Angelo tiene 23 años, vive solo en el barrio porteño de San Telmo y es el mayor de seis hermanos. Cuando repasa su historia, por momentos ni él puede creer todo lo que pasó. Hasta los ocho vivió con sus padres biológicos, y a pesar de las dificultades que atravesó recuerda con mucho cariño esa primera infancia: “Mis papás fueron amorosos conmigo y con mis hermanitos, pero por cosas de la vida no pudieron salir adelante; mi mamá tenía esquizofrenia y mi papá tuvo un accidente en el brazo que le imposibilitó trabajar, y le costó mucho volver a conseguir trabajo”, cuenta en diálogo con Infobae.
Nacido en la provincia de Formosa, pasó los primeros años de su vida en el país vecino de Paraguay, donde su padre trabajaba como traductor de inglés en una colonia japonesa. “Vivíamos muy cómodos ahí, hasta que nos fuimos y todo empezó a complicarse”, relata. Cuando su papá se accidentó, la búsqueda de empleo se hizo cuesta arriba, y los llevó a tener una vida nómade, en constante movimiento. Estuvieron en Brasil, luego regresaron a la Argentina y se asentaron un tiempo en Misiones. “Nos quedamos en casa de nuestros abuelos maternos, pero mi abuelo era muy violento, le pegaba a mi abuela y maltrataba a mi mamá, así que llegó un momento que nos fuimos también de ahí”, explica.
Vinieron a Buenos Aires en búsqueda de mejores oportunidades, y también de conectarse con otra parte de la familia. “Mi papá tenía dos hijos mayores, de una pareja anterior, y vinimos a Capital a conocerlos y estar un tiempo con ellos”, revela. Aunque al principio hubo algunas posibilidades de trabajo para su papá, duraron muy poco, y lo que sobrevino fueron más idas y venidas a distintos lugares.
Ángelo empezó la primaria, y a pesar de todo, siempre continuó con sus estudios. “Estuvimos unos meses en un hotel cerca del Obelisco, y después en otro, pero mi papá no conseguía trabajo por su discapacidad, así que terminamos viviendo en un galpón, en una especie de taller de ómnibus de larga distancia, donde nos hicieron un espacio en un micro escolar todo oxidado”, recuerd. Y eso no es todo: “Compartíamos la mitad de ese ómnibus con un exsoldado ruso de la época de la guerra fría, que fue a la guerra hasta que se separó la Unión Soviética, que tenía una adicción al alcohol, y cada tanto se agarraba a las piñas”, rememora.
A los ocho años todo cambió, cuando lo llevaron a él y a sus hermanos a un hogar, donde permanecieron cuatro años. “Lloraba todas los noches porque extrañaba a mi mamá y a mi papá, y lo más difícil era ver a mis hermanitos, que también estaban mal y no sabían cómo manejar lo que estaba pasando”, expresa, quebrado por aquellos recuerdos. Las vivencias de Angelo forman parte de la muestra que se exhibe en el Centro Cultural Recoleta hasta el 9 de Febrero, RED - Infancia interrumpida (IG: @muestra_red)
La muestra presenta trece historias con fotografías de Nora Lezano, producción de Patricia Carrascal y Rocío Irala y Hernández y busca concientizar sobre los espacios de cuidado alternativo como pilar fundamental en la vida de los chicos en el paso de restitución de sus derechos humanos.
—¿Tus padres biológicos cómo eran con vos?
—Recuerdo que eran muy amorosos, muy dados. Me cuidaban y aprendí muchas cosas porque siempre fueron muy libres conmigo, nunca muy estrictos. Me alimentaron siempre muy bien, porque a pesar de que teníamos muy poco, la comida nunca faltó. Sin embargo, años más tarde me contaron que mi mamá me pegaba, porque por su esquizofrenia empezaba a tener síntomas, de que ella no estaba bien. Yo sinceramente no lo recuerdo.
—¿La separación de tus padres biológicos tuvo que ver con la enfermedad de salud mental de tu mamá?
—En parte sí, pero también tuvo que ver con la intervención de mi abuela, que al vernos en un ómnibus a metros del Riachuelo, intentó ayudarnos como podía y como creía que era mejor. Supo que había una ayuda para las mujeres que sufrían violencia de género, que las asistían en un refugio, y entonces mi abuela denunció a mi papá. Al poco tiempo nos llevaron a un refugio en La Boca, donde quedamos con mi abuela, mi mamá y mis hermanitos.
—¿Y qué pasó con tu papá?
—Tenía que mantenerse alejado por una restricción de 300 metros, pero cada vez que podíamos ir a pasear a la plaza íbamos a verlo.
—¿Pero era cierta la denuncia de tu abuela?
