El papa León XIV ha dado un significativo paso en el proceso de beatificación de dos misioneros: el español Alejandro Labaka Ugarte y la colombiana Inés Arango Velásquez, quienes fueron brutalmente asesinados en la selva amazónica de Ecuador en 1987. Este jueves 22 de mayo, el Vaticano anunció que el pontífice, quien posee una sólida experiencia misionera tras décadas de servicio en Perú, ha aprobado decretos que reconocen la entrega de vida de estos religiosos, así como las “virtudes heroicas” del obispo indio Matteo Makil.
Estos decretos representan las primeras acciones de León XIV en el proceso de canonización desde su elección el 8 de mayo. Según la metodología de la Iglesia, el camino hacia la santidad tiene varias etapas: primero, una persona es declarada Venerable Siervo de Dios por haber vivido las virtudes de manera heroica; luego, pueden ser nombrados beatos, y finalmente, santos.
En 2017, el papa Francisco introdujo la “oferta de la vida” como una nueva vía para la beatificación, basada en el sacrificio personal por amor al prójimo.

¿Quién era Alejandro Labaka Ugarte?
La vida de Alejandro Labaka Ugarte, conocido también como Manuel de Beizama, fue un testimonio de dedicación misionera. Nacido en 1920 en Beizama, España, se unió a la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos y partió hacia Ecuador tras ser expulsado de China durante el régimen maoísta.
En Ecuador, su labor misionera floreció en la selva amazónica, donde llegó a ser prefecto apostólico del Vicariato de Aguarico. Su compromiso de proteger la vida indígena de los huaorani, quienes vivían en aislamiento voluntario, lo llevó a una muerte trágica en 1987, a manos del pueblo indígena Tagaeri, mientras intentaba mediar entre ellos y las empresas petroleras.

La vida de Inés Arango Velásquez
Por su parte, Inés Arango Velásquez, conocida como María Nieves de Medellín, nacida en 1937 en Medellín, Colombia, entregó su vida por la misión en la Amazonía ecuatoriana. Se unió a la Congregación de las Terciarias Capuchinas de la Sagrada Familia, y su propio anhelo misionero la llevó a trabajar en la selva desde 1977. Allí, junto a Labaka, se dedicó a la catequesis y el trabajo comunitario, siempre al servicio de los más vulnerables.

El papa León XIV ha ratificado que su sacrificio representa una “oblatio vitae”, una ofrenda voluntaria de amor por el prójimo, no un martirio tradicional. Ambos misioneros murieron el 21 de junio de 1987 en Tigüino, Yasuní, en un esfuerzo por evitar una masacre contra los tagaeri, víctimas del avance petrolero. “Si no vamos nosotros, los matan a ellos”, decía Labaka, dejando claro su compromiso por la vida.
La memoria de sus acciones sigue viva en la Amazonía, un testimonio continuo para quienes luchan por preservar la vida y la cultura de los pueblos originarios. Sus actos de valentía resuenan particularmente hoy, cuando el debate sobre la defensa de la casa común y los derechos de los pueblos indígenas es cada vez más urgente.
Mons. Labaka, cuya carrera estuvo marcada por un profundo respeto por la cosmovisión indígena, participó en el Concilio Vaticano II, que influyó en su visión misionera de vivir con las comunidades indígenas, aprendiendo y respetando su cultura. Su compromiso de evitar la violencia e imposición, ofreciendo en cambio amor y entendimiento, fue fundamental en su trabajo.
La vida y muerte de Hna. Inés reflejan su dedicación inquebrantable. Poco antes de morir, dejó una carta en la que expresaba su deber de estar presente con el pueblo indígena, aún sabiendo el riesgo que enfrentaba. Sus acciones y las de Labaka son vistas por muchos en la región amazónica no solo como heroicas, sino como el reflejo de una fe vivida auténticamente.
Ejemplo de amor al prójimo
En Coca, donde descansan sus restos, su legado trasciende, convirtiéndose en un símbolo de lucha por una Amazonía con rostro humano y una misión hecha oferta incondicional. En la actualidad, su ejemplo resuena con fuerza profética, especialmente cuando las políticas extractivistas amenazan con borrar culturas ancestrales.
La causa de beatificación es un reconocimiento a su sacrificio. Sin embargo, para muchos que comparten el sueño de una Iglesia que camina junto a los pueblos originarios, Labaka e Inés ya son santos en vida, inspirando el amor y la dedicación absoluta por los demás.
El decreto de León XIV se convierte no solo en una celebración de su vida y legado, sino en un llamado a seguir su ejemplo, transformando la fe en acción efectiva para la justicia social y ambiental. Sus historias son una lección imperecedera del valor de entregar la vida por el amor y la justicia, reivindicando la dignidad y el respeto por todos los pueblos de la Tierra.
Papa León XIV sobrevivió a amenazas terroristas
En un reportaje de Reuters, se rescata la historia de un joven sacerdote que dejó una huella imborrable en las comunidades de Piura durante los convulsos años ochenta y noventa. Héctor Camacho, antes monaguillo, recuerda con especial vividez la llegada del ahora papa León XIV, quien recorrió poblados a caballo o a pie, ofreciendo misa en lugares donde la violencia era una constante y la electricidad, un lujo efímero. “Vino con poco español y muchos sueños. Pero tenía algo especial. La gente lo buscaba, querían estar con él.”, comenta Camacho desde Yapatera, uno de los lugares que solían visitar juntos.

En una modesta parroquia de adobe, con suelo de tierra y muros agrietados por la humedad, Robert Prevost organizaba actividades para alejar a los niños del riesgo. Baloncesto, natación y excursiones al mar no eran simples pasatiempos, sino herramientas estratégicas para proteger a los jóvenes de las malas influencias. “Nos sacaba de la rutina”, relata Camacho.
La misión de Prevost se desarrolló en un entorno marcado por las amenazas de Sendero Luminoso. Fidel Alvarado, seminarista entonces, recuerda una noche en que una bomba explotó frente a la iglesia principal, una advertencia brutal para abandonar la zona inmediatamente. Sin embargo, ni él ni sus compañeros cedieron al miedo. “Lo que los convenció a quedarse fue la gente”, señala Alvarado.

A lo largo de los años, las comunidades conservaron fotografías del joven sacerdote, testigos de una historia de compromiso incansable. Oscar Murillo Villanueva, otro sacerdote, recuerda su integridad y firmeza: “Sufrió con el pueblo, no guardó silencio frente a las masacres ni la negligencia y demostró compasión en cada acto.”
Incluso en momentos personales difíciles, como la muerte de su madre, Prevost mostró una calma y fe genuina que dejó una marca en quienes lo rodearon.
En un gesto de gratitud y afecto, Camacho nombró a su hija Mildred, en honor a la madre del sacerdote, quien aceptó ser el padrino de la niña. Hoy, Mildred Camacho guardas las cartas que recibía de él, reflejo de un vínculo que perdura a través del tiempo.