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El amanecer la encuentra siempre en el mismo lugar: a las seis de la mañana, cuando muchos aún duermen, Margarita Monroy Surijanovic camina por los pasillos del Hogar San Martín, ubicado en el barrio La Paternal, Ciudad de Buenos Aires. Lleva más de treinta años trabajando ahí, en contacto diario con la vejez, con el abandono, con la memoria que se apaga y los cuerpos que ceden ante el tiempo. Ella conoce muy bien cada una de las historias que hay detrás de esas miradas, cada gesto, cada cabeza gacha o apoyada contra una ventana que espera una visita que nunca llega. “A veces no hace falta decir nada, con sentarse al lado de un abuelo y quedarse en silencio alcanza”, dice con la certeza de quien ya vio demasiadas desilusiones.
A sus 62 años, está cerca de la jubilación, pero no sabe cómo será su vida sin esos pasillos, sin los aromas de la cocina en la mañana, sin las voces que la llaman o saludan. “Este lugar es mi casa”, dice y con la voz quebrada, admite: “No sé qué haré el día que no tenga que venir”.
A pesar del cansancio, de los viajes diarios durante la madrugada en tren desde San Miguel, de los días en los que le duelen las rodillas, Margarita sigue ahí. Porque en el peor momento, encontró en el otro su refugio, su propósito. “Pensé que era la persona que más sufría en el mundo hasta que me di cuenta de que había mucho más dolor a mi alrededor y yo no estaba haciendo nada”.
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Entre sus recuerdos, hay nombres y rostros que nunca olvida como el de Josefina Arroyo, la escritora que vivió sus últimos años en el hogar, que nunca la llamó por su nombre, pero que le manifestó un amor inigualable; el abuelo Menéndez, quien para una Navidad le regaló el único tesoro que tenía y por el que tanto tiempo había esperado y, sobre todo, recuerda a ese abuelo que, sin saberlo, la sacó de su dolor: el primero al que bañó, en un acto que la marcó para siempre. Margarita no solo los cuida, les devuelve la dignidad a quienes el tiempo, algunas familias y la sociedad dejaron atrás.
Cuando define su tarea, cuenta que los asistentes gerontológicos prestan servicios especializados en prevención, acompañamiento, apoyo, contención y asistencia en las actividades básicas de la vida diaria de las personas mayores. Ella trabaja en uno de los hogares de la Ciudad, donde se alberga a un total de 1.097 personas.
La historia
Margarita nació en San Miguel, provincia de Buenos Aires. Es hija de inmigrantes chilenos que cruzaron la cordillera por amor y llegaron a Argentina en 1959. “Mi mamá era jovencita y se escapó con mi papá para vivir su historia de amor. Además, acá había trabajo y una vida por hacer”, cuenta. Creció sin más familia que sus padres y sus hermanos, Juan Alberto y Roxana. No tuvo abuelos, ni tíos, ni primos, pero estuvo rodeada de vecinos que se convirtieron en su tribu. “Nos criamos con los amigos de mis padres. Nos salvó el vínculo con la gente”, recuerda.
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Por esos años, su vida parecía encaminada a ser algo diferente. Se casó joven, con la idea de construir un hogar tradicional, pero todo cambió cuando su esposo, colectivero, la abandonó con su hijo pequeño por una mujer más joven. “Yo era una Susanita”, dice con ironía. “Quería mi casita, mi familia, todo perfecto. Pero la vida no era así”, admite.
De golpe, se encontró sola con su hijo de cinco años y sin trabajo. No sabía qué hacer ni cómo hacerlo. Había tenido distintos trabajos sin futuro y la desesperación la llevó a mantenerse en otros que le ofrecieron. “No tenía experiencia en nada, pero conseguí fue un contrato para trabajar para el Gobierno de la Ciudad como mucama en el Hogar San Martín”.
Corría 1993 y el hogar era un refugio para jubilados militares. Ella entró sin saber que ese lugar terminaría convirtiéndose en su mundo. “Empecé lavando bandejas, haciendo camas. Éramos cinco, pero muchas no soportaron el deterioro de los cuerpos, la parte dura del trabajo. Al final, quedamos dos”, revive.
El poder de cuidar
Con la angustia de su separación, Margarita, que tenía 26 años, no podía ver salida de ese pozo. Su presente estaba afectado por la tristeza del abandono del hombre que un día fue el centro de su existencia. El engaño le dolió demasiado y no podía ver más allá de su pena y enojo. Hasta que un día vio, por primera vez, a los residentes de la sala donde trabajaba.