—No, él nunca ejerció violencia ni con mi mamá ni con nosotros. Tampoco sé si mi mamá estuvo de acuerdo con eso, pero por lo que me contaron de más grande mis tías, mis abuelos siempre trataron muy mal a mi mamá, y ejercieron violencia psicológica. Así que no sé si fue una decisión consciente o no, porque hasta ese momento no sabíamos que tenía esquizofrenia.
—Con el tiempo, ¿sentiste que tu abuela lo hizo para protegerlos y para que ustedes vivan mejor o te enojaste?
—Es que me enteré de cómo había sido todo de grande recién, cuando recuperé contacto con mi hermanastro, el hijo más grande de mi papá. Él me comentó que le sacaron la tenencia a mi mamá cuando le diagnosticaron esquizofrenia. Al principio era tratable con medicación y con asistencia, pero ella no quería. Mi papá tampoco podía llevarnos por los requisitos legales, porque para la Justicia no estaban dadas las condiciones habitacionales, y encima tenía la denuncia previa por violencia. Y mi abuela, una señora muy mayor, no podía mantenernos porque no conseguía trabajo. Con el tiempo los síntomas de mi mamá fueron empeorando, y decidieron intervenir del BAP. Un día que íbamos a la plaza a ver a mi papá, como tantas otras veces, nos interceptaron y nos llevaron a los cuatro en dos taxis diferentes al hogar.
—Vos con ocho años y tu hermanito más chico con dos añitos, ¿qué pensaste en ese momento?
—No entendía nada. Solo me acordaba de una cosa, de qué era lo que tenía que hacer: cuidar a mis hermanos. Llegamos y nos dividieron en cuartos.
—Llegaron al hogar, ¿y con qué se encontraron?
—Con muchos, pero muchos chicos. Mis hermanitos que no entendían nada y no sabían cómo manejarlo. Se ponían a llorar, y yo siempre trataba de asistirlos. Y lamentablemente recurría a la violencia. Cuando cualquier chico les quitaba un juguete, o los molestaban, y ellos se ponían mal, yo iba al choque sin importar quién sea. Cada día yo no pensaba “me voy a levantar a jugar”, sino que lo único que pensaba era en cuidarlos a ellos.
—¿Sentís que pudiste ser un nene?
—Creo que no, desde los ocho, y los siguientes cuatro años, me costó mucho.
—¿Y con tus papás biológicos te enojaste?
—No, la verdad es que no, porque antes de todo eso yo era un chico muy alegre y muy feliz, y eso se lo debo a la forma en que me cuidaron mis padres. Por ejemplo, los días de lluvia, que la mayoría se siente decaído, a mí mi papá me llevaba a jugar entre las plantas, en el arroyito que había en la colonia japonesa. Me enseñaba de todo, y tuve una pequeña infancia muy fructífera, de amor y atención.
—Me dijiste que llorabas todas las noches en el hogar, ¿había alguien que te abrazara en esos momentos?
—Sí, siempre. Apenas llegué al hogar me asistió una psicopedagoga, y todos los que trabajaban ahí siempre dieron lo mejor de sí. Siempre que me peleaba con algún chico por mis hermanos, que empujaba o le pegaba a alguien, yo terminaba llorando. Y ahí me hicieron entender que en realidad era angustia lo que tenía.
—¿Te sentiste cuidado?
—Si, pude seguir yendo al colegio, y tenía ayuda con las tareas. A la noche cuando me escuchaban llorar siempre había alguien que venía a abrazarme, o también cuando estaba en un estallido de energía, angustia e ira, que lo único que me sostenía era un abrazo fuerte.
—Esa violencia hacia otros chicos probablemente era un mecanismo aprendido también. Y si algo a vos te interesaba, un deporte, un instrumento, algo, ¿podías aprender?
—No era todo tan accesible, el tener una pelota, poder ir al club, tener una guitarra o algo así, pero fueron encontrando la manera. Varios voluntarios se dieron cuenta que a mí me encantaba el rock nacional, y me fueron regalando CDs de Charly García, Spinetta, y Fito Páez. En un momento compraron una radio, y yo estaba todo el día con la radio, porque amaba escuchar música. Entonces me pusieron un músico pedagogo, me regalaron una guitarra y empecé a aprender a tocar. También miraba entrenamientos deportivos en la tele, que enfocaban algunas veces, y yo iba al patiecito y copiaba todo eso. Así aprendí a jugar al fútbol, hasta que con mucho esfuerzo fui el primero que pudo ir a jugar a un club a un par de cuadras. Hoy estoy realmente muy agradecido.
—¿En esos primeros años no volviste a ver a tu mamá?
—Sí, la vi el primero de los cuatro años que estuvimos en el hogar. Ella venía a visitarnos, hasta que después no la dejaron venir más. Solamente siguió viniendo mi abuela.
