Juan José Campanella: su vida entre Buenos Aires y Nueva York, la crisis en el cine y por qué dejó de tuitear sobre política

El reconocido director anticipa su vuelta al teatro Politeama con “Empieza con D, siete letras” y celebra el éxito de su serie “Los enviados” en Netflix. Además, detalla los pros y los contras de vivir entre Argentina y EEUU, y hace catarsis sobre el presente de la industria cinematográfica en nuestro país: “Me duele bastante que la gente haya dejado de ir al cine”

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Juan José Campanella: su vida entre Buenos Aires y Nueva York, la crisis en el cine y por qué dejó de tuitear sobre política

Sonríe ante su confusión, o su testarudez, en el buen sentido. Porque para Juan José Campanella no hay manera de decir clown: para él, sigue siendo payaso. Y la avenida Corrientes es la Calle Corrientes. “¡Y a Muhammad Ali todavía lo llamo Cassius Clay!”, admite el cineasta, quien cada vez que dirige en Nueva York un capítulo de la exitosa serie La ley y el orden, cuenta con la complicidad de actores y productores: “Ya todos perdonan y se ríen e incorporan mis errores en inglés. Son 20 años, pero hay cositas con las que a veces me trabo”.

Porque puede que Campanella —como contará en la entrevista— divida su año en partes iguales entre Argentina y los Estados Unidos. Pero es bien de acá. Solo un porteño de ley sabe que, pese a su magnitud, la avenida que aglutina a los teatros fue, es y será una calle.

Porque aquí está su corazón y hasta su pulso creativo: “Los proyectos que escribo se me ocurren acá, no en otro lado”, explica el responsable del último Oscar que ganó el país, con El secreto de sus ojos. Pero que también logró como nadie plasmar esa idiosincrasia tan nuestra —la mamá, el amor, los amigos, el barrio, la nostalgia— en las exquisitas El hijo de la novia y Luna de Avellaneda, entre otras películas con las que nos invitó a dejarnos sorprender.

Ahora, con sus 65 años, Campanella mantiene intacto el entusiasmo. Lo demuestra al hablar de Empieza con D, siete letras, la obra que estrenará el 10 de enero en su Teatro Polietama. Estará protagonizada por Eduardo Blanco y Fer Metilli (“Una pareja que tiene una química impresionante”), y acompañados por Gastón Cocchiarale (“¡Un actorazo!”).

“Es una historia de amor entre un hombre que a los 60 y pico de años queda viudo, y una chica más joven que también se separa. Y los dos están muy frágiles. Parece una cosa chiquita, pero después se empieza a desarrollar en muchas otras cosas”, dice Juan José, quien también exhibe su entusiasmo porque su serie Los enviados, con el español Miguel Ángel Silvestre, “está arrasando en Netflix, está gustando mucho. Por suerte, porque fue una reivindicación”.

—¿Por qué reivindicación?

—La guerra de las plataformas es como cuando salen las modas: al principio todo el mundo quiere hacer eso. Entonces hay mil canchas de pádel, mil videoclubes, mil Laverap y bueno... van quedando los que van quedando.

—Se viene la peli de Parque Lezama, la hermosa obra con Luis Brandoni y Eduardo Blanco.

—Sí. El teatro es mi pasión, pero tiene ese problema de la finitud: (la obra) baja y va pasando al olvido. En una de las últimas funciones quise verla desde la platea, como la ve el público, y el impacto fue enorme. Lo que hacían Eduardo y Beto es increíble. Y entendí esos aplausos de pie, esas ovaciones que recibían todas las noches. Hablé con Paco Ramos, que es el capo de ficción de Netflix, y justo estaba en Buenos Aires. Fue a ver la obra y a la salida me llamó: “Hagamos la película”, me dijo.

—¿Cuál es el plan?

—Filmar en mayo porque transcurre en otoño, y hacerlo en el verdadero Parque Lezama: la naturaleza nos tiene que dar el decorado.

—Decime qué es falso que es tu última película...

—La verdad es que uno nunca sabe. Me encantaría hacer una película para que la gente vuelva a ir al cine. Me duele bastante que la gente haya dejado de ir al cine. Es una crisis inesperada por la que estoy pasando. Lamentablemente se percibe como que lo único que vale la pena ver en pantalla grande es el espectáculo, como la acción, la ciencia ficción, Marvel, etcétera. Pero no.

—Hay películas que la rompen en taquilla, pero que podrían hacer el triple de lo que recaudan.

—Exacto.

—Y son muy costosas.

—Y el tipo de películas que hago yo, que no son el gran espectáculo de superhéroes y de acción, son las que más sufren.

—¿Hay algo de pérdida de la calidad cuando se hace una película para plataformas y televisión?

