
Cuando una persona decide buscar a su familia biológica suele enfrentarse a una experiencia profundamente emocional y transformadora, que en muchos casos no resulta como lo había planeado. Eso es lo que le ocurrió a Julián Héctor Quiñihual (56), que si bien pudo dar con el paradero de su padres y reconstruir su identidad, la verdad obtenida fue cruel y devastadora. “Es una historia cerrada pero con las heridas abiertas”, sintetizó sobre las respuestas que obtuvo en los últimos 30 años de su vida.
Julián vive actualmente en Trelew, provincia de Chubut, y trabaja como soldador metalúrgico. Está separado, tiene 4 hijos mayores de edad y un único nieto que es su devoción. La entrañable relación que hoy tiene con él le hace recordar los mejores años de su infancia junto a su abuelo Eduardo, que fue quien lo crio.
“Entre mi madre biológica y mi padre adoptivo había un parentesco. De hecho, fue él quien me terminó contando que mi mamá había quedado embarazada a los 18 años de una pareja ocasional y que la habían echado de su casa”, relató Julián en diálogo con Infobae.
“Mi mamá conoció a un hombre que iba por los campos comprando lana de oveja pero cuando este se enteró del embarazo no se hizo cargo y desapareció. Nunca más se vieron. Ella hizo lo que pudo. No le guardo resentimiento”, admitió Julián tras lograr sanar su relación con su madre antes de morir.
La infancia de este chubutense fue bastante inusual. Adoptado por ese pariente de su madre, pasó a integrar una familia numerosa, ya que la pareja que se hizo cargo de él tuvo nueve hijos. Además, su llegada a ese hogar coincidió con el nacimiento de uno de esos hermanastros, así que su mamá adoptiva muy pocas veces le dio prioridad. Por eso, su lazo afectivo más estable lo entabló con su padrastro. De todas maneras, nunca logró sentirse parte de esa familia. “A veces pienso que me adoptaron por lástima”, remarcó.

Al advertir esa sensación de desprotección, su abuelo del corazón -Eduardo, el padrastro de su madre adoptiva- fue el que más lo contuvo y amor le brindó. “Tuvimos una conexión especial y me terminó criando él junto a unas tías en una estancia de la localidad de Lelequele, cerca de El Bolsón”, recordó.
Eduardo trabajaba como capataz de un terrateniente inglés que tenía 5000 cabezas de ganado y 2000 ovejas. “Desde la ventana veíamos las vías del tren y cada vez que pasaba La Trochita me llevaba cabalgando para verla más de cerca. Es un recuerdo que jamás voy a olvidar”, afirmó.
Cuando Julián cumplió los 6 años y tenía que empezar primer grado, la crianza se complicó porque a Eduardo le resultaba imposible llevarlo y traerlo de la escuela. Como siempre quiso lo mejor para su nieto, tomó la decisión de entregarle la custodia a la familia Guzmán, que vivía en la ciudad de Esquel. La señora que lo acogió en su hogar era una de las hijastras de su abuelo.
“Viajamos a Esquel en tren y Eduardo se quedó conmigo una semana. Fue la primera vez que me subí a uno. También la primera vez que conocía la ciudad y la primera vez que desayuné en una confitería. Era todo nuevo para mí”, contó.
“Lo que nunca me dijo fueron los verdaderos motivos del viaje. Una mañana me levanté y él ya no estaba en la habitación. Lo busqué por toda la casa pero ya se había vuelto al campo. Eso me dio mucha tristeza. Me tuve que acostumbrar a vivir con otra familia numerosa, donde tampoco me prestaban mucha atención”, se lamentó en alusión a sus cinco nuevos hermanastros.

Junto a ellos, Julián hizo la primaria en la Escuela Provincial N°24 Coronel Luis Jorge Fontana que quedaba a dos cuadras de su nueva casa. A los 12 años, se enteró que su abuelo había fallecido y jamás pudo despedirse de él. Habían perdido todo tipo de contacto.
El secundario nunca lo completó. Llegó hasta segundo año, se pasó a un colegio nocturno y después lo abandonó cuando consiguió su primer trabajo de lava copas. “A los 18 años no aguanté más y me fui a vivir con un amigo”, remarcó sobre su caótica adolescencia repleta de preguntas y cuestionamientos. Tres años después logró independizarse y a los 24 conoció a quien sería su esposa y madre de sus hijos.
La búsqueda de su identidad empezó a 30 aproximadamente. “Fui a hablar con mi padrastro y le pedí que me contara toda la verdad. Me costó que hablara pero finalmente admitió que mi mamá biológica trabajaba como portera en una escuela de Trelew, así que fui a verla”, recordó sobre ese momento crucial de su vida.
Más allá de los planteos que Julián le hizo a su progenitora y la durísima carta que le escribió lograron tener un buen vínculo. “Soy consciente que le dije cosas muy feas. No lograba entender por qué nunca me buscó a pesar de que estábamos a media hora distancia”, enfatizó.

Finalmente, cuando ella le confirmó la identidad de su padre comprobó que estaba fallecido. Una vez que obtuvo los nombres de sus padres biológicos buscó cambiar su DNI. Se hizo un ADN para corroborar que su apellido no le pertenecía, se presentó en la justicia de Esquel y logró que le pusieran el apellido de su madre.
Sin embargo, para terminar de reconstruir su historia le falta investigar un poco más sobre la parte paterna. A los 36 años, descubrió que tenía dos hermanos. Ellos todavía vivían en la casa que era de su padre, también en Esquel.
“Toqué el timbre. Salió ella y después él. Me presenté, les mostré una foto de mi madre y les conté la historia que había tenido con ese comprador de lana. Les dije que ese señor no solo era su padre sino también el mío. Ellos me miraron sorprendidos. No tenían idea de nada pero me hicieron pasar y charlamos un rato”, recordó sobre ese tenso momento.
“Les expliqué que solo necesitaba darle un cierre a mi vida, que no buscaba ninguna. Ellos lo entendieron pero nunca se hicieron el ADN que les pedí. Esa causa judicial fue archivada y a pesar de que intenté seguir en contacto con ellos por Facebook nunca más nos volvimos a hablar. La relación no prosperó porque ellos no quisieron saber más nada de mí”, concluyó Julián entre la impotencia y la resignación mientras trata de asimilar los traspiés emocionales que lo marcaron de por vida.
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