
Hoy es el día de la Fuerza Aérea, y existen diversos motivos para un homenaje. Podríamos recordar al subteniente Manuel Félix Origone, el primer militar víctima de un accidente aéreo. El 19 de enero de 1913, con 22 años recién cumplidos, participaba en un raid a Mar del Plata y por el mal tiempo la máquina que piloteaba se desplomó en inmediaciones de la localidad bonaerense de Domselaar. Podría ser Jorge Newbery, muerto en Los Tamarindos el 1 de marzo del año siguiente cuando unas damas le insistieron en que hiciera una pequeña exhibición. O bien podríamos evocar el brillante desempeño de la aviación argentina durante la guerra de Malvinas y recordar la decisión del brigadier Ernesto Crespo de no rendirse, solo por respeto a los caídos.
Crespo fue un jefe que había acuñado la frase que los que creían que ‘Defender la Patria hasta perder la vida era sólo una declaración, esta es la hora de la verdad”.
En Malvinas, sobre un total de 42 buques ingleses que participaron en el conflicto del Atlántico Sur, 24 fueron hundidos o dañados.

Horacio Crespo nació en Mendoza el 8 de diciembre de 1929 y a los 23 años egresó de la Escuela de Aviación. La Operación Rosario lo sorprendió como jefe de la IV Brigada Aérea de Mendoza y lo designaron comandante de las operaciones aéreas el Atlántico Sur.
Tuvo menos de un mes para planificar una fuerza que estuviese preparada para la guerra. De acuerdo a los que lo conocieron, fue un conductor nato, dueño de una personalidad especial. Fue quien ordenó a sus pilotos acercarse a los blancos en vuelos rasantes, ya que los británicos no contaban con la tecnología para detectar este tipo de acercamientos.

En Comodoro Rivadavia formó un estado mayor, desde donde coordinaba las operaciones de las bases. Se encargaba de la planificación de todas las misiones y estaba al tanto de quienes las integraban, sabía además de las operaciones de la aviación naval. De la misma forma, estaba informado sobre cada piloto caído y lo que ocurría en cada una de las bases que dependían de su comando.
El hombre que no quería rendirse
Cuando el 14 junio se acordó un alto el fuego, se iniciaron las negociaciones de capitulación. El 13 había sido un día de infierno para los ingleses, ya que padecieron una veintena de misiones aéreas sobre sus posiciones. En su campamento en Monte Dos Hermanas, el comandante Jeremy Moore había salvado su vida de milagro en uno de ellos.

En sus memorias, el almirante Woodward anotaba, en esos últimos días de la guerra: “Estábamos ya en el límite de nuestras posibilidades, con sólo tres naves sin mayores defectos operativos, como el Hermes, el Yarmouth y el Exeter. De la fuerza de destructores y fragatas, el 45% está reducido a capacidad cero de operar. De los “guardavallas”, el Sea Wolf del Andromeda está inutilizado; todos los sistemas del Brillant padecen de una gran variedad de defectos; el Broadsword tiene un sistema y medio de armas, pero uno de sus ejes de propulsión con daños prácticamente permanentes. Ninguno de los 21 está en condiciones: el Avenger está descompuesto; el Arrow está roto y tiene una de las turbinas Olimpus inutilizada… y muchas cosas más. Todos están cayéndose a pedazos”.
“Esta tarde quedé en este hermosísimo lugar para los Etendard con una sola vía de fuego de Sea Dart. Los convoyes que dirijo hacia y desde la costa durante la noche están “escoltados” por una fragata medio paralítica. La línea de cañones comenzó con cuatro naves y ha quedado reducida a dos por los desperfectos. El área de remolque, reparaciones y logística está “protegida” por el pobre viejo y averiado Glamorgan, y las Georgias del Sur son valientemente defendidas por el pobre viejo y averiado Antrim y el formidable barco de guerra Endurance”.

El 14 de junio Moore descendió de un helicóptero y fue caminando a la casa de gobierno donde lo esperaba el general Mario Menéndez. Estaba visiblemente contrariado por la tormenta de nieve que la nave que lo transportaba debió atravesar. Iba acompañado de siete oficiales de su Estado Mayor, el radio operador con comunicación directa con Londres, y un oficial abogado. En una mano llevaba un documento con los términos de la rendición y en la otra una botella de whisky.
Los argentinos se negaron a suscribir una rendición “incondicional” y a hacer una ceremonia pública de rendición. También se exigió que los oficiales mantuvieran el mando de tropa y se conservarían las banderas.
El jefe británico, luego de consultarlo con Londres, decidió acceder a las peticiones, pero quedaba por resolver la principal cuestión que le quitaba el sueño: que la Fuerza Aérea argentina cesara en sus ataques.