—No, para nada. Las plataformas son bienvenidas porque, a los que hacemos películas, nos han permitido liberarnos del horario, sacar la tanda, esa mosca molesta con el avisito del próximo programa que aparece enorme, en la cara del que está haciendo una escena dramática. Así que bienvenidas las plataformas. Pero no es el cine, no en cuanto al producto sino a la experiencia de la persona que está mirando sola en su casa, preparándose comida, interrumpiendo, mirando el teléfono cada tanto. Y es una experiencia distinta a la persona que está con otras 300 en un cine, con un impacto emocional muchísimo más grande: te reís, te emocionás y llorás más.

—Cuando volviste, ¿en qué situación encontraste al teatro?

—No puede escapar a las generales de la ley. Obviamente, la persona que se tiene que ajustar el cinturón, lo primero que ajusta es el entretenimiento, la salida, lo que no es fundamental para vivir. Así que han sufrido el teatro, el cine, todos las cosas que no son fundamentales. Han sufrido también las que son fundamentales, así que imagínate... En la Calle Corrientes ves mucha gente que pasea, y parecería que no hay un ajuste económico. Después se nota en el consumo.

—También está eso de decir: “Bueno, por un rato dejo la realidad afuera y me meto en este cuento”. Eso el público lo agradece mucho.

—Lo que te decía antes: estaba viendo las últimas funciones de Parque Lezama y oía esas carcajadas del teatro lleno y me daba cuenta de que en cine no las había oído hace años. Es la primera década que el cine no tiene un gran cómico a nivel internacional, no existe. No se hacen más comedias, y esa cosa catártica de una carcajada de 700 personas es algo que no se puede comparar con nada. Es droga absoluta. Para los actores ni te cuento.

—Leí que tuviste que renegociar la deuda del Teatro Politeama.

—Sí, sí.

—¿Cómo está eso?

—No, bueno... Es difícil, es difícil. Es un crédito UVAs. Y bueno, veremos qué pasa.

—¿Pero seguiremos teniendo Politeama?

—Por supuesto, por supuesto. Y ahora hay dos obras muy buenas, que ya están por terminar. Medida por medida, una sátira hecha payasesca, y Matar a mamá, una obra muy divertida de Laura Oliva, con María Rosa Fugazot, Florencia Raggi, Inés Estévez.

—¿Ahí estás también como programador o no te metés en eso y dejás que suceda?

—Es que el teatro no es una programación.

—Es decidir qué obra va.

—Claro. Pero es difícil programar con anticipación porque generalmente el productor trata de asegurarse un teatro. Ahora, un teatro nunca sabe cómo va a estar de acá a abril del año que viene. Si la obra anda, estará la obra; si la obra no anda, buscaremos otra. Entonces, es difícil programar un teatro.

Juan José Campanella con Tatiana
Juan José Campanella con Tatiana Schapiro en Infobae (Candela Teicheira)

Empieza con D, siete letras, la escribiste junto con tu mujer, Cecilia Monti.

—Sí. Ella ya había escrito un capítulo de El hombre de tu vida, que estaba buenísimo: el de la chica virgen. Tiene muchísimo sentido del humor y me encanta trabajar con ella: ha sido la vestuarista de todas mis películas.

—¿Ella siempre va y viene con vos, en esta vida que hacés un poco en los Estados Unidos?

—Sí. O va y viene sin mí, porque tenemos familia, trabajo y un montón de situaciones personales. Esto se fue dando un poco por cuestión de trabajo. Nosotros somos medios gitanos.

—¿Pero tus bases, dónde están?

—En los dos lados, la verdad. Estoy en Nueva York y en Buenos Aires casi la mitad del tiempo.

—¿Hay casa en las ciudades?

—Casa hay acá. Allá hay un lugar más chico.

—Pero hay un lugar, no es que vas a un hotel.

—Si es ahí, no. Si es en otra ciudad, sí, por supuesto.

—¿Te gusta más vivir en Buenos Aires o en Nueva York?

—Mirá, hay cosas de la Argentina que son impagables. Y gracias a Dios la crisis parece no pegarle nada a un aspecto de la gente: acá te hacés amigos y conocidos enseguida. Vas a un bar dos veces y al segundo día ya te conocen, te dan la bienvenida, saben lo que pedís. Eso no existe en ningún lado del mundo. Por otro lado, los argentinos vivimos con un nivel de ansiedad, de estar pendientes permanentemente de lo que está pasando. No quiero hablar por toda la Argentina, pero desde hace muchos años Buenos Aires está en un nivel de sensibilidad que tenés la sensación de que si hubiera algún problema, puede explotar algo: una situación de gritos, de violencia. Como enojada, también. O sea, parece contradictorio, pero conviven esas dos características.

—¿Y Nueva York?

