
Cada año, la revista Nature propone un ejercicio singular, mirar la ciencia a través de imágenes que no solo documentan descubrimientos sino que también los interpretan. La selección de 2025 confirmó esa tradición y la llevó un paso más allá.
Las fotografías elegidas recorrieron escalas extremas, desde estructuras cósmicas situadas a miles de años luz hasta organismos invisibles al ojo humano, y mostraron cómo la investigación científica produce conocimiento, emoción y preguntas abiertas al mismo tiempo.

Uno de los momentos más impactantes de la selección fue la imagen de un paracaidista recortado contra la superficie del Sol. Lejos de tratarse de una composición digital, la fotografía fue el resultado de meses de planificación y sincronización entre un astrofotógrafo y un atleta extremo.
El fondo solar, marcado por manchas oscuras asociadas a intensos campos magnéticos, recordó que el Sol no es una esfera uniforme, sino un sistema dinámico y turbulento. La imagen funcionó como una metáfora visual del vínculo entre exploración humana y fuerzas cósmicas que superan cualquier escala cotidiana.

En el extremo opuesto del tamaño apareció el tardígrado tatuado, uno de los organismos más resistentes conocidos. Investigadores lograron grabar diminutos puntos sobre su cuerpo mediante un haz de electrones aplicado a una capa de hielo. Al evaporarse el hielo, el diseño quedó adherido a la superficie del animal.
Más allá del asombro estético, la fotografía ilustró una técnica de altísima precisión que abrió nuevas posibilidades para la ingeniería biomédica y el marcado de organismos microscópicos, incluso bacterias. La imagen condensó un mensaje claro, la frontera entre biología y nanotecnología fue cada vez más porosa.

La vida microscópica también ocupó un lugar central con la fotografía de colonias de Volvox flotando en una gota de agua. Cada esfera estuvo formada por cientos o miles de células que actuaron de manera coordinada.
La imagen ofreció una ventana visual hacia uno de los grandes enigmas de la biología, el origen de la multicelularidad. En una sola toma, el trabajo colectivo de células simples evocó cómo la cooperación pudo sentar las bases de formas de vida más complejas.

La ingeniería biomédica aportó otra de las imágenes más significativas del año con un riñón cultivado en laboratorio. La fotografía mostró un ensamble de diminutas unidades de filtrado organizadas alrededor de un tubo central, una arquitectura que recordó a la de un órgano real.
Trasplantadas en ratones, estas estructuras filtraron sangre y absorbieron proteínas. La imagen no solo documentó un avance técnico, también simbolizó un horizonte posible para la medicina regenerativa y la reducción de la dependencia de donantes humanos.

El cielo ofreció fenómenos tan bellos como fugaces. En Nueva Zelanda, fotógrafos captaron los llamados espíritus rojos, descargas eléctricas que se disparan hacia la atmósfera superior durante tormentas intensas.
Las formas irregulares y su breve duración, de apenas milisegundos, convirtieron estas imágenes en testimonios excepcionales de procesos eléctricos poco comprendidos. La fotografía permitió observar un fenómeno real que durante décadas pareció pertenecer más al terreno del mito que al de la ciencia.

Los océanos también tuvieron su protagonista con la babosa marina Costasiella kuroshimae, capaz de secuestrar cloroplastos de las algas que consume y utilizarlos para realizar fotosíntesis.
La imagen de este nudibranquio depositando sus huevos en espiral combinó delicadeza visual y relevancia biológica. El animal recordó que la evolución encontró soluciones inesperadas para aprovechar la energía solar, incluso en organismos que no pertenecen al reino vegetal.

La relación entre ciencia y conservación apareció con fuerza en la fotografía del rinoceronte negro en Kenia. El animal, sedado y atendido por un equipo especializado, representó décadas de esfuerzos para rescatar a la especie de la extinción.
La imagen puso en primer plano la logística, el conocimiento veterinario y la coordinación humana necesarios para proteger a uno de los mamíferos más amenazados del planeta. No fue una escena de naturaleza intacta, sino de intervención consciente frente a una crisis provocada por la actividad humana.

Otra imagen destacó por su ambición experimental. En la Amazonia brasileña, científicos construyeron una estructura capaz de bombear dióxido de carbono al dosel forestal para simular las condiciones atmosféricas futuras.
La fotografía mostró una suerte de máquina del tiempo climática, diseñada para anticipar cómo responderá el bosque tropical al aumento de gases de efecto invernadero. La escena vinculó ciencia básica y urgencia ambiental en un mismo encuadre.

La astronomía regresó con fuerza gracias a la primera luz del Observatorio Vera C. Rubin en Chile. La imagen combinó cientos de tomas captadas con la cámara digital más grande del mundo para revelar la Nebulosa Trífida y la Nebulosa de la Laguna.
Más que un retrato estético del cosmos, la fotografía marcó el inicio operativo de un instrumento clave para estudiar la estructura y evolución del universo en los próximos años.

El contraste entre naturaleza y desastre urbano apareció en la imagen de los incendios que devastaron Los Ángeles. Barrios reducidos a escombros, vientos intensos y condiciones climáticas extremas quedaron registrados como evidencia visual de un fenómeno cada vez más frecuente.
La fotografía funcionó como documento científico y social, al mostrar cómo el calentamiento global y la urbanización densa amplifican el impacto de los incendios.

El poder de la Tierra también se expresó a través del volcán Villarrica, en Chile. Dos nubes circulares iluminadas por la lava nocturna formaron una escena que combinó simetría y amenaza. La imagen recordó que los volcanes son sistemas activos y monitoreados de forma constante, donde la belleza visual convive con el riesgo geológico.

La selección también incluyó momentos inesperados y ligeros, como la pelea territorial entre dos ranas verdes captada por un fotógrafo adolescente. La imagen, premiada por su tono humorístico, demostró que la observación atenta de la vida silvestre puede ofrecer escenas científicamente relevantes y emocionalmente cercanas.

En un registro más delicado, la fotografía de un diminuto cangrejo de caramelo camuflado sobre coral rosa destacó la biodiversidad marina y la dificultad de detectar especies pequeñas en ecosistemas complejos. La imagen celebró la paciencia y la mirada entrenada necesarias para revelar mundos que suelen pasar inadvertidos.

El diálogo entre ciencia y paisaje apareció en la imagen de un hongo solitario frente a antenas de un radiotelescopio fuera de servicio en Sudáfrica. La composición estableció un puente visual entre biología y astronomía, entre crecimiento orgánico y tecnología humana, y sugirió que ambos forman parte de una misma búsqueda de sentido.

Por último, una escena de rescate en Grecia mostró a un hombre descendiendo una colina con una oveja en brazos mientras los incendios avanzaban. La fotografía capturó un gesto mínimo de cuidado en medio de una catástrofe mayor y recordó que detrás de los grandes procesos ambientales existen historias individuales que también merecen atención científica y social.

La editora Amelia Hennighausen cerró este informe con una foto inolvidable y es la de un perezoso abrazando una cerca de alambre de púas artificial mientras su hábitat silvestre está siendo destruido.
La selección de Nature en 2025 dejó en claro que la fotografía científica no fue solo un complemento ilustrativo. Cada imagen funcionó como una herramienta de conocimiento, capaz de condensar datos, hipótesis y emociones en un solo cuadro.
Mirar estas fotografías implicó comprender que la ciencia también se cuenta a través de la luz, el encuadre y el instante preciso en que una cámara reveló algo que hasta ese momento permanecía oculto.
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