
Desde su casa en la localidad de Ostende, Salvador Jesús Kasem, uno de los escultores más reconocidos del país, ha transformado un rincón íntimo en un espacio cultural único. Allí, entre maderas talladas, estructuras de hierro y piezas que parecen guardar secretos, se encuentran sus obras, testigos silenciosos de una vida dedicada al arte.
“Nunca quise vender mi obra porque siento que es como vender a un hijo. Este lugar es un reflejo de mi libertad”, explica en diálogo con Infobae Kasem, que está a días de cumplir 84 años.

Nacido el 24 de enero de 1941 en Buenos Aires, su infancia estuvo marcada por la humildad y el trabajo. Hijo de un inmigrante albanés y una madre de ascendencia italiana, creció en un hogar donde la creatividad surgía como respuesta a la carencia. Su padre, obrero en una fundición, le construyó sus primeras herramientas de modelado y lo alentó a explorar su talento. “Recuerdo que agarraba palitos y les sacaba punta. Me decía: ‘Con esto vas a modelar’. Yo no tenía idea de qué hablaba, pero él sí veía algo en mí”, cuenta Kasem.
Y recuerda: “Vivíamos en Villa Devoto, y como no teníamos dinero, él (su padre) hizo lo imposible para que pudiera estudiar con un escultor en Liniers. Esa fue mi primera aproximación al arte. El profesor notó algo en mí y sugirió que fuera a la Escuela de Bellas Artes. Pero primero tuve que terminar la primaria para poder entrar. Mientras tanto, en casa, mi papá transformó un pequeño gallinero en un taller para mí. Ahí empecé a hacer mis primeras piezas”.

Su formación artística comenzó en la Escuela Manuel Belgrano, donde obtuvo el título de Maestro Nacional de Dibujo en 1964. Más tarde, se graduó como Profesor Nacional de Escultura en la Prilidiano Pueyrredón. Durante esos años, también estudió anatomía artística y perfeccionó su técnica en talleres con maestros como Francisco Stonkinger y Víctor Magariños. “En ese tiempo todo lo que aprendíamos estaba basado en modelos europeos. Fue en un viaje al norte, cuando pisé Tiahuanaco en Bolivia y Cusco en Perú, que entendí que mi arte debía encontrar sus raíces en esta tierra”, relata.
La influencia de los pueblos originarios marcó un quiebre en su obra. Desde entonces, sus esculturas comenzaron a dialogar con la identidad americana, alejándose de la copia y explorando formas únicas. “Mi trabajo no busca relatar una escena ni copiar algo ya hecho. Quiero que lo que hago transmita una fuerza, algo que no puedas poner en palabras, pero que golpee”, reflexiona.

En 1986, recibió el Gran Premio de Honor del Salón Nacional, el mayor galardón que puede recibir un artista plástico en el país. Con los recursos obtenidos, no compró lujos ni buscó reconocimiento comercial. En cambio, invirtió en construir su casa y su taller, primero en Ituzaingó y luego en Ostende, donde se instaló en 2007 junto a su compañera de vida, Graciela, oriunda de General Madariaga.
“Siempre viví con lo que ganaba como docente. Para mí, la libertad de crear no tiene precio. Por eso nunca quise atarme al mercado”, asegura.

Kasem había conocido Ostende gracias a su esposa. “Mi vida estaba en Buenos Aires, pero cuando pisé este lugar sentí que podía ser mi refugio. Me acuerdo que compré un terreno pagando diez pesos por mes. Fue un rematador quien me lo ofreció mientras pescaba en la playa”, relata. La conexión con el paisaje y la calma del entorno lo llevaron a construir sus dos talleres allí, inspirado también por los consejos de Magariños, su maestro y amigo, quien lo animó a buscar un lugar propio para dar vida a su obra.

Hoy, en su espacio de la localidad balnearia, ofrece una experiencia distinta. Las obras no están dispuestas en vitrinas ni buscan ser admiradas desde la distancia. Cada pieza parece tener una historia que contar, nacida de materiales que él mismo recolecta y trabaja, como maderas, mármoles y metales. “Todo lo que ves acá tiene vida propia. No ensamblo piezas ni uso desperdicios. Cada obra es una sola pieza y lleva en ella la fuerza de su origen”, dice con orgullo.
Entre las obras, hay una llamada Tres Elementos, que representa conceptos como la justicia, el pueblo y la indiferencia, explorando tensiones entre lo equitativo y lo insensible. “Cuando la veo, siento que la justicia está corrupta, por eso no tiene rostro humano. No es justicia”, reflexiona el escultor.

Otra, conocida como La Ronda de los Jueves, está dedicada a las Madres de Plaza de Mayo y muestra una composición en la que brazos protectores se entrelazan, evocando el clamor de las madres por sus hijos. Y una pieza más personal simboliza la maternidad y fue inspiración de su hija: “Cuando me dijo que iba a ser mamá, empecé a elaborar la pancita. Hoy, mi nieta mayor viene y dice: ‘Pensar que estaba acá adentro’. Cada obra lleva algo de nosotros”, explica con emoción.
El escultor, que dedicó más de cuatro décadas a la enseñanza en escuelas de arte de Buenos Aires, espera que este espacio inspire a las nuevas generaciones. “Quiero que entiendan que los proyectos se logran con esfuerzo. No se trata solo de habilidad, sino de dejar algo que trascienda, algo que tenga alma”, concluye.

El lugar abrirá sus puertas este viernes para una actividad organizada por el Instituto Cultural de la Provincia de Buenos Aires con la presencia de Miguel Rep, quien brindará una charla sobre historietas y dibujantes. Está programada para las 19. Se suma de esta manera al circuito de casas de artistas de Pinamar.
Fotos: Pablo Kauffer
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