
La salud mental de la infancia atraviesa hoy una crisis silenciosa y global que debería estremecernos, pero que sigue siendo recibida con indiferencia o con respuestas parciales.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) calcula que 1 de cada 7 adolescentes vive con un trastorno diagnosticado y que el suicidio ya es la cuarta causa de muerte en este grupo etario.
Estas cifras deberían poner en foco todos los esfuerzos de los Estados para responder con estrategia e innovación, pero no es así. Lo más inquietante no es sólo el número: es la naturalidad con la que lo aceptamos, como si fuera inevitable, que millones de chicos carguen con angustias insoportables, intentos de autolesión, cuadros de depresión y un futuro que podría estar hipotecado.
Hace pocos días en la Argentina una niña aterrorizó con un arma a sus compañeros y profesores en la escuela. Días después, por efecto imitativo, otros niños se fotografiaron llevando armas al aula. Los consumos problemáticos crecen de manera exponencial ante la mirada impotente de familias y docentes que no saben cómo intervenir. Y cuando estas problemáticas afectan a mujeres adolescentes, el silencio y la invisibilización se profundizan.

Los sistemas de salud repiten la misma escena en todos los continentes: servicios insuficientes, profesionales escasos, hospitales desbordados y presupuestos que destinan migajas a la salud mental infantil.
UNICEF advirtió en 2024 que menos del dos por ciento de los presupuestos sanitarios globales se dedica a este campo, y apenas una fracción llega a niñas, niños y adolescentes.
En los países de ingresos bajos y medios, hasta el noventa por ciento de quienes necesitan atención nunca llega a recibirla, según la Organización Mundial de la Salud. En los países ricos, la cobertura existe, pero la sobrecarga hace que la espera dure meses, un tiempo que para un niño, niña o adolescente en crisis puede ser letal.
De la salud mental de los bebés poco se habla, aunque sabemos cada vez más. En los primeros mil días de vida, el cerebro y el sistema nervioso atraviesan un crecimiento tan vertiginoso que las experiencias tempranas —positivas o adversas— moldean de manera decisiva el psiquismo.

La investigación internacional muestra que más del diez por ciento de los bebés y niños pequeños ya enfrenta desafíos emocionales. Los factores de riesgo son múltiples: depresión materna, estrés prenatal, negligencia, pobreza extrema o entornos inseguros.
La OMS insiste en la importancia del “cuidado cariñoso” (nurturing care): vínculos sensibles y constantes, protección frente a daños, nutrición y aprendizaje temprano. Un bebé que no encuentra sostén en esas condiciones mínimas no sólo sufre en el presente: carga con marcas invisibles que comprometen su capacidad futura de confiar, explorar y habitar el mundo.
La pandemia no creó este escenario: lo profundizó. La experiencia del aislamiento dejó al descubierto lo que ya se incubaba antes. Ansiedades crecientes, retraimiento social, depresión, conductas autolesivas. La infancia quedó atrapada en un doble confinamiento: primero el sanitario y luego otro más invisible, el de pasar horas frente a pantallas que ofrecen compañía y entretenimiento a costa de alienar la subjetividad.
La OMS documenta que más de un diez por ciento de adolescentes presenta un uso problemático de redes sociales o videojuegos, y no es distinto al scroll infinito de los adultos frente al celular. Aquello que nos prometía las puertas abiertas al mundo nos convirtió en esclavos.

Ni los adultos ni los niños y adolescentes pueden permanecer demasiado tiempo leyendo un libro porque la notificación en el celular, como un reflejo pavloviano, los convoca sin escape. Otros males que trajo la hiperconexión son la explotación emocional: la atención administrada por algoritmos, la presión de likes como forma de valoración, la exposición del dolor convertida en contenido viral.
A nivel mundial UNICEF advierte que los niños y adolescentes son particularmente vulnerables a la eco-ansiedad. Inundaciones, sequías, olas de calor, incendios forestales: no sólo destruyen casas y escuelas, también derrumban la sensación de futuro. Crece una generación que hereda un planeta en emergencia y que, desde muy temprano, incorpora la conciencia de la amenaza permanente. Esa amenaza se traduce en traumatización a largo plazo.
A este panorama global hay que sumarle lo que ocurre puertas adentro. La violencia contra niñas, niños y adolescentes se despliega en múltiples planos y rara vez es registrada en toda su magnitud. UNICEF mostró que, aun cuando la mayoría de las familias dice rechazar el castigo físico, seis de cada diez chicos lo padecen: agresiones verbales, golpes o castigos severos. Entre quienes tienen discapacidad, la prevalencia asciende todavía más.
La violencia sexual concentra otro núcleo de horror: una de cada cinco niñas en el mundo es abusada antes de los 18 años, y en la Argentina los datos oficiales señalan que en la mayoría de los casos el agresor pertenece al círculo familiar.

