A 50 años del Operativo Independencia, el laboratorio de terrorismo de Estado que las Fuerzas Armadas montaron en Tucumán

El 5 de febrero de 1975, presionada por los jefes militares, María Estela Martínez de Perón firmó el decreto que las autorizaba a “neutralizar y/o aniquilar” a los “elementos subversivos” en Tucumán. Así se inició una operación que fue mucho más allá de combatir a la guerrilla que estaba en el monte y causó estragos entre la población civil

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Miembros de la Compañía de
Miembros de la Compañía de Monte del ERP

Si se revisan los archivos de los diarios nacionales se encontrará que el miércoles 5 de febrero de 1975 el gobierno de María Estela Martínez de Perón anunció los planes energéticos para el siguiente quinquenio y que la CGT y el Ministerio de Economía trataban de sentar las bases para las negociaciones paritarias que comenzarían en marzo. En cambio, en las portadas de los medios no hay casi rastros de una noticia que marcaría a sangre y fuego los años siguientes de la Argentina. Ese día, en la Casa Rosada, la presidenta estampaba su firma al pie del decreto 261/75, que ordenaba a las Fuerzas Armadas realizar acciones para “neutralizar y/o aniquilar” el accionar de lo que se definía como “elementos subversivos” en Tucumán.

Se inició así el llamado Operativo Independencia –comandado primero por el general Adel Vilas y luego por el general Antonio Domingo Bussi– que en la práctica fue la aplicación de la metodología de ‘guerra contrarrevolucionaria’ de la Escuela Francesa, que poco tenía que ver con enfrentar en combate a las exiguas fuerzas guerrilleras –principalmente del Ejército Revolucionario de Pueblo (ERP)- que había por entonces en el monte tucumano. Por el contrario, fue un plan sistemático de represión ilegal cuyo “blanco” fue toda la población de la provincia”. Sus métodos fueron el secuestro, la tortura, la internación en campos de concentración y el asesinato de las víctimas, cuyos cuerpos desaparecían o se mostraban como de guerrilleros caídos en falsos enfrentamientos.

El decreto, que se mostró como salido de las entrañas del gobierno constitucional encabezado por la viuda de Perón, fue en realidad fruto de una maniobra de las Fuerzas Armadas para presionar su promulgación y quedar con las manos libres para actuar en el terreno. “Las Fuerzas Armadas y en especial el Ejército venían siguiendo de cerca a la Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez, creada por el ERP. La ‘información’ que el Ejército dio al Ejecutivo fue inflada y enardecida con datos alarmantes, imposibles de comprobar por fuera de los servicios de inteligencia de las Fuerzas Armadas. Según Aeromilitaria, sitio web oficioso de la Fuerza Aérea: ‘Esto convenció al gobierno de la necesidad de combatir la amenaza orgánica y militarmente, lo que habilitó al Ejército a iniciar la planificación de una operación represiva a gran escala’”, señala la periodista Sibila Camps en su libro “Tucumantes – Relatos para vencer al silencio”, quizás la mejor investigación sobre las marcas que dejó la represión ilegal en la sociedad tucumana.

De esa manera, la provincia considerada “el jardín de la República” se convirtió en el laboratorio del terrorismo de Estado desde mucho antes de la instauración del Estado Terrorista con el golpe del 24 de marzo de 1976. Hay cifras que ponen en blanco sobre negro la magnitud de la represión ilegal perpetrada en el transcurso de esa operación militar que, en los papeles, debía limitarse a combatir a la guerrilla. Según el informe de la Comisión Bicameral Investigadora de las Violaciones a los Derechos Humanos de Tucumán, entre 1975 y 1979, 656 personas fueron víctimas de desapariciones forzadas en la provincia y “la estadística indica que el mayor porcentaje (75%) de personas de personas secuestradas y desaparecidas desde el Operativo Independencia correspondió a obreros de fábrica y surco de la industria azucarera, peones rurales y obreros de la construcción”.

