Mientras parecía tener el mundo a sus pies, había otro mundo que se derrumbaba. El primero era el exterior, allí donde gobernaba la superficialidad. Todo iluminado por los flashes de las cámaras de fotos que capturaban las facciones recias y la mirada profunda de aquel muchacho que, desde su Capitán Sarmiento natal, en la provincia de Buenos Aires, había llegado a Miami, a Nueva York, a Hollywood. A Europa.
Era el novio de Madonna allá, era la pareja de Julieta Ortega aquí. Fama, dinero, glamour. Lo que muchos denominan éxito: Daniel Rossi lo tenía todo. Y no le bastaba.
Porque había otro mundo muy diferente al público: el interior. Alli donde Daniel iba resquebrajándose, desorientado en las penumbras de sus adicciones a las drogas, al alcohol, al juego. Se escondía en sí mismo, desaparecía ante las miradas ajenas, se encerraba en su propia oscuridad para consumir. Para tocar fondo y enseguida, seguir cayendo.
Hoy, promediando los 50 años, Daniel está completando su tratamiento en la Fundación EIRA. “Me cansé de vivir corriendo atrás de mi enfermedad. Me di cuenta de que hay que amigarse y enfrentarla”, dice, prestándose al diálogo franco con Infobae.
Para mencionar aquellos años de gloria: “Tuve situaciones de consumo, pero pude sostener casi siete años de carrera, que es muchísimo para un modelo”.

Para recordar el inicio de su adicción, a los 17 años, cuando se había mudado a Palermo para estudiar y un día cualquiera, que no terminó siendo uno más, una chica le convidó cocaína: “Me sentí raro, me arruinó la noche. Pero también la sentí como necesaria. Tenía que seguir haciéndolo, sin saber por qué. Y me enganché. Se me hizo una cosa que no podía parar”.
Y sobre todo, para hablar de este presente que le abre una proyección de futuro. Aunque esto sea día a día. Del tratamiento que cumple en EIRA, donde además trabaja limpiando la ropa de los otros internados.
—¿Rápidamente la cocaína se volvió algo imparable?
—Sí. Me absorbió terriblemente.
—¿En ese momento, de dónde salía la plata para el consumo?
—Trabajaba como vendedor en locales de ropa. Empecé por el fin de semana, los sábados a la noche. Y se fue agregando un día más, un día más... Hasta que llegó un día en que la gente se quería probar los jeans y yo no sabía ni cómo darles una mano. Era muy incómodo, la pasaba muy mal.
—¿Sufrías?
—Tenía mucho sentimiento de culpa en el momento en que se terminaba todo, cuando me quedaba sin nada y no tenía cómo seguir, por el tema económico.
—¿Había alguien de tu entorno, familiar o social, a quien pedirle ayuda?
—Hice un viaje a mi pueblo y les comenté a mi padre, a mi madre y mis hermanos: “Esto es lo que tengo, lo que me está pasando, y me tienen que aguantar así. O sea, si me ven consumiendo, no me jodan”. Se lo dije a mi mamá, sobre todo.
—¿Y ella qué dijo?
—Me acompañó como pudo.
—¿Cuándo te fuiste a Miami, tuvo que ver con buscar el crecimiento en tu carrera como modelo o con salir de la droga?
—Tuvo que ver con escaparme de la situación de la droga. Cuando tenía recaídas, no volvía a consumir diariamente y evitaba lugares y personas. Era una manera de escaparme y no enfrentar el problema. Hasta ese momento no había hecho un tratamiento. Encontré que la droga me controlaba: me hacía hacer cosas que yo no quería, como no dormir, no poder trabajar con comodidad, no poder hablar con gente.
—¿Por qué creés que consumías? ¿Qué pasaba de fondo?
—Desde muy chico tuve muchos conflictos a nivel familiar y nunca los trabajé. Por un lado viví una infancia muy linda, y por otro lado no: mi casa se volvía muy agresiva entre mi padre para con mi madre. Yo me llegaba a arrodillar delante de mi padre diciéndole que pare. No la golpeaba, pero golpeaba las puertas, las ventanas. De noche, venía de jugar a las cartas, llegaba a mi casa y hacía un quilombo bárbaro.

—¿El juego era una adicción?