—¿Sabes por qué no la dejaron ir a verlos?
—Había tenido a nuestra otra hermanita, la más chiquita, que también es hija de mi papá, y se la querían sacar porque no estaba siguiendo el tratamiento. Le habían puesto como condición para vernos que accediera a tomar los medicamentos y ella no lo hacía.
—Tu hermana más chiquita también fue a un hogar finalmente.
—Sí, a los dos meses la llevaron a un hogar para bebés. Y ahí estuvo un año, hasta que la trasladaron al hogar para que esté con nosotros.
—¿Vos pedías volver con tu familia?
—Sí, hasta que entendí que no iba a poder ser. Habían intentado a contactar con mis tías, pero no se dio. Casi me adopta a mí solo mi tía y su pareja, porque por los requisitos socioambientales solamente podían adoptar a uno. Empezamos la vinculación, pero después mi tía y mi tío se separaron, y era un requisito que sea una pareja sí o sí, así que se cayó esa opción y ahí se terminó el periodo para que nos adopte alguien de nuestra familia.
—¿Cuánto tiempo habías pasado hasta ese momento en el hogar?
—Ya iban tres años. Llegó un punto en que me acostumbré a que ese era el lugar donde vivía, y a las diferencias con mis compañeros, con los chicos en el parque, en la plaza, que tenían realidades diferentes. Cada tanto volvía a entrar en conflicto, porque me ponía mal no tener una mamá, un papá, como tenían los otros chicos.
—Ir al parque o a la casa de un compañero de colegio y entender que existía la posibilidad de una familia, debía doler.
—Sí, era difícil verlo. Tenía un amigo muy cercano, que la mamá era muy amorosa con él, y también conmigo cuando iba a visitarlos. Ahí me acordaba de cómo era eso, el amor de madre, y de lo que alguna vez tuve.
—Cuando se dictó la adoptabilidad, ¿buscaron una familia para los cinco juntos?
—Sí, pero nos explicaron que la manera más probable y rápida era que nos dividiéramos. Y yo sabía cuánto le estaba costando a mis hermanitos estar en el hogar, así que dije: ‘Bueno, lo que sea más rápido y mejor para ellos’. Decidí yo básicamente, separarnos, en tres y dos.
—¿Vos tuviste que decidir a tus 11 años cómo separaban a los cinco hermanos?
—Sí. Tuve que decidir yo.
Angelo se emociona y pide cortar la entrevista unos minutos. Ningún niño debería tener que decidir cómo dividir a su famila, ni asumir en sus espaldas la responsabilidad de que sus hermanos puedan ser adoptados. Tenía solo 11 años.
“Como con mi hermanito Elías, de 6 años, éramos muy compinches, muy allegados, decidí que nos adoptaran a nosotros dos por un lado, y a los otros tres por el otro”, recuerda.
“Yo sabía que iba a ser más lento encontrar una familia para todos, y al año siguiente, cuando yo cumpliera 13, me iban a trasladar a otro hogar para chicos más grandes, y me iban a separar de ellos. Entonces lo mejor era dividirnos para que nos adopten rápido, y la condición era que nos siguiéramos viendo sí o sí”. Seis meses más tarde ambos grupos fueron adoptados practicamente al mismo tiempo.
—¿A tus hermanitos les contaste vos que se iban en adopción en dos grupos?
—Lo hablamos los cinco juntos en ese entonces, y ellos estuvieron de acuerdo.
—¿Y qué pasó cuando te fuiste con tu hermanito con la familia que los adoptó?
—Desde el principio yo tomé una postura a la defensiva, de evaluar a dónde me estaba yendo con mi hermano. Fue difícil porque mis padres adoptivos eran muy estrictos, muy correctos, y yo venía de estar en un hogar donde no era así la cuestión. Si bien colaborábamos en equipo para hacer distintas cosas, no había tanta exigencia, para poner la mesa por ejemplo, ni tampoco diferencia de tratos.
—¿Diferencia de tratos?
—Es que lo primero que percibí cuando llegué es que trataban diferente a mis tres hermanos adoptivos, porque ya tenían tres hijos ellos, que también eran adoptados, más grandes que nosotros. Y los trataban distinto. Yo estaba acostumbrado al trato y el amor por igual.
—¿Viviste situaciones de violencia en esa casa?
—No, ninguna. Solamente que los códigos de familia, las rutinas, la exigencia, siempre terminaban en un reto.
—¿Pudiste sentir que eran tu mamá y tu papá?