La crisis económica y social también empuja a adolescentes a intentar conseguir dinero en plataformas como OnlyFans o en redes de explotación desde edades muy tempranas. Y cuando la violencia femicida irrumpe, la respuesta institucional suele ser la negación.
Brenda del Castillo y Morena Verdi, ambas de 20 años, y Lara Gutiérrez, de 15, fueron torturadas y asesinadas en un hecho atroz. El ensañamiento contra estas jóvenes recuerda los asesinatos y desapariciones que durante décadas sacudieron a México con cuerpos marcados por la violencia de género extrema.
Pero no se trata de un fenómeno lejano ni aislado: la explotación atraviesa todas las redes sociales, donde muchas adolescentes son captadas, presionadas o directamente obligadas a exponer su intimidad. El Estado, en lugar de enfrentar esta realidad estructural, insiste en desmentir la problemática de género que atraviesa estas violencias y, al hacerlo, abandona a quienes más necesitan protección.
Las violencias no se detienen en el hogar ni en la calle. También atraviesan la escuela y se expanden en el mundo digital. Grooming, acoso, apuestas online: un entramado que combina la crueldad entre pares con la explotación adulta. Siete de cada diez chicos no sabe qué es el grooming, aunque seis de cada diez ya conversó con desconocidos. Uno de cada tres incluso se encontró en persona con alguien conocido en la red. Plataformas que se presentan como inocentes —videollamadas aleatorias, juegos online— se convierten en terreno fértil para delitos invisibles a los ojos de muchos adultos. La violencia digital ya no es un fenómeno periférico: constituye uno de los principales factores de riesgo para la niñez contemporánea.

Si se trabajara en salud mental desde la infancia, tanto la criminalidad, las masculinidades violentas como la desesperación que arroja a muchos a prácticas peligrosas podrían reducirse de manera significativa, mejorando no sólo la vida de los niños y adolescentes sino también la salud democrática de toda la sociedad. Esto no implica desconocer la pobreza estructural, que atraviesa de manera desigual todas estas problemáticas y se expresa de distintos modos según el lugar y las condiciones en que cada niño nace, incluso en cómo experimenta y transita las redes sociales.
El Observatorio de la Deuda Social de la UCA mostró que más del 40% de las niñas, niños y adolescentes presenta síntomas de angustia o depresión asociados a la pobreza y la inseguridad alimentaria.
Aunque la Ley de Salud Mental reconoce el derecho a la atención integral, en la práctica la infancia depende de dispositivos saturados, listas de espera interminables y la sobrecarga de las familias. El resultado es un mapa desigual: quienes pueden pagar acceden a psicoterapia privada; quienes no, quedan librados al azar o al silencio. La violencia escolar y el bullying siguen siendo fenómenos persistentes: casi uno de cada cinco adolescentes admite sentirse deprimido o angustiado, mientras que seis de cada diez alumnos de sexto grado dicen haber sufrido agresiones en la escuela o en redes sociales.

En ese mismo contexto, cuando el Congreso Argentino abrió el concurso para designar la Defensoría de Niñas, Niños y Adolescentes, presenté una propuesta que buscaba justamente revertir esta fragmentación: una política integral de salvaguarda infantil, cuyo eje era la salud mental.
El plan partía de un diagnóstico claro: no hay posibilidad de proteger a la infancia sin atender su bienestar psíquico desde el nacimiento y la primera infancia hasta la adolescencia. Propuse articular salud, educación, justicia y comunidad bajo un mismo marco de protección, con protocolos obligatorios en escuelas, hospitales y todo espacio de cuidado. Era una oportunidad histórica para transformar diagnósticos en acción, para inscribir la salud mental infantil como prioridad política y no como apéndice. Sin embargo, lo que primó no fue la urgencia de los niños, sino la lógica de los acuerdos políticos y la endogamia parlamentaria.
La pregunta inevitable es cómo han respondido los Estados. En general, tarde y mal. Algunos reducen la salud mental a campañas de sensibilización que llenan de eslóganes las redes sociales pero no garantizan un psicólogo en cada escuela ni dispositivos comunitarios en los barrios más pobres.
La inversión es mínima, y la brecha entre discursos y prácticas se ensancha. Se han ensayado experiencias puntuales —programas escolares de apoyo psicosocial, guías conjuntas de la OMS y UNICEF que recomiendan atención comunitaria—, pero lo que predomina es la fragmentación institucional: cada ministerio actúa por separado, los programas dependen de fondos externos, y la infancia queda atrapada en un sistema que no logra articular salud, educación y protección.

La paradoja es brutal: nunca se habló tanto de bienestar y de resiliencia, pero nunca fue tan grande la distancia entre las palabras y los hechos. Los organismos internacionales repiten diagnósticos, los informes se acumulan y los presupuestos siguen estancados. La infancia queda atrapada en un doble movimiento: sobreexpuesta en discursos, invisibilizada en políticas reales. Y en el trasfondo se revela una lógica que convierte incluso el sufrimiento en mercancía: aplicaciones de autoayuda, industrias farmacológicas que medicalizan lo que debería abordarse comunitariamente, plataformas que convierten la angustia adolescente en material de consumo.
Hablar de salud mental infantil no es un gesto técnico ni una recomendación sanitaria más. Es poner en cuestión el modo en que organizamos el cuidado, el lugar que otorgamos a la infancia en nuestras prioridades y la ética que guía a los Estados.
No alcanza con protocolos fragmentarios ni con campañas de ocasión. Lo que se necesita es una política integral, sostenida y universal. Lo contrario —seguir relegándola— es aceptar que millones de infancias crezcan con heridas que hipotecan no sólo su presente, sino también el futuro colectivo.
* Sonia Almada: es Lic. en Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos para la mujer y el niño, violencia de género e intrafamiliar (UNESCO). Se especializó en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma que impulsa acciones para la erradicación de todo tipo de violencias hacia infancias y juventudes y familias. Es autora de tres libros: La niña deshilachada, Me gusta como soy y La niña del campanario.
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