Ese día el brigadier Ernesto Crespo se encontraba en su puesto comando en Comodoro Rivadavia cuando recibió una llamada de Puerto Argentino. Era el autor de la frase “combatiremos hasta el último hombre, incluso quien les habla”.
Le comunicaron que los británicos exigían su rendición y que lo habían incluido en el acta de capitulación. El sabía que los ingleses respetaban y temían a la Fuerza Aérea Sur.
Respondió que mientras tuviera un avión y un piloto, continuaría bombardeando a los británicos sin contemplaciones y cortó la comunicación. “De ninguna manera nos vamos a rendir. Seguiremos atacando. Cargo ya con el peso de haber mandado a combatir a mucha gente. No puedo decir así como así ‘me rindo’”.
Cuando el teléfono volvió a sonar, la propuesta era otra. Los ingleses le pedían su palabra de honor de que no atacaría más.
A esa altura, las tropas habían entregado su armamento. Era inútil continuar peleando. Accedió. Los ingleses respiraron aliviados ya que la aviación argentina se había transformado en un factor incontrolable para ellos.

Cuando los pilotos regresaban de las misiones, estaba en la pista para recibirlos y consolarlos cuando un compañero no regresaba. En la posguerra, acompañó a los familiares de los que habían quedado en las islas.
Terminada la guerra, Crespo fue ascendido a brigadier general y nombrado jefe del Estado Mayor General de la Fuerza Aérea. Se retiró durante el gobierno de Carlos Menem y falleció el 6 de marzo de 2019. Pasó a la historia como el jefe que, a pesar de las condiciones adversas, peleó hasta el último día y no había querido rendirse.
Escuela de pilotos
Todos los pilotos de la Fuerza Aérea que combatieron en Malvinas se formaron en la Escuela de Aviación, una iniciativa que surgió a principios del siglo XX y que fue apoyada por la Sociedad Sportiva Argentina, una entidad promotora de los deportes y también de los primeros vuelos en globo. Se dispuso la creación de una institución que formase a pilotos que integrarían las escuadrillas de aeroplanos y dirigibles.
Una Comisión Pro Flotilla Aero Militar Argentina, creada por iniciativa del mayor retirado Arturo Luisoni y presidida por el barón Antonio de Marchi, fue la encargada de recaudar fondos para la compra de aparatos.
Luisoni, distinguido por ley precursor y benemérito de la Aeronáutica Argentina, el 2 de febrero de 1914 haría los primeros ensayos del primer proyectil aéreo llamado “aerobala”.
El boom por desafiarle el privilegio a los pájaros hizo que el 23 de marzo de 1910 naciera el aeródromo en Villa Lugano. Una pista de tierra de dos kilómetros, ocho hangares y doscientos metros de tribuna. Allí, a siete días de su apertura, el aviador Emile Aubrun realizó el primer vuelo nocturno en el mundo.
El 10 de agosto de 1912, el presidente Roque Sáenz Peña firmó el decreto por el que se creaba la Escuela de Aviación Militar. El lugar donde comenzó a funcionar en un terreno que había pertenecido al Segundo Grupo de Artillería a Caballo y que el Aero Club Argentino cedió a la Escuela de Aviación Militar con sus instalaciones. Todo el mundo lo conocía como El Palomar.
Para tener las primeras máquinas, Piccardo y Compañía donó un aeroplano, la Compañía Argentina de Tabaco no se quedó atrás y aportó tres y Castex sumó uno más.
Hubo una avalancha de oficiales del Ejército quienes se ofrecieron a integrar el estado mayor del arma, para lo cual estudiaban y practicaban en el campo de aviación.
Los primeros en inscribirse en la Escuela fueron los comandantes Lamadrid y Mosconi; el mayor Pilotts; el teniente de fragata Melchor Escola y los tenientes Goubat, Piñón y Tornquist.
El 9 de agosto de 1920 comenzó un curso de instrucción preliminar para inaugurar, el 20 de diciembre, el de instrucción de pilotaje. En aquel curso, donde los Avro 504 K. habían reemplazado a los H. Farman 50 HP, revalidarían sus títulos de “Conductor de Aeroplano” con el de “Piloto Militar” los suboficiales que aún se mantenían en actividad de vuelo y que eran instructores: sargentos 1ros. Liborio Fernández, Dante Ferrari, Próspero Sianja y Pedro Méndez.
A comienzos de 1922 la Escuela de Aviación Militar se disolvió y se creó el Grupo Número 1 de Aviación. La escuela reabrió en 1925 y nueve años después se inició la construcción del edificio de dos plantas en la provincia de Córdoba, cercana a la Fábrica Militar de Aviones. Se eligió a esa provincia por su clima, especial para el aprendizaje de la aeronavegación y que además permitía el entrenamiento de vuelo en la baja montaña.

En 1937 la Escuela comenzó a funcionar y al año siguiente tuvo lugar el primer adiestramiento nocturno. En 1943 pasó a llamarse Colegio Militar de Aviación. A esa altura contaba con tres cursos completos con dos centenares de cadetes.
Desde 1944 la institución pasó a llamarse con el nombre que se le había puesto en 1912.
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