—Es una ciudad con mucha energía también. Hay mucho inmigrante, mucha persona que llega con ganas de hacer cosas. Y además, lo que ocurre no me toca tan de cerca. Ahora están con un problema con el intendente (el alcalde Eric Adams) por juicios por corrupción, coimas y todo. Pero no me pegan tantas cosas porque sigo siendo un visitante, entonces es más fácil aislarse de lo malo. Cualquier inmigrante toma lo bueno del país y le resulta más fácil ignorar lo malo.

—¿Tu hijo está acá o allá?

—Ahora está allá, por la escuela.

—¿Cómo es Campanella papá?

—No sé. Eso pregúntaselo a él. Me gustaría estar físicamente en casa más de lo que estoy por estos trabajos. Pero estamos en contacto todos los días.

—¿Por qué seguís eligiendo venir?

—Yo soy lo que soy gracias a esto. O sea, allá ofrezco una técnica, pero la cosa sentida, lo que genero yo, está en Argentina. Siempre. Es parte de mí. Los proyectos que escribo desde cero transcurren todos acá, no se me ocurren en otro lado.

—¿Cuando estás allá, seguís leyendo todo lo que pasa acá?

—Por supuesto. Es lo único que leo: lo que pasa acá.

—Dejaste de tuitear sobre política.

—Sí.

—¿Cuándo lo decidiste?

—Después de las elecciones generales del año pasado, de la primera vuelta. Me di cuenta de que las sociedades hacen lo que quieren, que no les interesa nuestra opinión, que sabiamente nos ha ubicado en un lugar. Que saben lo que nosotros tenemos que dar: una habilidad para contar desde una ficción, un entretenimiento, algo para pensar o lo que sea. Y me daba cuenta de que el costo era grandísimo. Mucha gente que por ahí no pensaba lo mismo que yo, también decía: “No quiero ver más a este tipo”. Esto pasa todo el tiempo con los actores.

—¿Eso pasó con vos?

—Seguramente. Claro que sí. Yo soy la nada misma comparado con el nivel de exposición y de éxito de Taylor Swift: salió en apoyo de Kamala (Harris), Trump ganó por un margen que no se esperaba nadie, y lo único que pasó con ella es que ahora no llena los estadios. Entonces, no sirvió para nada, porque la sociedad toma su decisión y es imposible competir con eso, influirlo. Hay movimientos mucho más grandes que tienen que ver con cosas más profundas, con experiencias de primera persona, de cada votante. Y cuando se llega a ese convencimiento, a mí no me importa lo que me diga nadie conocido, yo voto al que quiero. No solamente no es útil, sino que además genera un resentimiento en la gente.

—También hay una cuota de autocrítica en lo que estás diciendo.

—Una cuota no: es todo autocrítica.

—Estamos en un momento en el que todo es cuestionable: si opinás a favor de uno, del otro, si no opinás. Como que la gente tiene derecho de enojarse por lo que sea.

—Sí. Pero además, se incita. Es una especie de tormenta perfecta. En Twitter tenés que largar una idea en 280 caracteres: se ha simplificado toda la discusión. Los grises han muerto; es blanco o negro. Y realmente, es cada vez más simplona: cada vez podés debatir menos, cada vez la posición es más tomada, y es de mayor violencia hacia el otro. Está pasando en todo el mundo. Y yo quiero vivir un poco más tranquilo.

—¿Qué te pasa con los actores que trabajan con vos, que siguen eligiendo decir lo que opinan? ¿Te molesta que se manifiesten?

—No, no. Acá (en esta nota) hablamos de teatro, de cine y de esto. Si el título es sobre esta parte, ya tiñe toda la nota, y el que la lee, lo hace desde otro lugar. Entonces, el trabajo sufre. El espectador sufre, los productores, los actores, tus compañeros, tus colegas sufren. El teatro sufre. Sufre todo el mundo y no beneficia nada.

—¿Vos, sufriste?

Sí, por supuesto, con esto que te digo de la división. Existe prácticamente con todo el que habla.

—¿Te trajo discusiones o distanciamientos con gente querida?

—Sí. Creo que a todo el mundo.

—¿Te puedo preguntar por el INCAA o preferís que no?

—Prefiero que no. Porque además, esto lo digo desde hace 20 años. Mi socia, la productora Muriel Cabeza, es la que está al tanto de las leyes cinematográficas. Yo no. Así que no, no...

—Salgamos de ahí entonces.

—Sí, salgamos de ahí.

—Salgamos de ahí. Y te propongo un juego para hacer. Traje consignas: “Cuestiones que quiero saber de Campanella”. Son muy tranquilas. Empiezo. ¿Te despertás con la primera alarma o sos de los que la posponen muchas veces?

—La primera alarma. Y necesito una hora tranquilo. No me gusta despertarme y salir corriendo a las apuradas.

—¿A qué hora te despertás?