“Era verano, hacía un calor terrible. Un señor muy anciano me dice: ‘Cómo está, señora, qué calor hace’. Yo le dije que sí, que mucho, y él me respondió: ‘Pero yo no tengo mis cosas, mis hijos me dejaron y no me trajeron nada’... Lo dejaron sin nada y se fueron... ¡Ahí entendí todo!”, admite.
Un rato antes, la coordinadora le había entregado una caja con algunos productos y elementos que podría usar en el estreno de su nuevo trabajo. Tomó aire mientras el hombre la miraba, miró esa cajita que tenía jabón, champú, guantes y una toalla y le dijo: “Yo lo ayudo”. Fue el primer abuelo al que bañó. “Se llamaba Ávila. Nunca lo olvidaré. Me agradeció tanto como si le hubiera dado la vida”.

Ese momento fue un antes y un después en su vida. “Ahí dejé de pensar en mí. De pronto, yo no era la mujer abandonada, yo no era la que sufría. Ellos sí sufrían. Y yo podía hacer algo”. Desde entonces, nunca dejó de hacerlo. Aprendió a cortar uñas, a cambiar pañales, a peinar, a buscar ropa donada.
“Se convirtió en mi vida. No es solo un trabajo. Hay días en los que una palabra, una caricia, cambia la jornada de una persona”, asegura la mujer que pasó por todos los puestos y que se jubilará como coordinadora de turno aunque siempre se considerará cuidadora.
Hace poco, su hijo Eber, de 37 años, le preguntó: “Mamá, si mirás para atrás, ¿qué cambiarías de tu vida?”. Margarita sonrió con los ojos llenos de lágrimas, igual que en el momento en que lo recuerda. “Nada. No cambiaría nada, porque si no, no estaríamos acá”, le respondió. Ese acá era un spa en Federación, Entre Ríos, al que su hijo la invitó para compartir unos días de relax junto a su esposa y suegra.

El amor como único requisito
Margarita cuenta algunas anécdotas que vivió en sus más de 30 años en el Hogar San Martín, ubicado en la calle Warnes al 2600. Habla de dos residentes que dejaron huellas imborrables. Como Menéndez, un abuelo al que cada seis meses lo visitaba la hermana y le llevaba un tarro de dulce de leche repostero, y eso era lo único que él esperaba.
“Él tenía un retraso madurativo y tenía la mitad del cuerpo paralizado, y peleaba mucho conmigo porque nunca se quería bañar. Y a veces, yo le mentía diciendo que iba a venir la hermana y que tenía que bañarse así podía prepararlo... Después no llegaba la hermana y se enojaba. Un día, en Navidad, me dio un pelota grande de papel de diario y me dijo: ‘Ábralo a la medianoche’. Cuando lo abrí en casa, ¡era su dulce de leche! Lo más valioso que él tenía y me lo regaló”, cuenta y se quiebra, admitiendo que siempre en estos 32 años fue tener que irse cada 24 de diciembre.
También recordó a aquella señora que “siempre estaba enojada”. “Ella era muy grandota, muy rubia y muy hermosa; y siempre estaba enojada. No quería que nadie la atendiera. Hasta que un día me puse a hablar con ella, que me decía ‘mamá’. Fue justo en el tiempo que mi papá estaba muy mal en casa, se estaba muriendo, que no puede ir al hogar porque estaba con él; y ella se puso mal y murió llamándome...”.
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Margarita se emociona, se quiebra y pide disculpas “por las emociones”. Su relato cala hondo. Intentando explicar el por qué de sus lágrimas, resume: “Ellos me respaldaron cuando yo más lo necesité”. Suspira profundo y cuenta que la marcó y dejó una herida en su corazón al morir fue Josefina Arroyo, la poeta que llegó al hogar con una actitud desafiante.
“No quería que nadie la tocara, se peleaba con los cuidadores”, recuerda. Hasta que una noche de tormenta, cuando Margarita estaba de guardia, Josefina se acercó a ella. “Me dijo que estaba aburrida, que quería tomar un café y que no había agua caliente... Le dije que tenía una pava eléctrica, preparé un café y hablamos. Yo no sabía nada de su vida... Me contó que había estado dos años internada en el Hospital Piñeiro, que un cura la sacó de ahí y la llevó al hogar; que ella pensaba que ya estaba para morirse porque le daban la comida en la cama, le daban de comer en la boca. Le pregunté si tenía familia y responde que no... Le pregunté si había alguien que pudiera visitarla. ‘Siempre tuve muchas amigas, pero que no saben que estoy acá. Son todas escritoras, pero como enfermé, desaparecí hace dos años y nadie sabe que estoy acá’, me cuenta. Le pedí sus nombres para buscarlas por Facebook y me dice: María Kodama... Y le digo que no, como descreyendo porque era una persona pública, y entonces cuenta que había sido escritora, que había dirigido cafés literarios donde iban Borges y Kodama”.