El despliegue de fuerzas represivas
El despliegue de fuerzas represivas en Tucumán fue inmenso: se calcula que hubo momentos en que unos 6.000 efectivos del Ejército, la Fuerza Aérea, Gendarmería y las policías Federal y provincial operaron al mismo tiempo

Blancos civiles

El despliegue de fuerzas represivas en el territorio provincial fue inmenso: se calcula que hubo momentos en que unos 6.000 efectivos del Ejército, la Fuerza Aérea, Gendarmería y las policías Federal y provincial operaron al mismo tiempo. Sin embargo, los combates contra las fuerzas guerrilleras fueron escasos, mientras que la represión se centró en los centros poblados para cortar las líneas de abastecimiento de la guerrilla. “La estrategia de Vilas (Adel, primer jefe del operativo) no fue buscar a los guerrilleros en el monte, sino que la presión se concentró sobre los pobladores que vivían en los alrededores. Mataron a muchos que colaboraban con la guerrilla, sobre todo entre las localidades de Lules y Famaillá”, explica Lucía Nair Perl en su trabajo “Al abrigo del poder: del ‘Operativo Independencia’ al golpe de Estado en la voz editorial de La Gaceta de Tucumán, 1975-1976″.

“Estábamos frustrados. Nos preguntábamos por qué los militares no subían al monte. Esperábamos para tenderles la emboscada, que es la clásica táctica de guerrilla. Y estábamos convencidos de que no se animaban porque no estaban preparados militarmente para hacerlo. Santucho (Mario Roberto, líder del PRT-ERP), que a esa altura pensaba que el golpe era inevitable, decía que el Ejército todavía no tenía la suma del poder, no estaba preparado y tenía miedo de perder los primeros combates”, recordó años después Luis Mattini, otro de los miembros de la dirección del PRT-ERP.

Precisamente en Famaillá, Vilas instaló su Comando Táctico y también el primer centro clandestino de detención y tortura de los 57 que fueron montados durante el operativo, la famosa “Escuelita de Famaillá”. Por allí, según relató el propio jefe militar en su diario, entre febrero y diciembre de 1975 estuvieron detenidas clandestinamente 1507 personas. Porque, así como rehuía los combates en el monte, Vilas también esquivaba a la justicia. “Es más fácil hacer pasar un camello por el ojo de una aguja, que condenar en sede judicial a un subversivo”, solía pontificar frente a sus colaboradores. Su solución era torturarlos y asesinarlos.

Cuando se cumplen 50 años
Cuando se cumplen 50 años del inicio del Operativo Independencia, hay un lugar que ha quedado escrito en la historia argentina como símbolo del horror de la represión ilegal en territorio tucumano: "El Pozo de Vargas"

“No me ha dejado nada…”

El 18 de diciembre de 1975, cuando el reloj del golpe de Estado ya había entrado en su cuenta regresiva, Vilas fue relevado y el Operativo Independencia quedó al mando de Antonio Domingo Bussi. Cuando se encontraron para hacer el traspaso, el recién llegado elogió la masacre consumada por su antecesor con una sola frase: “Vilas, usted no me ha dejado nada por hacer”. La llegada de Bussi encerró también un cambio en el terreno político, donde las autoridades constitucionales que gobernaban la provincia quedaron en un segundo plano. “Aun durante el Operativo Independencia, el jefe militar de la zona, Bussi, tuvo más poder que el gobernador civil”, sostiene Sibila Camps. Esa situación se sinceraría pocos días después del golpe del 24 de marzo de 1976, cuando Bussi asumió también la intervención de Tucumán.

Bussi trasladó el centro clandestino de detención que su predecesor había instalado en Famaillá al Ingenio Nueva Baviera y ordenó la descentralización de las torturas, multiplicando y profesionalizando los grupos de torturadores existentes. También intensificó la represión y los ataques contra civiles e instituciones.

El informe de la Comisión Bicameral Investigadora de las violaciones de los Derechos Humanos en la Provincia de Tucumán calificó a la gestión de Bussi como “un vasto aparato represivo, que orienta su verdadero accionar a arrasar con las dirigencias sindicales, políticas y estudiantiles, ajenas al accionar de la guerrilla; se emplearon explosivos para atacar la Universidad Nacional de Tucumán, la Legislatura provincial, las sedes de la Unión Cívica Radical, del Partido Comunista, del Partido Socialista y el Colegio de Abogados, varios de cuyos alumnos fueron asesinados. Médicos, sindicalistas y políticos fueron objeto de secuestro, prisión ilegal, vejaciones y tortura”. Los cuerpos de la mayoría de ellos permanecían desaparecidos mientras que en otros casos aparecían acribillados después de supuestos combates con las “fuerzas regulares”.