—Yo convivía en un lugar donde se jugaba a las cartas por dinero. A los 17 años mi papá me daba plata para salir y yo me metía a jugar: estaba dos días sin dormir, jugando a las cartas. La adicción al juego fue muy fuerte. He llegado a jugar en muchos casinos: Mar del Plata, Pinamar, Las Vegas, Suiza, Italia...
—Cuando empezaste a trabajar en Miami, ¿en ese momento estabas un poco mejor?
—Sí. Hasta que un día me convidaron cocaína y la recaída fue horrible: terminé dando vueltas por Miami todo sudado, en la bicicleta. Cuando volví al departamento estaba mi novia esperándome y se armó un quilombo bárbaro. Me fui. Enseguida me entró dinero con unos trabajos de modelo y ya me concentré en otras cosas.
—¿Te concentraste en el trabajo y pudiste estar bien?
—Cuando me concentro en otra cosa me va bien. Pero así y todo nunca pude empezar una recuperación como la que estoy haciendo ahora, con un nivel de conciencia plena, porque siempre estaba escapándome, buscando una cosa para no engancharme en otra.
—Tapando algo.
—Sí, tapando algo.
—¿Cómo fue la época con Madonna?
—Fue una cosa muy rara. Me llamaron para hacer un video con ella, Rain. Ella quería verme antes de hacer el trabajo y yo accedí sin decir nada a la agencia. Fue una reunión con los productores en su casa y había tanta gente que yo ni siquiera la reconocí. La vi un par de veces antes de hacer el video y empezamos a estar juntos. Nunca la vi como una persona ahí arriba.
—¿Cuánto tiempo duró esa relación?
—Fue un ida y vuelta porque yo viajaba mucho y ella quería que estuviera en Los Ángeles. Me mudé y me instalé ahí porque quería que estemos juntos. Yo tenía que ir hasta su casa en Beverly Hills: había que subir todos los días hasta allá y me resultaba incómodo bajar todos los días a los casting. Entonces me alquilé un departamento abajo, en la zona de Hollywood, que no es muy lindo. Nos veíamos casi todos los días, salíamos a comer o estábamos ahí. Hasta que después de un tiempo empecé a darme cuenta de que (Madonna) controlaba mi vida sin que yo lo supiera. Empezó a cancelarme trabajos con Claudia Schiffer porque conocía a los fotógrafos, solo para que yo no viaje y esté con ella.
—Mientras duró la relación, ¿vos consumías?
—No. En Los Ángeles se hace una vida muy sana, al menos a nivel noche, de discoteca, porque a la medianoche cierra todo. El alcohol está prohibido, pero igualmente hay en la calle y en fiestas privadas: explotan las casas de drogas, alcohol. Pero yo no conocía ese ambiente. Y a ella, al menos cuando estuvo conmigo, la vi súper sana: tenía un gimnasio en la casa, salía a correr todos los días.

—¿En qué momento empezás a salir con Julieta Ortega?
—En el 92, que fue más o menos cuando hice el video con Madonna. Con Julieta no teníamos establecida una relación bien clara, tampoco con Madonna. Entonces fue un poco las dos cosas. Pero Julieta no era celosa de las notas que sacaban de mí o con la gente, que publicasen algo. Siempre se mostró muy tranquila respecto a eso.
—¿Tenés un lindo recuerdo de Julieta?
—Sí, es una muy buena persona. Con ella nunca me mostré drogado. Pero le decía que iba a ver a mi madre y me encerraba a consumir en un departamento aparte, en Recoleta. Buenos Aires para mí era el diablo: venía y me pasaba todo acá. A Julieta no la engañaba, pero sí me drogaba escondido.
—¿Te encerrabas a consumir?
—Sí. No tengo una explicación. Todo eso de estar encerrado, la paranoia, no poder dormir. Encima no tomaba medicación para dormir: me tenía que bancar toda la noche, todo el día con la luz del sol, con los ascensores que subían y bajaban, despierto. Era terrible, una tortura. Iba a un departamento, a encerrarme.
—El mayor problema estaba en los encierros.
—Es lo que pasa con la cocaína.
—Mencionaste la paranoia. ¿Qué pasaba, qué pensabas?
—La paranoia es un miedo interno que todos tenemos, pero (con la cocaína) se sobredimensiona: sentís ruido y parece que va a venir la policía, cosas que no existen. Yo miraba por el agujerito de la puerta todo el día para ver si venía alguien. Te da fastidio todo. Un día estaba sin dormir y había un policía en la esquina. Yo estaba repuesto, mal, y fui a propósito: le pregunté dónde quedaba una calle y el tipo me explicó. Dije: “Esto no soy yo. No es la situación, es el consumo”.
