
La inseguridad alimentaria y la inseguridad ciudadana suelen discutirse como problemas separados, pero en países como el Perú ambas se retroalimentan, creando un círculo vicioso que deteriora la cohesión social y limita las posibilidades reales de ejercer derechos. Para comprender esa relación, conviene mirar experiencias externas como las de Haití y México, que muestran con crudeza cómo la violencia altera, encarece o incluso paraliza los sistemas alimentarios.
En Haití, el control territorial que ejercen grupos armados sobre casi el 90 % de Puerto Príncipe ha restringido el movimiento de personas, el acceso a los mercados y el transporte de alimentos. El Programa Mundial de Alimentos advierte que 5.7 millones de personas, el 51 % de la población total, sufren actualmente niveles agudos de hambre. La violencia se ha convertido en un factor directo que incrementa la inseguridad alimentaria, impide que los agricultores lleguen a sus parcelas, bloquea el ingreso de camiones con alimentos y amedrenta a las familias que desean comprar productos en mercados dominados por bandas criminales. En resumen, el hambre es resultado de un sistema alimentario secuestrado por la violencia.

El caso mexicano también ofrece lecciones importantes, el Consejo Nacional Agropecuario de México denunció públicamente que las extorsiones del crimen organizado están elevando hasta en un 20 % el costo de los alimentos en varias regiones. La lógica es simple, pero devastadora: si agricultores, transportistas o comerciantes deben pagar “cuotas” para producir o mover alimentos, esos sobrecostos se trasladan a los consumidores. En algunos territorios, el crimen decide quién siembra, quién transporta, quién vende y a qué precio. La violencia se incrusta en la cadena alimentaria y la deforma desde adentro, teniendo efectos visibles en la mesa de las familias.
Con estos ejemplos en mente, observar lo que ocurre en el Perú exige reconocer un patrón similar. Nuestro país enfrenta un aumento explosivo de la inseguridad ciudadana, extorsiones, asesinatos de emprendedores, cobros de cupos, amenazas, cierre de negocios, mientras el 41 % de la población vive inseguridad alimentaria moderada o severa.

No es casualidad que estos fenómenos avancen en paralelo, cuando un transportista es asesinado por negarse a pagar cupos, cuando un mercado es tomado o amenazado por delincuentes, o cuando una bodega, un puesto de mercado o un emprendimiento de comida cierra por miedo, los efectos se sienten no solo en el barrio, ya que golpean al conjunto de la economía. Cada negocio que cierra significa trabajadores despedidos, familias sin ingresos y empleadores quebrados. Esa presión criminal permanente, impredecible y letal, genera una contracción económica que se traduce en menos empleos, menos circulación de dinero y más pobreza. Y cuando una familia pierde el trabajo, pierde también la capacidad real de alimentarse, ya que las personas se quedan sin su principal fuente de ingresos. La criminalidad, no solo amenaza vidas, destruye economías locales, expulsa trabajadores al desempleo o a la informalidad extrema y deja a miles de hogares sin la posibilidad de garantizar siquiera una alimentación básica.
Por otro lado, inseguridad ciudadana también debilita la organización comunitaria, ya que ollas comunes y comedores populares también están siendo amenazados, robados o incluso extorsionados. En zonas donde las bandas marcan territorio, estos espacios se vuelven vulnerables, voluntarias que temen desplazarse, donaciones que disminuyen por miedo a represalias, proveedores que ya no ingresan al barrio, y familias que, aun teniendo hambre, temen acudir a estos espacios comunitarios.

Es cierto que Perú aún no ha llegado a los niveles de Haití ni enfrenta una estructura criminal tan integrada al sistema agroalimentario como México, pero los signos son claros y sería irresponsable ignorarlos. Mientras tanto el Estado sigue respondiendo a la inseguridad ciudadana con políticas que según varios expertos, son insuficientes.
Necesitamos políticas que reconozcan que garantizar el derecho a la alimentación implica proteger a quienes producen, distribuyen y venden alimentos. Esto exige asegurar rutas de abastecimiento, proteger a los pequeños emprendedores que sostienen la economía local, fortalecer la economía social y comunitaria, e implementar intervenciones territoriales que consideren simultáneamente seguridad ciudadana y seguridad alimentaria.

La relación entre violencia y hambre no es una exageración, es un problema estructural que ya está moldeando nuestra dieta, nuestro comercio, nuestra economía y nuestra vida cotidiana. Y si no lo enfrentamos como un fenómeno integral, seguiremos acumulando muertos, negocios cerrados, familias empobrecidas y comunidades con menos alimentos y más miedo. En un país con tantas brechas y desigualdades, pensar la seguridad alimentaria sin pensar la seguridad ciudadana es, simplemente, seguir alimentando la crisis.



