
La conquista del territorio que hoy es Perú dejó episodios poco difundidos en los registros más conocidos. Entre ellos figura el uso de perros de guerra por parte de los expedicionarios españoles, práctica que sorprendió a las poblaciones andinas. Estos animales, traídos desde Europa, formaron parte de una estrategia que combinó intimidación y control durante el avance sobre el Imperio inca.
Para los pueblos locales, acostumbrados a animales domésticos de menor tamaño y temperamento más dócil, la presencia de jaurías entrenadas para la ofensiva resultó desconcertante. Ese contraste generó un impacto que varios cronistas mencionaron en sus escritos y que hoy recibe una mirada renovada gracias a estudios, documentos antiguos y obras literarias que recuperan este fragmento del pasado.
El escritor y coronel del Ejército peruano Carlos Enrique Freyre estudió crónicas del siglo XVI y visitó zonas vinculadas con las primeras incursiones españolas. De ese proceso surgió su novela “Tierra de canes”, presentada en el Hay Festival Arequipa 2025. El autor describe el rol del “soldado aperreador”, figura responsable de entrenar y dirigir a los perros utilizados en los avances militares. “El perro se convierte en arma. Existía una logística completa sobre el tamaño del perro, su entrenamiento y el soldado aperreador, que era el encargado”, señaló en conversación con BBC Mundo.
En su obra, Freyre sigue a uno de esos personajes. No busca recrear escenas épicas, sino revisar detalles históricos que muestran cómo se organizó este tipo de ofensiva. Aunque la novela parte de la ficción, se apoya en relatos de cronistas como Juan de Betanzos o Bartolomé de las Casas. Ambos escribieron sobre pueblos indígenas y documentaron abusos cometidos durante la expansión europea.
Perros con nombre propio

Las primeras incursiones en América ya incluían ejemplares imponentes como el alano español o el bullenbeisser alemán. Entre los nombres que se mencionan en documentos antiguos aparecen Leoncico y Becerrillo, animales asociados a figuras militares de alto rango. Freyre explica que “ellos describen a estos perros y los nombran, con sus características en muchos casos”. Según su revisión en Tumbes, “los perros habían llegado a Tumbes y habían acabado con la población que existía”.
Becerrillo fue parte de las tropas de Juan Ponce de León en el Caribe. Su descendiente, Leoncico, acompañó al líder Vasco Núñez de Balboa. Freyre relata un episodio que se conserva en las crónicas: “Hay una escena –que sucedió en la vida real– en la que va a ver el océano Pacífico por primera vez. Se reserva el derecho de ver por primera vez ese mar y de hacerlo con su perro. Todos sus oficiales y tropas se quedan atrás”. El autor concluye que ese detalle mostró un vínculo muy cercano entre esos animales y sus aperreadores.
Herramienta ofensiva en el avance español
Durante la expansión por territorios andinos y amazónicos, los españoles movilizaron cantidades considerables de perros. Algunos registros mencionan cerca de 2.000 ejemplares en exploraciones de la Amazonía. Francisco Pizarro dirigió una de esas avanzadas y su ruta incluyó Tumbes, punto donde estas jaurías ya eran conocidas por la población local.
Freyre sostiene que las tropas contaban con pocos caballos y que las armas de fuego ofrecían un alcance limitado. En ese contexto, los perros cubrían espacios donde la espada o el caballo no resultaban útiles. Los aperreadores dirigían ataques contra poblaciones que desconocían razas tan grandes. “Estos perros de los españoles eran gigantescos. El animal que come carne se vuelve más grande y estas razas también recibieron preparación con anticipación. Entonces ellos veían un león, no un perro”, explica. Su función principal era la guerra.
El uso de jaurías no se restringió al territorio inca. Se aplicó en regiones del Caribe, Centroamérica y Mesoamérica. Los relatos mexicanos reunidos por Miguel León Portilla muestran la impresión que estos animales causaron entre los pueblos originarios. En lengua náhuatl se describe: “Y sus perros son muy, muy grandes: tienen las orejas dobladas varias veces, grandes mandíbulas que les tiemblan; tienen ojos inflamados, ojos como de brasas; tienen ojos amarillos, ojos de fuego amarillo”.
La violencia contra líderes indígenas aparece también en documentos judiciales. Un ejemplo figura en un libro editado por la Universidad Nacional Autónoma de México, que registra la sentencia contra Coatle de Amitatán, acusado de prácticas religiosas consideradas prohibidas. El texto afirma que el acusado fue condenado “a morir aperreado y quemado”.
El declive de los perros de guerra

Con el tiempo, la presencia de estas jaurías generó problemas dentro de los propios asentamientos españoles. Las autoridades empezaron a cuestionar su utilidad, especialmente porque la expansión requería mano de obra indígena y la agresividad de los animales dificultaba la convivencia. Según Freyre, desde España se enviaron cartas con instrucciones para eliminar a los perros, debido a incidentes que afectaban incluso a soldados europeos. “Vieron que dejarlos sueltos, creaba jaurías que atacaban tanto a españoles como a indígenas. Por eso surgieron las ordenanzas de la reina sobre el perjuicio de los perros”, afirma.
Pese a esas órdenes, algunos aperreadores se rehusaron a separarse de sus animales. El escritor destaca esa relación: “Es una vinculación muy cercana del perro al del soldado que lo llevaba”. Ese lazo, consolidado durante campañas prolongadas, dificultó el cumplimiento de las disposiciones reales.
Con el dominio español ya establecido, los perros perdieron su función militar. La memoria colectiva solo retuvo algunos nombres como Becerrillo y Leoncico, figuras que hoy reaparecen en investigaciones y obras literarias que buscan reconstruir una historia muchas veces relegada.