—¿Qué buscabas cuando fuiste a preguntarle al policía?
—Esto: me parecía raro estar tan perseguido, tener tanto miedo a cruzar la calle y que el auto, que esto, que lo otro, tan incómodo.
—¿Hablar con el policía te acomodó un poco?
—Sí, me hizo estar un poco más tranquilo. Se me fueron un poco estas paranoias. Fue como: “Bueno, tengo este problema pero lo hago más tranquilo”. Me saqué una cosa de encima, de estar mal, pero eso me habilitó a seguir consumiendo más.
—¿El consumo iba incrementándose?
—Siempre se va incrementando.

—¿Cuál fue tu momento más oscuro?
—Una noche que estaba sin dormir en ese departamento en Recoleta. Me la pasé no sé cuántos días en la bañera, con la cortina cerrada, o adentro del armario. Hasta que no aguanté más esa situación. No tenía más consumo y aunque nunca había tomado pastillas, me tomé una tableta de no sé qué cosa y me caí desde el piso de arriba (del departamento). La llamé a una amiga y le dije que me viniera a ver. Ella no podía creer que estuviera encerrado en un placard. Era una cosa impresionante. Una locura.
—Cuando te tomaste esas pastillas, ¿estaba la intención de morir?
—No, nunca. A veces me pasa que identifico pensamientos de suicidio, pero estoy trabajando mucho en mi terapia. Pero ese día, con las pastillas, yo quería dormir y levantarme al día siguiente, y me tomé toda la cosa entera. Con el alcohol también me la vi jodida, porque ahí no hay lugar donde me pueda escapar. Me pasó sexualmente también, compulsivamente, con las mujeres.
—¿Cuando empezó la adicción al sexo?
—Antes de irme a Miami me había agarrado una compulsividad: todos los días tenía cuatro o cinco novias.
—Y el alcohol, ¿fue más difícil que la cocaína?
—En el momento en que estás consumiendo es igual. Pero cuesta más porque el alcohol está en todos lados. En cualquier asado. Es impresionante porque después de la pandemia se agregaron más góndolas de bebidas en los supermercados. Parece que el supermercado tiene más bebidas que alimentos. Entonces, sí: me costó muchísimo. No le encontraba la vuelta porque si agarraba un avión (para escaparme), también podía consumir en el aeropuerto, en el avión.
—¿Perdías la conciencia con el alcohol?
—Sí, sí. He roto ventanas, televisores, espejos, un bidet con la cabeza... Desastre. Eso junto con la medicación, que es lo peor que me podría haber pasado. Cuando llegué a la Argentina y fui a mi pueblo a consumir, mi mamá se enojó y me llevó a una psiquiatra. Esta psiquiatra me dio una pastilla para levantarme, otra para comer, otra para las ganas de consumir, y otra y otra... Seis, siete pastillas por día. Yo no sabía que con el alcohol te pasaban todas esas cosas: se te apaga el televisor, y terminaba tirado, no pudiéndome subir a la cama, arrastrándome. A un adicto que no puede parar no podés agregarle otro consumo: necesita una internación. Con el tiempo se verá si puede salir y empezar a no consumir; de lo contrario seguirá internado hasta cuando pueda desenvolverse en lo social, en la vida. Pero no podés agregarle otra sustancia. Eso fue lo peor. Yo podría haber evitado un montón de años. El cuidado no fue un cuidado: la medicación, junto con alcohol, fue peor. Todo el día dopado... Se volvió otra adicción.
—¿En algún momento pudiste entender que la droga, el juego el alcohol, tenían que ver con lo mismo: con una personalidad muy compulsiva?
—Sí, hoy lo entiendo. Acá lo entiendo.

—Antes de llegar a EIRA, estuviste internado en un lugar muy distinto.
—En un neuropsiquiátrico. Me mandaron ahí porque estaba en unas condiciones... Tirado en una cama, muy flaco, sin comer. Hasta que en 2020 mi mamá llamó a una ambulancia, me judicializó. Hoy se lo agradezco. Si no hubiese sido por eso, no sé si muerto, pero estaría tirado por ahí, dando pena. En el psiquiátrico cambiaba cigarrillos por más pastillas para estar todo el día dopado, porque para mí no había más. Esa era la que me tocaba.