—Depende del horario de filmación. Normalmente la pondría a las 8, 8.30. Pero sino, 5, 6, lo que sea. El horario de filmación siempre es antes.

—¿Sos puteador manejando?

—Manejando no. En general, en la vida, sí. Me causa gracia la puteada, me gusta, es graciosa. Así que sí, bastante.

—¿Último recital al que fuiste?

—Un año y pico, en Nueva York. John Fogerty: su retorno desde un juicio que le duró 40 años por los derechos de las canciones que él había compuesto con Creedence. A los 70 y pico de años, con su hijo y una banda que armaron, Fogerty hizo un recital con los clásicos de Creedence. Me lloré todo.

—¿Mejor horario para el sexo?

—Todos. Cualquiera.

—¿Te tiraste las cartas del Tarot alguna vez?

—Sí. En una época tenía una muy muy muy amiga que era una tarotista impresionante.

—¿Y le pegaba?

—En muchas cosas. Y concretas. Hubo una época en los 90 que estaba todo el tiempo. Me gustaba. Hasta empecé a aprender. Pero no sé nada.

—Si estuvieras obligado a entrar sí o sí en un reality, ¿preferís Love is blind, Gran Hermano o Bake Off?

—Al primero no lo conozco. El de la cocina, sí.

—¿Hay un buen cocinero?

—Algo robo... ¡En Gran Hermano ni loco! Me encerrás y la primera noche no como. Te encierran en serio. No soy gran cocinero, perdería en la primera ronda, pero por lo menos no sufriría tanto.

—Si te hago elegir, ¿trabajar siempre solo con Guillermo Francella o trabajar con cualquier actor menos con Francella? Horrible lo que te estoy haciendo...

—¡Pero claro! Siempre con Guillermo Francella. Me encanta. Trabajaría siempre con él.

—¿Qué actor podría interpretar la vida de Franco Colapinto?

—¿Vos sabés que no conozco a Colapinto? Ni siquiera vi una foto. Sé que es el corredor, pero la Fórmula 1 no me gusta, no la veo. Igual, no es tanto que no conozco a Colapinto, sino que tampoco conozco a la nueva camada de actores jovencitos de esa edad, de 20 años. Parezco un tarado que no sé ni quién es Colapinto ni nada...

—¿Te gustan los programas de espectáculos, de chismes?

—No. No los miro. Esas son las cosas que uno recibe por Instagram, los pedacitos. Y a veces, depende de quién está hablando, presto atención. No me gusta cuando se pelean, cuando se ponen violentos. Te juro por Dios: se me han caído todas las defensas a la violencia. Además no hay filtro en la tele y se dicen de todo. Ahí ya no me gusta. Aún en Instagram, lo saco rápido y hasta bloqueo.

—Si hacemos la vida de un político argentino, no por lo ideológico sino como una linda historia para contar, ¿con quién te quedás?

—Me gustaría hacer algo sobre San Martín en su vejez, en Boulogne-sur-Mer. Lo vengo pensando hace muchos años, pero es casi un imposible. Es muy difícil hacer una cosa así, de época.

—Juan, ¿cómo viene el 2025?

—Con mucho trabajo. Estamos ensayando Empieza con D, siete letras. Estamos haciendo Mafalda. A fin de enero y febrero tengo dos capítulos de La ley y el orden, y a la semana vuelvo para empezar con Parque Lezama.

—¿Cuántas temporadas van de La ley y el orden?

—26. Y se mantiene ahí arriba. El último capítulo que hice, me estaban diciendo ayer, fue un golazo. Me tocó en suerte porque tengo la fecha de episodios que todavía no están ni escritos, que ni ellos saben. Estoy desde la temporada dos. Entre la diez y la 20 no estuve, tuve un desvío de diez años. Pero ahora estoy de vuelta.

—¿Se gana muy bien ahí?

—Es una tarifa que pone el sindicato. O sea, yo ganaría lo mismo en esa serie que en cualquier otra.

—Acá hay tarifas por distintos sindicatos, pero uno puede negociar para arriba también. ¿En Estados Unidos, como es?

—En directores, no. En actores, sí.

—La última. ¿Qué le decís al Juan que ya hace mucho tiempo un día se animó y dejó Ingeniería?

—Que hizo bien. Y se lo digo también a mi hijo, siempre: “Tenés que hacer lo que te gusta hacer en tus ratos libres. Porque cuando vayas a trabajar, no vas a tener muchos ratos libres. Y todas las profesiones nos traen problemas, entonces tenemos que meternos en una cuyos problemas nos entretenga resolver”.

—Y a ese Juan también le decís qué bien salió.

—Pero también salió mal a veces... Y uno sigue tratando.

—Pero el balance da muy bien.

—Da bien, sí, sí. Estoy contento.

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