
Los médicos que debieron actuar en la tragedia de Cromañón quedaron a lo largo del tiempo en una nebulosa: fueron víctimas de un desorden estructural que perjudicó su trabajo, no llegaron a ser reconocidos lo suficiente debido a la magnitud de la tragedia y a la cantidad de muertes ocurridas y, como si fuera poco, muchos de ellos quedaron con secuelas psicológicas muy duras después de lo vivido.
El incendio en el boliche del barrio porteño de Once, aquel 30 de diciembre de 2004 durante un recital de la banda Callejeros marcó un punto bisagra en la historia de las tragedias argentinas y desnudó lo que era hasta ese momento un inexistente plan de contención y atención ante una catástrofe no natural de esa magnitud.
Carlos Russo, un especialista que ya había trabajado durante los atentados a la Embajada de Israel y a la AMIA y en la tragedia de LAPA, era el coordinador médico del SAME en ese fin de año. Jamás se imaginaría a lo que se terminaría enfrentando.
“Estaba en mi casa, estaba jugando al ajedrez. No me acuerdo el horario exacto. Estaba escuchando música, no estaba enterado de nada. Yo estaba de vacaciones esa noche. Me llamaron por teléfono desde el SAME para que acudiera porque había ocurrido un incidente masivo donde se superaba la normal tarea del SAME habitualmente y necesitaban de toda la gente”, le explicó a Infobae.

Una vez recibido el llamado, se dirigió de inmediato al centro de operaciones para coordinar toda la atención médica del incendio en Cromañón.
El desorden era total. El trabajo de la Policía, los bomberos y los enfermeros se mezclaba con la desesperación de los sobrevivientes y los familiares que llegaban al lugar y buscaban entrar a Cromañón para buscar a una hermana, una novia, un amigo o un hijo.
“Cromañón en sí tuvo una altísima valencia emocional. Probablemente porque se trataba de una enorme mayoría de gente joven y ligados entre sí”, analizó Russo.
Y completó: “Entonces, esa valencia emocional hacía que fuera muy difícil en el lugar manejar la situación de la manera que uno sabe que tiene que manejarla: resguardando la escena, evitando que la gente entre y salga de la zona de impacto. Es decir, esto es lo ideal: tratar de circunscribir esa escena, que nadie más entre al lugar, porque hay que evitar agregar futuras víctimas, que se pueda asegurar el área, para que después el Sistema de Salud empiece a trabajar trasladando a la gente que tenga que trasladar”.

De acuerdo al testimonio de los testigos, mucho tiempo después se pudo comprobar que el 30% de las víctimas mortales de Cromañón fueron personas que habían salido del boliche y regresaron al lugar para buscar a un ser querido.
“Para poder haber asegurado esa escena, como correspondería según los libros, habría que haber hecho un cuadro casi de represión por parte de las fuerzas de seguridad. Y hubiera sido otro lío dentro del lío. No es tan sencillo manejar esto en algunas o en otras situaciones. El protocolo es la parte filosófica de esto, nos indica el por qué tenemos que hacer esto. Respecto al ‘cómo’, a veces es cada lugar el que nos indica que hay algunas cosas del protocolo que hay que ir modificando para que puedan funcionar mejor”.
Por su lado, la psicóloga Claudia Vigil decidió esa noche autoconvocarse, al ver en la televisión el desorden y el caos que se había desatado con el incendio en el boliche.
Soy psicoanalista, no puedo mezclar lo personal con lo profesional. No estoy tan cerca del paciente como lo está el emergentólogo. Pero esa noche había tanto caos y era tanta la demanda que me trasladaba del Hospital de Quemados a la Morgue Judicial. Ida y vuelta. Había que contener a los familiares y también darles información”, contó a Infobae.
Claudia conservó de aquel entonces una situación que no olvidará jamás: “Mi hija tenía 16 años. Ya había constatado que no estaba en Cromañón y me fui a trabajar con calma. Al otro día una mujer, en la puerta de la morgue, me dijo: ‘¿Su nena está acá?’. Yo no la conocía, no sabía quién era, la veía por primera vez en mi vida”.

Y continuó: “Me quedé helada. Ella quería saber si allí estaba su hijo, pero se mostraba tranquila, decía que seguramente estaba bien, que en cualquier momento aparecía o la llamaba. Entonces entré y pregunté y sí, su hijo estaba en la morgue. Cuando se lo comuniqué se reía, no me creía, decía que no podía ser. Al ingresar se desmayó. De ese tipo de situaciones vivimos muchísimas”.
Precisamente, el factor de la búsqueda y la demora en la confirmación de las identidades de las personas fallecidas y los heridos repartidos en los diferentes hospitales de la Ciudad y la Provincia de Buenos Aires fue uno de los factores más críticos en cuanto a la organización de la atención médica. Algunos padres tuvieron que pasar entre 9 y 10 días para poder identificar a sus hijos muertos.
“En Cromañón, uno de los inconvenientes graves que tuvimos fue la identificación de las víctimas. Sean vivos o fallecidos. Muchos familiares han tenido que recorrer durante una semana, diez días siguientes a Cromañón, recorrer hospitales o recorrer morgues. Ponéte en el lugar, estás buscando a alguien, que no sabés si está vivo, muerto, no sabés los nombres. Esa identificación correcta tardó entre una semana y diez días”, reconoció Russo.

De hecho, a raíz de ese episodio, el SAME implementaría luego el llamado ECUES, que se trata de un equipo dedicado de manera exclusiva a la recolección de datos personales y de identificación de víctimas en una situación de catástrofe masiva.
Así pasaron los años, pero los recuerdos y los flashes de esa noche fatídica volvieron a lo largo del tiempo a la mente de todos los profesionales de la salud que debieron trabajar con las víctimas de esa tragedia.
“La mejor manera de resolver los traumas de una persona es que logre resignificar lo vivido. No se trata de olvidar, sino de darle un sentido diferente a la vida, a los afectos, a los que quedaron. Es una fecha muy jodida, porque se nota la ausencia y hay muchos papás y muchas mamás que tienen una foto de su hija o de su hijo en un portarretrato y jamás volvieron a verlo”, indicó Vigil.
El sentimiento de Russo, que entre 2015 y 2019 fue el titular de la Dirección Nacional de Emergencias Sanitarias (DINESA), se mantuvo en la misma sintonía.
“Lloré, mucho. Millones de veces. Me pasa que me encuentro con familiares con los que tengo una gran relación y me largo a llorar. Lo mismo me pasa con la gente de AMIA, me brindan mucho cariño. Pero me puedo tomar esa licencia, se que debo seguir haciendo mi trabajo y no quebrarme. Pero ese momento es tan necesario. No lo puedo explicar”, afirmó.
Y completó: “No había datos ciertos, no podíamos comunicar supuestos. Siempre digo que si un desastre como este no se encara bien desde el principio estamos en presencia de las tres ‘de’: desinformación, desesperación y depresión. Los familiares no tenían las repuestas que esperaban, comenzaban a desesperarse, tenían emociones muy fuertes. Y nosotros entendíamos lo que sucedía. Pero también se deprimían, estaban decepcionados. Hacía horas o días que no sabían nada de sus hijos. Lo pienso y me pongo mal”.
* Este artículo fue realizado con información publicada por Infobae en dos historias de 2018 y 2019
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