—Estabas tan mal que ya no podías pedir ayuda y tuvo que poner el límite tu mamá, internarte con una orden judicial.
—Sí. Y no una vez: diez veces. Diez internaciones. Yo pedía quedarme más en el neuropsiquiátrico: “Poneme en una habitación tranquilo”, le decía a la dueña. Así, empastillado y todo dado vuelta, me sentía cómodo porque no encontraba salida. Y cada vez que me sacaban de ahí me llevaban a un lugar donde llegaba todo dopado, y al día siguiente te hacían hacer, no sé... un pozo con una pala. Siempre era igual: vas al hospital, te desintoxican; de ahí vas a un psiquiátrico; y de ahí te derivan a un centro de rehabilitación.
—Y en esos centros de rehabilitación, ¿qué pasaba?
—Trabajan con premio/castigo. El premio sería un plato de arroz o una comida que no estaba en buen estado, y el castigo, cortar el pasto con una tijera para reflexionar sobre no sé qué, porque no hacíamos nada malo. Hacías una fila de 70 personas para ir al baño, y si te salías de la fila con un pie, volvías atrás y al día siguiente cortabas el pasto con una tijera para reflexionar sobre no poder tener la conducta de estar ahí, en la fila, esperando sin moverte.
—¿Le agradeciste a tu mamá?
—Sí, sí.
—Porque ahí apareció el límite y fue importante.
—Sí. Se los digo a los chicos acá.

Un día a la vez
Daniel Rossi fue avanzando en su tratamiento hasta alcanzar la etapa de poder salir del centro y trabajar, para continuar la rehabilitación de manera ambulatoria. Pero él, no. Él prefirió quedarse.
“Yo no tengo voluntad para nada: para lavar, para limpiar. No tengo motivación con nada -explica-. Un día hablé con el director Luis Marchioni: ‘Quedate acá, con nosotros’, me dijo. Entonces vi que el servicio de lavado de ropa para los chicos que están internados, que son muchos, 120, cambiaba siempre de persona. A veces lo hacía algún compañero que tenía tiempo, o alguno que trabaja acá. Y dije: ‘Voy a acomodar esto, me voy a quedar yo solo’. Y estoy haciendo eso. Así que duermo afuera, pero todos los días vengo a las 7:15 de la mañana y me voy a las 18. No paro. Y estoy agradecido y muy contento. De a poco estoy descubriendo lo que es el afuera. No quiero improvisar, porque sino voy a terminar como terminé: encerrado en un departamento consumiendo cocaína o drogado de pastillas y borracho”.
—Sos papá. ¿Qué edad tiene tu hija?
—Cumplió 17 años.
—¿Y cómo es el vínculo con ella?
—El vínculo era bueno. Pero antes de venir acá, recaí. Después del psiquiátrico me mandaban a mi casa, sostenía dos o tres meses, y volvía a lo mismo. Un día mandé un mensaje un poco borracho y ya se cansó. Es una situación complicada. Yo le escribo un montón todos los días, le mando cartas, fotos. “Gracias”, me dice. Yo me comporté muy bien con ella, no fui un mamarracho. Cuando estuve, estuve para ella: iba a la escuela todos los días, a las reuniones. No lo hice los 17 años. Pero cuando estuve, estuve.
—¿Tenés ganas de este reencuentro con tu hija?
—Sí. Pero no espero más de lo que puede llegar a pasar. Yo voy a ir adonde ella vive; si eso no se da, vuelvo acá y sigo mis pasos. Y se lo entrego a Dios: en algún momento esto se va a dar.
—Ella también debe tener miedo. ¿La entendés?
—Debe tener sus miedos. Pero bueno, si en algún momento tiene ganas de enfrentar todos esos miedos, esas incomodidades o esos reclamos que puede llegar a tener para conmigo, yo estoy dispuesto a verla. Lo que sí tengo muy claro es que pase lo que pase, muera quien muera, ni mi hija, ni mi familia, ni nadie me va a sacar del camino que estoy teniendo. Solo por hoy. Mañana, vamos a ver. Yo tengo ese pensamiento muy claro: quién es mi hermano, mi madre y todo. Es hasta acá. Si no se arregla, nos vemos más tarde, en otro momento, cuando yo pueda. Porque yo no voy a volver atrás, ahí, en una cama, ni en un psiquiátrico. No voy a volver atrás.