La historia de Guaymallén, la fábrica de alfajores de Argentina, no se entiende sin la historia de Néstor Hugo Basilotta, su vicepresidente y principal impulsor en las últimas décadas. Un hombre que aprendió a hacer alfajores con las manos en la masa, que conoció el negocio en las tribunas de las canchas de fútbol y que, cuando tuvo que decidir entre vender la empresa o sostener una tradición, eligió la historia sobre los millones.
Pero nada de esto estaba planeado cuando, hace 49 años, se puso de novio con la hija del dueño. ”Hugo, necesito un hombre en la fábrica”, le dijo su suegro, sin rodeos. Y ahí empezó todo.
Los primeros pasos en la fábrica
Corría el año 1975. Basilotta tenía poco más de 18 años y se había casado con su novia de toda la vida. Su suegro, fundador de Guaymallén en 1945, le dio su primer trabajo, pero no en una oficina. ”Tenés que empezar en la amasadora, porque el que no sabe cómo se hace un alfajor después, el día de mañana, no puede llegar a ser gerente”, le advirtió. Así que no hubo privilegios. En la fábrica, como en la vida, había que empezar desde abajo. ”Imaginate el calor que hacía al lado del horno”, recuerda Basilotta. Pero no se quejó. Aprendió.
Mientras tanto, su suegro manejaba un negocio paralelo que, por esos años, daba más ganancias que los alfajores: la venta de golosinas en las canchas de fútbol. ”Teníamos 80 o 100 vendedores en cada cancha. Les dábamos todas las golosinas y ellos salían a vender. Cuando terminaba el partido, nos traían lo que habían vendido. Eso fue muy importante”, explica el emprendedor.
Pero en ese momento, el alfajor todavía no era el boom que es hoy. Era solo un producto más. Todo cambió en los años ‘80, con la llegada de un personaje clave para la historia de Guaymallén: el busca.
El salto de Guaymallén al éxito popular
En la década de 1980, apareció una figura en las calles de Buenos Aires que revolucionó las ventas: los vendedores ambulantes, conocidos como “buscas”. ”Vendían en Retiro, Constitución, Once, los colegios y las canchas de fútbol. Y mi suegro tomó una decisión que marcó la historia: hacer un alfajor popular, que estuviera al alcance de todo el mundo”, explica Basilotta.
El modelo de negocio era claro: vender mucho, con poca rentabilidad. Más producción, menos margen de ganancia por unidad, pero más volumen. Y funcionó. El alfajor Guaymallén se convirtió en un clásico argentino.
Tanto creció la demanda que la fábrica en Mataderos empezó a quedar chica. Compraron las casas de al lado, ampliaron la producción y, años después, sumaron una tercera planta en Spegazzini. Pero el verdadero punto de inflexión llegó en los 2000, cuando una oferta millonaria estuvo a punto de cambiarlo todo.
El día que casi se vende Guaymallén
El teléfono sonó. Era un grupo económico que había comprado Havanna, la marca de alfajores premium más famosa del país. Querían completar el negocio. Ya tenían la marca top, ahora iban por la popular. ”Hugo, andá vos”, le dijo su suegro. Pero con una orden clara: ”No se vende ni por toda la plata del mundo”.
Así que Basilotta fue. Y no fue a cualquier lado. Lo invitaron a un desayuno en el Four Seasons, rodeado de ejecutivos listos para cerrar el trato. ”Compramos la marca top, ahora queremos la marca popular”, le dijeron. Pero la respuesta de Basilotta fue tajante: ”No está en venta”.
Los empresarios insistieron. ”Todo en la vida tiene precio”. Y fue entonces cuando recibió una de las mejores lecciones de su vida. Uno de los magnates lo miró y le dijo: ”La maquinaria la podemos comprar en una semana. Lo que no podemos comprar en una semana es la marca, porque la marca es tiempo”. Esa frase se le quedó grabada. “La marca es tiempo”.
Pero los empresarios no se rendían. Querían ponerle un precio al tiempo. Para sacárselos de encima, Basilotta lanzó un número sin pensar: ”Bueno, ustedes pagaron 80 millones por Havanna. Denme 70 y lo hablamos”. El dueño del grupo no dudó. Le hizo una seña a su asistente y le ordenó: ”Hacé un cheque por un millón de dólares”. Ahí le temblaron las piernas. Pero reaccionó rápido: ”Tengo que tener una reunión de directorio”. El “directorio” eran su suegro, su mujer y él. Le dieron una semana para decidir. ”El tren para en la estación una vez sola”, le advirtieron.
De regreso a la fábrica, pensó en una broma. Entró y, con cara seria, dijo: ”¡Fernández, vendí la fábrica!”. Su suegro se puso pálido. Tembló. Fue la única vez que lo vio titubear. Pero no. No la vendieron. Ni por 70 millones, ni por 100.
Porque Guaymallén no es solo un negocio. Es una tradición, un pedazo de historia argentina, un alfajor que no distingue clases sociales. Y el tiempo, a veces, vale más que el dinero.