Y le dio otros nombres, entre ellos el de Patricia Bence Castilla, también escritora. La buscó en internet y la contactó. Unos días después, fueron a visitarla al hogar varios escritores y viejos amigos de Josefina. “Con el tiempo supimos quién era Josefina y qué había escrito. Era verdad todo lo que me dijo. Ella había sido una gran escritora. Sus amigas se reencontraron con ella, le reeditamos un libro y yo participé de ese libro Con el alma por la calle, donde tuve que contar cómo se reencontraron con ella. Fue hermoso”, reconoce.

En noviembre de 2022, la Legislatura porteña la declaró Personalidades Destacadas en el ámbito de la Cultura. Josefina fundó el Café Literario de Buenos Aires en 1974, que se celebró todos los lunes a las 21 en Pasaje Bollini y Pacheco de Melo, detrás del Hospital Rivadavia. Desde allí difundió la obra de poetas a través de charlas y lectura de sus propios escritos. Algunos de sus invitados fueron Olga Orozco, Marta Albanese, Lydia Lamaison, Luisa Vehil, Elsa Berenguer, María Kodama y Atilio Castelpoggi. Fue autora de los libros “Con el alma por la calle” (1980), “Mar Azul. Cielo Azul. Blanca Vela” (1999) y “Poetas – Antología 1946-2006″ (2007).
Cuando Josefina murió en 2022, tras una larga enfermedad, le dejó una nota en su cajón: “Los morlacos que tengo sueltos por ahí quiero que te los dejes para vos. Todas las cosas que tengo en mi habitación, quiero que queden para la señora Margarita”, escribió. Emocionada, Margarita, recuerda: “Ella siempre me dijo ‘piba’. Nunca me llamó por mi nombre... El cariño que tuvimos una a la otra fue inmenso. Nunca voy a terminar de agradecerle porque gracias a ella viví cosas hermosas. Cómo iba a pensar yo que, viviendo en José Paz, teniendo la vida que tuve, que algún día iba a aparecer en un libro de poemas. ¡Fue un sueño!”.
Margarita ama su tarea, que no lo toma como un trabajo porque “no es cumplir el horario e irse”. Para ella, estar con sus abuelos, como les dice, es una gesta de amor, por eso anhela que se vuelvan a abrir los voluntariados en todos los hogares para que quienes lo deseen, puedan colaborar con las cuidadoras pero, sobre todo, darse la oportunidad de pasar tiempo con las personas que aún sabiendo que sus vidas se apagan tienen mucho por dar y contar.
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Cómo capacitarse
Los asistentes gerontológicos brindan acompañamiento, asistencia y apoyo a las personas mayores en sus actividades diarias. Su labor incluye higiene, alimentación, administración de medicamentos, traslado a citas médicas y estimulación cognitiva. “Capacitamos a quienes quieren dedicarse al cuidado de las personas mayores, que se reciben de asistentes gerontológicos para el ámbito público como privado”, cuenta Lorena Spina, Gerente Operativa de Formación Integral.
En la Ciudad de Buenos Aires, actualmente hay 1.097 personas mayores alojadas en hogares, de las cuales 194 residen en el Hogar San Martín. Desde 2016, el Gobierno porteño ofrece un curso gratuito de formación gerontológica con una duración de 400 horas, combinando teoría virtual y práctica presencial. Se realiza dos veces al año y no tiene límite de edad. (Puede inscribirse en https://buenosaires.gob.ar/vicejefatura/bienestar-integral/sistema-de-cuidados/formacion-gerontologica).
Los egresados deben registrarse en el Registro Único Obligatorio de Asistentes Gerontológicos, que ya cuenta con 9.000 inscriptos, brindando respaldo a las familias y facilitando la inserción laboral de los trabajadores.
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Además, la Ciudad implementa el programa Asistencia Gerontológica Domiciliaria (AGD) para adultos mayores en situación de vulnerabilidad. En 2024 se otorgaron más de 30.000 horas de asistencia, alcanzando en enero de 2025 un total de 560 beneficiarios.
Además, quienes están en una situación de vulnerabilidad socioeconómica, desde la Ciudad tienen la iniciativa Asistencia Gerontológica Domiciliaria (AGD), a través del cual ofrecen atención gratuita en los hogares, para promover la autonomía en las casas, evitar la institucionalización y mejorar su calidad de vida.
“Cualquiera que tenga un tiempito, que esté aburrido, deprimido, que vaya a un hogar. A veces es mucha más la necesidad de afecto que hay y que tienen esas personas que pasan sus últimos años solas. No hace ni que les den un abrazo, con sentarse al lado basta”, finaliza.
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