba segregada: blancos y negros compartían espacios de diversión y laborales, y los casamientos interraciales no eran raros. Sin embargo, el grueso de la comunidad seguía ocupando un lugar muy subalterno en la sociedad y continuó padeciendo diversas formas de discriminación, debiendo adaptarse a un contexto de cambios rápidos y a convivir con la marea de inmigrantes.

El carnaval de los negros, entonces, afloraba con distintas manifestaciones: desde “cuadrillas de mulatas” que, atrincheradas en una esquina, mojaban a todo el mundo, como otros afrodescendientes que se aventuraban a salas en las que bailaban los blancos. Una poesía satírica a propósito del carnaval de 1878 sugiere una atracción erótica de los caballeros por las muchachas negras cuando dice que: “Tal vez de las negritas,/a través de las caretas,/buscaba el amor los blancos/donde clavar sus saetas./Y hubo blancos que sintieron/de su blancura vergüenza,/soñando en ser calamares/por nadar en tinta negra”.

Las comparsas de afrodescendientes incluían
Las comparsas de afrodescendientes incluían en sus canciones algunas palabras de lenguas africanas

Además, los blancos adoraban tiznarse la cara y disfrazarse de negros. Al menos desde mediados de la década de 1860, se registró la costumbre de ennegrecerse el rostro con corcho quemado para encarnar a un afrodescendiente, lo que muchas veces se acompañaba de ropajes que apuntaban a lo mismo. Según las crónicas de épocas, fue un disfraz enormemente popular, tanto entre hombres como mujeres de clase alta. Al parecer, el juego de máscaras y maquillajes daba lugar a equívocos graciosos, como el que protagonizó un caballero en un baile en 1868 cuando finalmente desenmascaró a la muchacha con la que había estado charlando, vio que su piel era oscura y rompió en insultos, sólo para descubrir, segundos después, que en verdad era una blanca tiznada. La confusión era total y los rasgos de clase, estamentales y raciales dejaban su huella.

Otro hecho de época que había sido sorprendente fue cuando un grupo de jóvenes blancos fundó una comparsa que se dedicaba a personificar a los negros. Buscaban asociarse a lo afrodescendiente a través de los nombres que elegían, imitando el habla o el canto de los negros, bailando o ejecutando el candombe, vistiendo ropajes que se pretendían típicos de los esclavos coloniales o de tribus del África y, casi siempre, tiznándose la cara. Durante todo ese período convivieron con comparsas de afroporteños reales y otras interraciales, con participación de jóvenes blancos y negros.

Las primeras comparsas de blancos tiznados fueron en sí mismas un fenómeno de élite: según lo que documentó Adamosky en su investigación, la iniciativa de personificar negros surgió de grupos varones jóvenes de clase alta. La primera comparsa que lo hacía se llamó Los Negros, debutó en el carnaval de 1865 y actuó hasta 1870. La conformaban alrededor de 40 jóvenes de familias que resumían, en sus propias palabras, “lo más selecto de nuestro país”. Era todos varones entre los cuales había apellidos que ya eran o pronto serían renombrados en la cultura y en la política: Héctor F. Varela y sus hermanos, por caso, había sido miembros de la sociedad. A partir de 1869 y hasta 1879 también actuó La Africana, una de las más importantes y recordadas comparsas de falsos negros. Al igual que sus amigos de Los Negros, estaba compuesto “en su totalidad por jóvenes distinguidos” y a la vez tuvo un semanario propio. Era una agrupación bastante grande: sacaba a las calles unos 80 integrantes que visitaban casas de familias conocidas, actuaban en corsos y en bailes de carnaval.

“La fiesta de los negros”,
“La fiesta de los negros”, el libro del historiador Ezequiel Adamovsky

En este juego de roles, los afroporteños fueron protagonistas. A partir de 1869, con la comparsa llamada La Republicana, empezaron a participar de corsos junto a las agrupaciones de blancos tiznados de la élite y a la de los inmigrantes. Otros nombres de comparsas también remitían a los de antiguas sociedades africanas, como Gangelas, Hijos de Guinea, Sociedad Angola/Negros Angolas y Mumboma. Una buena parte de ellas tenía, al igual que la de los blancos, una organización formal, con comisión directiva electa en asambleas periódicas y una nómina de autoridades y directores musicales y corales. No todos los integrantes fueron porteños: varias comparsas, en verdad, estaban compuestas por afrouruguayos. Y otro dato importante es que al menos 36 de las comparsas de la colectividad eran femeninas.

A lo largo del desarrollo de la primera etapa del carnaval porteño, tanto las comparsas de tiznados como las de negros dejaron impresas una gran cantidad de las canciones que cantaban en carnaval. En torno a la estructura, la gran mayoría incorporó estrofas que cantaba el coro y otras que cantaba una o varias voces solistas. En general se alternaban, a veces simulando un diálogo. A modo de ejemplo, un fragmento de una agrupación afroporteña rezaba: “Buen día lamo/Lama buen día/Aquí están los neglos/De nuevo otla ve/A lemostale/La mil fineza/Que el negro humilde/Savenasel (…)/Todo lo neglo/Somos cupido/Prosupueso/Para la mos/Pol que no hay negla/Que lesista/La plimel/Leclaracion”.

El Carnaval era el único
El Carnaval era el único momento que tenía la población para entregarse a un momento de locura y desenfreno colectivo

Y, por otra parte, las comparsas de afrodescendientes incluían en sus canciones algunas palabras de lenguas africanas y hay indicios de que, durante sus desfiles o bailes, entonaban fragmentos enteros en esas lenguas. Entre las que quedaron impresas, sin embargo, la única que remeda un idioma africano es la siguiente, que cantaba una comparsa de blancos en 1877: “Chinga, Chinga/Hé, é, Hé/Chinga, Chinga/Hé, é, Hé,/ENTRADA BAILE/ Candombe, candombe/Candombe, candombe/Candombe, candombe/Mariaycucurumbamba/María curumbé/Hé, é/Hé, é, hé. Mariaycurumbé/BAILE/Chinga, chinga/Hé, é, Hé/Chinga, Chinga/Hé, é, Hé”.

Postales y escenas de un carnaval que dejaría de existir de ese modo, amalgamado en una nueva “raza argentina”, étnicamente europea y racialmente blanca, que se erigió como cultura dominante del Estado Nacional bajo la acción policíaca y la presión “blanqueadora” contra los afrodescendientes.

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