—Al principio no y nos imponían de decir sí o sí todo el tiempo sí mamá, o sí papá. Me acuerdo que el RUAGA (Registro Único de Aspirantes a Guarda con Fines Adoptivo) nos hacían entrevistas cada tanto, como seguimiento de nuestra convivencia. A los pocos meses de empezar la vinculación nos fuimos de vacaciones, y tuve una discusión con mi mamá por algo de mi hermano adoptivo. Al otro día mi mamá y mi papá me preguntaron si mi intención era disfrutar las vacaciones con ellos para después volver al hogar, algo así como usarlos para las vacaciones. A mí me impactó mucho eso, que juzgaron mi intención. Realmente no había nada que yo quisiera más en mi vida que tener una familia, después de desearlo tantos años.
—¿Pediste volver en algún momento al hogar?
—No, aunque me lo preguntaron varias veces yo nunca pedí volver.
—¿Después se hizo más fácil y más amorosa la convivencia?
—Si, y me sentí muy querido con el tiempo. Los quiero muchísimo, y mi hermanito realmente disfrutó mucho del vínculo con ellos como padres. En mi caso los años siguientes fueron muy conflictivos. Tuve muchos comportamientos negativos, contestaciones, y muchas acciones muy erradas. No podía terminar de sanar el pasado, y fui mucho al psicólogo. En la pandemia cambió todo, porque antes era de una manera en mi casa y de otra manera afuera. Era dos personas diferentes. En mi casa estaba muy apagado, mentía mucho, y eso era algo que conflictuaba mucho a mis padres porque no podían confiar en mí. Mirando hacia atrás, me doy cuenta de que era totalmente innecesario que yo me comportara así.
—¿Empezó a cambiar la convivencia con la pandemia?
—Sí, porque pasábamos todo el día juntos. Antes me reprimía mucho cuando estaba con ellos. Cuando fui a otro psicólogo logré entender que no debía ni podía cambiar a mis padres ni a mi entorno, que era yo el que tenía que cambiar cómo tomarme las cosas. Fui yo mismo, seguí estudiando y buscando trabajo. De a poco fueron entendiendo cómo soy yo. Al principio no entendían qué pasaba, al punto que mi papá pensó que yo tenía un trastorno de personalidad, pero lo charlamos y todos nos fuimos sintiendo más contentos.
—Ahí todo empezó a funcionar mejor, ¿pero en un momento te echaron?
—Sí, teníamos muchos puntos de vistas diferentes. Un par de veces ellos se fueron a Entre Ríos, porque tenemos familia allá, y yo invité a varios amigos a casa. Creo que fueron problemas de confianza, de entendimiento, y cuando conseguí trabajo fue el momento de irme.
—Pero hoy son tus papás.
—Sí. Y ellos me dieron las herramientas, me dieron todo, y me cuidaron. No entendía eso antes, pero realmente me dieron todo y los quiero mucho.
—¿Mantenés el vínculo con todos tus hermanos?
—Sí, eso se cumplió a rajatabla. Los cinco somos muy unidos, pero después nació otra hermana, nuestra sexta hermana, que no la pudimos conocer. Hoy en día tiene 13 años y vive con mi tía biológica.
—¿Qué pasó con tus papás biológicos?
—Con mi papá hoy no tengo vínculo, y mi mamá no me había contactado en todos estos años, hasta que hace dos años me llamó mi tía y me dijo que mi mamá tenía cáncer, que le quedaban dos semanas de vida. Fui a verla y me reencontré con ella. Estuve con ella tres semanas, hasta que falleció.
—¿Pudiste decirle lo que querías decirle?
—Si. Y ella me decía mucho que la perdone, y me repetía gracias todo el tiempo: “Gracias por venir a verme”, y yo le dije que no la culpaba de nada, que siempre la quise. Le pedí que me haga un dibujo en un papel para poder llevármelo, y me dibujó una casita con un árbol. Le pregunté qué era eso, y me dijo que era la casa que ella siempre quiso para nosotros. Y ese dibujo me lo tatué.
—¿Sentís que sanaste?
—Siento que sí, que pude sanar bastante, aunque ver las fotos en la muestra me hizo revivir cosas a las que no le presenté mucha atención en su momento. Tengo que seguir procesando algunas cuestiones, pero voy hacia eso.
—¿Qué le decís a ese Angelo niño tuvo que enfrentar todo lo que contaste?
—Que siga eligiendo el camino difícil, sin importar nada, que siempre vale la pena andar por el camino del bien. Creo que soy un privilegiado, porque sé que mi caso no es como el de muchos otros nenes. Me parece importante que se divulguen historias así, que de por sí son bastante invisibles. Cuando preguntan de qué se trata un hogar, quizás tienen ideas súper limitadas, o conceptos que ven en las películas, cuando la realidad es que estos lugares te pueden cambiar la vida.
Voces es un ciclo de entrevistas sobre distintas temáticas que busca visibilizar, concientizar y generar empatía. Escribimos y contamos tu historia a: voces@infobae.com