Fotografia de archivo del general
Fotografia de archivo del general Antonio Domingo Bussi quien en 1975 se hizo cargo del Operativo Independencia en reemplazo del general Vilas (Noticias Argentinas)

El Pozo de Vargas

Cuando se cumplen 50 años del inicio del Operativo Independencia, hay un lugar que ha quedado escrito en la historia argentina como símbolo del horror de la represión ilegal en territorio tucumano. Es el “Pozo de Vargas”, un antiguo pozo de agua ubicado a solo 12 kilómetros de la Plaza Independencia de la capital provincial y llamado así por los propietarios del campo donde está situado. Allí, las fuerzas al mando de Vilas y de Bussi hicieron desaparecer más de un centenar de cuerpos de detenidos ilegales a los que asesinaron después de someterlos a torturas. Que así fue lo denuncian los impactos de bala y las fracturas que han quedado marcadas en los huesos.

Se lo pudo localizar recién en 2002, a partir de los testimonios de peones de campo y vecinos de la zona. Hasta entonces, ni la justicia ni los organismos de Derechos Humanos tenían noticia de la existencia del lugar. Desde entonces y hasta el año pasado, los antropólogos forenses lograron identificar los restos de 119 personas, entre ellas 15 mujeres, no solo desaparecidas en Tucumán sino en otras provincias argentinas.

Los restos de cada una de esas víctimas encierra una historia y es testimonio de los crímenes perpetrados por las fuerzas represivas en Tucumán. Una de ellas es la de Rafael Carlos Espeche, un médico integrante de la Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez del ERP, cuyos restos fueron identificados en 2014. La última vez que se lo vio fue en abril de 1976, en Tucumán, herido de bala, y después no se supo más de él. Sin embargo, con el paso de los días empezó a correr el rumor de que no estaba muerto y que lo habían llevado herido a Mendoza. Esa “información” –falsa, probablemente echada a correr por las fuerzas represivas para obligarla a mostrarse- hizo que su mujer, Mercedes Salvador Eva Vega, saliera a buscarlo. La ubicaron y la secuestraron.

Cuando a Ernesto Espeche, hijo de Rafael y Mercedes, le avisaron que habían identificado a su padre como una de las víctimas cuyos cuerpos habían sido arrojados al Pozo de Vargas, no dudó en ir y reconocer el lugar. Casi como en un sueño se vio vestido con un mameluco blanco, caminar hacia la boca del pozo, subirse con el perito a un ascensor semidestartalado y empezar a bajar hasta el fondo. Esa experiencia lo llevó a escribir “Treinta y nueve metros” (exactamente la profundidad que tiene el Pozo de Vargas), una novela que parte del hallazgo y la identificación de los restos de su padre. Desde allí y a lo largo del texto, Espeche juega magistralmente con ese viaje propio –el descenso hacia el fondo del pozo, cuyo verdadero destino desconoce porque es mucho más que huesos-, inquieto por preguntas que se hacen más hondas a medida que va bajando, y los relatos de vivos y de muertos –familiares, compañeros de militancia de sus padres, voces testimoniales– que le ofrecen pequeñas piezas, a veces rotas o inacabadas, para armar el rompecabezas irremediablemente incompleto de las respuestas.

Cuando llegó al Pozo de Vargas, uno de los integrantes del equipo de antropólogos que trabajaba allí le preguntó si quería bajar y él respondió que sí. Después de eso escribió el párrafo que abre el primer capítulo de su novela: “A mi viejo no le preguntaron si quería bajar y, según parece, yo puedo elegir bajar. ¿A qué se debe semejante gentileza? ¿Soy un tipo afortunado y por eso me obligan a decidir? ¿O soy otra víctima a quien le hacen creer que puede escoger? Quizás sea las dos cosas a la vez…”, dice.

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